Ned se dirigió hacia el oeste de la propiedad, en primer lugar porque era la dirección que más fácilmente ofrecía escapatoria, pero también porque por allí esperaba encontrar las tierras que serían la dote de Lydia. Un recordatorio de porqué estaba a punto de casarse, podía ser justo lo que necesitaba para mantener su mente correctamente encaminada. Eran unas tierras verdes y fértiles, encantadoras, con un pintoresco estanque y un pequeño manzanar.
“Te gustan las manzanas”, murmuró por lo bajo. “Siempre te han gustado las manzanas”.
Las manzanas eran buenas. Sería agradable poseer un manzanar.
Casi compensaba el matrimonio.
Empanadas, continuo pensando. Tartas. Tartas y empanadas sin fin. Y compota de manzanas.
La compota de manzanas era algo bueno. Algo muy bueno. Si sólo lograra equiparar en su mente su matrimonio con la compota de manzanas, conseguiría mantener la cordura hasta la semana siguiente, por lo menos.
Escudriñó en la distancia, intentando calcular cuanto tardaría en llegar hasta las tierras de Lydia. “No más de cinco minutos”, pensó, “y…”
“¡Hola! ¡Hola! ¡Hooooooooola!”
¡Oh!, maravilloso. Otra hembra.
Ned aflojó el paso de su montura, mirando alrededor, intentando calcular de donde procedía la voz.
“¡Aquí! ¡Por favor, ayúdeme!”
Giró hacia su derecha, y después se volvió hacia atrás, e inmediatamente comprobó porqué no había visto a la chica antes. Estaba sentada en el suelo, su traje de amazona, verde, era un eficaz camuflaje entre la hierba y los arbustos que la rodeaban. Su largo cabello castaño estaba sujeto en un recogido que jamás habría pasado la inspección en un salón de Londres, pero en ella el descuidado moño resultaba atractivo.
“¡Buenos días!”, dijo en voz alta, sonando un poco incierta ahora.
Ned detuvo renuentemente la montura por completo y desmontó. Solamente deseaba un poco de privacidad, preferiblemente, cabalgando como si lo persiguieran todos los demonios por los ondulados campos, pero era un caballero (a pesar de su obviamente lamentable tratamiento a su hermana), y no podía hacer caso omiso de una dama en apuros
“¿Se ha lastimado?”, preguntó suavemente mientras se acercaba.
“Me temo que me he torcido el tobillo”, dijo ella haciendo una mueca de dolor cuando intento tirar con fuerza de su bota para quitársela. “Estaba paseando y…”
Ella miró hacia arriba, parpadeó varias veces con sus enormes ojos grises y entonces dijo: “¡Oh!”
“¿Oh?”, repitió él.
“Usted es Lord Burwick”
“En efecto”
La sonrisa de ella carecía extrañamente de calor. “Soy la hermana de Lydia”.
Charlotte Thornton se sentía como una tonta insensata, y odiaba sentirse como una tonta insensata. No era, supuso ella, que a nadie le gustara especialmente sentirse así, pero ella lo encontraba sumamente irritante, pues siempre había considerado la sensatez como el más loable de los rasgos.
Había salido a pasear impaciente por escapar de la aglomeración de los muchísimos invitados que invadían su casa durante la semana anterior a la boda de su hermana mayor.
¿Por qué Lydia necesitaba a más de cincuenta personas que no conocía para atestiguar sus nupcias?, era algo que Charlotte nunca entendería. Y eso que no le había contado a nadie lo que estaba planificando para el día de la boda.
Pero Lydia lo había querido así, o más bien, su madre lo había querido así, por lo que ahora su casa estaba llena hasta el techo, al igual que todas las casas de los vecinos y todas las posadas locales.
Charlotte se estaba volviendo loca. Y por eso, antes de que alguien pudiera encontrarla y reclamar su asistencia para algún terriblemente importante suceso, como cerciorarse de que el mejor chocolate le fuera servido a la Duquesa de Ashbourne, se puso el traje de montar y escapó.
Excepto que cuando alcanzó los establos, descubrió que el caballerizo le había dado su yegua a una de las huéspedes. Insistió en que su madre así lo había ordenado, pero eso no ayudo demasiado a mejorar el pésimo humor de Charlotte.
Así que había tenido que marcharse a pie, camino abajo, buscando un poco de paz y algo de tranquilidad, y durante el paseo metió un pie en una madriguera de topo. Se golpeó contra el suelo, antes de darse cuenta de que se había torcido el tobillo. Estaba empezando a inflamarse dentro de la bota, y en consonancia con el día que llevaba, ella se había puesto las de caña alta, en vez de las otras de cordones que podía haberse quitado ella sola mucho más rápida y fácilmente.
El único punto brillante en esa horrorosa mañana era que no llovía, pero con la suerte que últimamente la perseguía, por no mencionar el tono grisáceo del cielo, Charlotte no contaba con que no sucedería.
Y ahora su salvador no era otro más que Edward Blydon, Vizconde de Burwick, el hombre que se iba a casar con su hermana mayor. Según Lydia era un completo libertino y nada sensible con las tiernas emociones femeninas.
Charlotte no estaba muy segura de en que consistían esas “tiernas emociones”, de hecho dudaba que ella las hubiera poseído alguna vez, pero aun así, tal falta de sensibilidad ante ellas no hablaba bien del joven vizconde.
La descripción de Lydia lo hacia parecer como una mezcla de patán y déspota en un sola persona. En absoluto la clase de caballero que se sentiría impelido a salvar damiselas en apuros.
Y ciertamente, él parecía un libertino. Charlotte no era una soñadora romántica, como Lydia, pero eso no significaba que no reparara en el aspecto y apariencia de un hombre. Edward Blyton – o Ned, como oyó que lo llamaba Lydia – poseía los ojos azules, más brillantes y luminosos que ella hubiera visto jamás en una persona. En cualquier otro hombre, estos podrían haber parecido afeminados (especialmente con aquellas largas y espesas pestañas negras), pero Ned Blyton era alto y de hombros anchos, y cualquiera se daría cuenta de que bajo su chaqueta y pantalones, su cuerpo era firme y atlético, incluso alguien que no se dedicara a mirarlo, como ella no estaba haciendo en absoluto.
Oh, muy bien, si lo miraba. ¿Pero como podía evitarlo?. El se erguía por encima de ella, como un oscuro dios, sus poderosos hombros bloqueando la luz del sol.
– “¡Ah!, sí”, dijo él, algo condescendientemente, en opinión de Charlotte. – “Caroline”.
– “¿Caroline?”. Ellos sólo se habían encontrado en tres ocasiones anteriormente. – Charlotte, masculló.
– Charlotte, repitió él, teniendo el detalle de ofrecerle una sonrisa avergonzada.
– Existe una Caroline, se obligó a decir con imparcialidad. “Tiene quince años”.
“Entonces es demasiado joven para salir a pasear sola, imagino”. Implicando que ella también era demasiado joven para hacerlo.
Los ojos de Charlotte se entrecerraron ante el vago sarcasmo de su voz. “¿Me está regañando?”.
“No soñaría hacerlo.”
“Porque no tengo quince años” dijo Charlotte impertinentemente, “y salgo a pasear sola continuamente.”
“Estoy seguro de que lo hace.”
“Bueno, no paseo muy a menudo” admitió ella un poco mortificada por su amable expresión, “pero salgo a cabalgar.”
“¿Por qué no está montando a caballo ahora?” le pregunto Ned arrodillándose a su lado.
Charlotte sintió como se le torcían los labios en una expresión de extremo desagrado. “Alguien se llevó mi montura.”
Las cejas de él se alzaron. “¿Alguien?”.
“Una invitada”, gruñó ella.
“¡Ah!” dijo Ned con simpatía. “Parecen haber bastantes de ellos por los alrededores”.
“Como una plaga de langostas”, murmuró Charlotte, antes de darse cuenta de que acababa de ser imperdonablemente grosera con el hombre que, hasta el momento, no había demostrado ser el bruto insensible que su hermana Lydia había descrito. Lo que para algunos era como una plaga de langostas, para otros eran, después de todo, los invitados de su boda.