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Charlotte le golpeó el hombro con una mano.

“¡Oh, muy bien!,” suspiró él. “Supongo que me importa, dado que ella es tu hermana, y él me salvó de casarme con ella.”

“¿Qué piensas que estarán haciendo?” insistió Charlotte.

“Lo mismo que nosotros,” dijo. “Si tienen suerte.”

“Su vida no va a ser fácil,” dijo Charlotte, con tono apagado. “Rupert no tiene ni dos peniques que juntar.”

“Oh, no sé,” dijo Ned, con un bostezo. “Pienso que saldrán adelante bastante bien.”

“¿Sí?” preguntó Charlotte, cerrando los ojos mientras se recostaba profundamente contra las almohadas.

“Mmmm.”

“¿Por qué?”

“Eres una muchacha muy insistente, ¿no te lo han dicho nunca?”

Ella sonrió, aunque él no podía verlo. “¿Por qué?” preguntó de nuevo.

Ned cerró los ojos. “No preguntes más. Así nunca recibirás una sorpresa.”

“No quiero recibir sorpresas. Quiero saberlo todo.”

Ned rió entre dientes ante su respuesta. “Entonces, es mejor que aprendas esto, mi querida Charlotte: te has casado con un hombre sumamente inteligente.”

“¿Eso he hecho?” murmuró Charlotte.

Ese era un desafío que no podía ignorar. “Oh, sí,” dijo Ned, rodando y quedando nuevamente encima de ella. “Oh, sí.”

“Muy inteligente, o sólo un poco inteligente?”

“Muy -muy-inteligente,” dijo Ned malvadamente. Su cuerpo puede que estuviera demasiado agotado para una repetición, pero eso no significaba que no pudiera torturarla a ella.

Podría necesitar pruebas de esa inteligencia,” dijo Charlotte. “Yo -¡oh!”

“¿Suficiente prueba?”

“¡Oh!”

“¡Oh!.”

“¡Ohhhhh!.”

Epilogo

Una semana después.

“¡Aquí esta, señora Marchbancks!”

Lydia sonrió soñadoramente, mientras Rupert la hacía atravesar el umbral de la casa de Portmeadows. No era tan magnifica como Thornton Hall, que de hecho tampoco era tan grande, y tampoco era suya, no por lo menos hasta que el anciano tío de Rupert falleciera.

Pero nada de eso importaba. Estaban casados y estaban enamorados, y mientras estuviesen juntos, no importaba que la casa fuese prestada.

Además, el tío de Rupert no regresaría a Londres hasta dentro de otra semana.

“Te lo dije,” dijo Rupert, entrecerrando los ojos mientras la depositaba en una silla del vestíbulo. “¿Qué es eso?”

Lydia siguió su mirada hasta una caja brillantemente envuelta, depositada en una mesa del vestíbulo. “¿Un regalo de bodas?” murmuró esperanzada.

Rupert le lanzó una irónica mirada. “¿Quién sabe que nos hemos casado?”

“Solamente cada una de las personas que asistió a la iglesia para ver mi boda con Lord Burwick, imagino,” replicó. Habían oído ya la noticia de cómo Charlotte ocupó su lugar. Lydia podía imaginar el chismorreo que ocasionó.

La atención de Rupert, sin embargo, continuaba en la caja y la nota.

Con movimientos cuidadosos liberó el envoltorio de las cintas y deslizó un dedo bajo el lacre del sello. “Es caro,” comentó. “Un sobre de verdad, no un mero pliego doblado.”

“¡Ábrelo!,” le urgió Lydia.

Rupert se detuvo apenas lo suficiente para dedicarle una mirada malhumorada. “¿Qué crees que estoy haciendo?”

Ella le arrebató el sobre de las manos. “Eres demasiado lento.” Con dedos impacientes rasgó el sobre abierto y sacó el pliego de su interior, abriéndolo de forma que pudieran leerlo los dos a la vez.

“Con esta nota le doy mis más sinceras gracias,

Y prometo que podrán evitar todas las desgracias.

Cuando robó mi novia, me hizo un favor,

Y me dio una esposa de mucho valor.

En esta caja encontrará brandy francés

Y una selección de finos dulces, también.

Pero mi verdadero regalo envuelto en este verso

Para que pueda evitar verse sin dinero preso

Es una casa, a menos de cinco millas de distancia

Que puedan llamar suya noche y día con prestancia

Y una renta suya de por vida modestamente generosa

Porque cuando se fugaron me dieron una esposa.

Les deseo felicidad, salud y amor

(mi esposa asegura que rima con rubor)

– Edward Blydon, Vizconde Burwick-

Pasaron unos segundos antes de que ninguno pudiera articular una palabra.

“Muy generoso de su parte,” murmuró Lydia.

Rupert pestañeó varias veces antes de preguntar: “¿Tienes idea de por qué lo ha escrito en verso?”

“No puedo imaginarlo,” dijo Lydia. “No tengo ni idea de lo que se le pasa por la cabeza.” Tragó con dificultad y las lagrimas le escocieron en los ojos. “Pobre Charlotte.”

Rupert le pasó un brazo por los hombros. “Tu hermana está hecha de pasta resistente. Lo superará.”

Lydia asintió y permitió que la condujera al dormitorio, donde pronto olvidó que tenía hermana alguna.

Mientras tanto en Middlewood…

“¡Oh, Ned, lo hiciste!” Charlotte se llevó horrorizada una mano a la boca cuando le enseñó una copia de la nota que había enviado a Rupert y a Lydia.

El se encogió de hombros. “No pude evitarlo.”

“Es muy generoso por tu parte,” dijo ella, intentando parecer solemne.

“Sí lo es, ¿verdad?” murmuró Ned. “Deberías mostrarme tu gratitud, ¿no crees?”

Charlotte apretó los labios para no echarse a reír. “No tenía ni idea,” dijo, intentando desesperadamente mantener una expresión sería, “que tuvieras talento para la poesía.”

Ned hizo un disciplente gesto con la mano. “Rimar no es tan difícil, una vez que te pones a ello.”

“Oh, ¿de verdad?”

“En efecto.”

“¿Cuánto tiempo te ha llevado componer este…, er, poema?” miró hacia la hoja de papel y frunció el ceño. “Aunque parece injusto para Shakespeare y Marlowe llamarlo así.”

“Shakespeare y Marlowe no tienen nada que temer de mí…”

“Sí,” murmuró Charlotte, “eso está claro.”

“…porque no tengo planeado escribir más poesía,” finalizó Ned.

“Y por ello, todos te damos las gracias. Pero no has contestado a mi pregunta.”

Ned la miró interrogante. “¿Me has hecho una pregunta?”

“¿Cuánto tardaste en escribir esto?”

“Oh, casi nada,” dijo evasivamente. “Apenas cuatro horas.”

“¡Cuatro horas!,” repitió ella, ahogándose de risa.

Los ojos de Ned centellearon. “Quería que fuera buena, por supuesto.”

“Por supuesto.”

“Hay que poner un poco de empeño para hacer algo, si uno no es muy bueno en ello.”

“Por supuesto,” dijo Charlotte de nuevo. Era todo lo que podía contestar, puesto que Ned la había abrazado y se dedicaba a besarle y mordisquearle el cuello.

“¿Crees que podríamos dejar de hablar de poesía?” murmuró Ned.

“Por supuesto.”

La hizo tumbarse en el sofá. “¿Y tal vez podría seducirte a cambio?”

Charlotte sonrió. “Por supuesto.”

Ned se recostó junto a ella. Su rostro a la vez serio y tierno. “¿Y me dejaras que te ame para siempre?”

Charlotte lo besó. “Por supuesto.”

Julia Quinn

***