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Belle cerró los ojos un momento y cuando los volvió a abrir estaban tristes y cuajados de lágrimas. “Vas a arruinar tu vida.”

“No,” dijo Ned, bruscamente, incapaz de soportar la conversación ni un minuto más. “Lo que voy a hacer es abandonar la habitación.”

Pero cuando llegó al vestíbulo no sabía adonde iba.

Era una sensación que últimamente tenía bastante a menudo.

“¿Qué te ha hecho tardar tanto?”

Charlotte se sorprendió en cuanto entró en su habitación. Lydia ya estaba allí, paseando como un gato enjaulado.

“Bueno,” dijo Charlotte, “me torcí el tobillo esta mañana, temprano y no puedo caminar muy rápido. Y…” Se detuvo. Mejor no mencionar a Lydia que se había detenido a hablar con el vizconde y su hermana. Porque accidentalmente había mencionado que iba a reunirse con Lydia, y ésta le había pedido explícitamente que no se lo dijera a nadie.

No es que Charlotte entendiera porque era peligroso que alguien lo supiera. Pero tampoco Lydia parecía estar de muy buen humor. Charlotte no vio ninguna razón para molestarla aun más.

“¿Cómo está de perjudicado?” exigió Lydia.

“¿Cómo está de perjudicado quien?”

“Tu tobillo.”

Charlotte se miró los pies, como si hubiera olvidado que estaban allí aún. “No demasiado mal, creo. Supongo que por ahora no podré ganar ninguna carrera, pero no creo que vaya a necesitar bastón.”

“Bien,” Lydia comenzó a caminar de nuevo, sus ojos grises, muy parecidos a los de Charlotte, brillaban con excitación. “Porque necesito tu ayuda, y no puedo tenerte herida.”

“¿De qué estás hablando?”

La voz de Lydia bajo hasta convertirse en un susurro. “Voy a fugarme.”

“¿Con el vizconde?”

“No, con el vizconde no, estás boba. Con Rupert.”

“¡Rupert!” exclamó Charlotte casi gritando.

“¿Puedes bajar la voz?” siseó Lydia.

“Lydia, ¿estás loca?”

“Loca de amor.”

“¿Con Rupert?” volvió a preguntar Charlotte, incapaz de evitar la nota de incredulidad de su voz.

Lydia le lanzó una afrentada mirada. “El es, ciertamente, más merecedor que el vizconde.”

Charlotte recordó a Rupert Marchbanks. De cabello dorado, auto denominado erudito, y había vivido durante años cerca de su familia. No había nada malo en Rupert Marchbanks, si una prefería un hombre de tipo melancólico.

Del tipo melancólico que hablaba sin parar, si eso existía. Charlotte hizo una mueca. Tal tipo existía, ciertamente, y su nombre era Rupert Marchbanks. La última vez que habían coincidido Charlotte había fingido dolor de cabeza para escapar de su interminable cháchara acerca de su nuevo volumen de poesía.

Ella había intentando leer sus poemas. Le parecía lo más cortés después de todo, dado que eran vecinos. Pero tras un rato de lectura, simplemente tuvo que abandonar. “Amor” siempre rimaba con “rubor” (como si las enamoradas estuvieran perpetuamente sonrojadas), y “mío” rimaba tan a menudo con “rocío” que a Charlotte le daban ganas de coger a Rupert por las orejas y gritarle: “frío, brío,…!!! Dios bendito, incluso “pío” hubiera sido preferible. Sin duda la poesía de Rupert seguramente mejoraría con un pájaro o dos.

Pero Lydia lo había considerado siempre como un gran partido, y, de hecho, Charlotte, la había oído describirlo como “la Brillantez personificada” en más de una ocasión.

En retrospectiva, Charlotte podría haber notado lo que estaba ocurriendo, pero, en verdad, ella encontraba a Rupert un tanto ridículo, así que le resultaba difícil imaginar que cualquier mujer que lo conociera pudiera enamorarse de él.

“Lydia,” dijo, intentando mantener un tono de voz razonable, “¿cómo es posible que prefieras a Rupert antes que al vizconde?”

“¿Qué sabes tú?” replicó Lydia. “Tú no conoces al vizconde. Y ciertamente,” agregó con un arrogante resoplido, “ no conoces a Rupert.”

“Sé que escribe unos poemas terribles,” murmuró Charlotte.

“¿Qué has dicho?” demando Lydia.

“Nada,” dijo Charlotte rápidamente, impaciente por evitar esa conversación. “Sólo que finalmente tuve hoy la ocasión de charlar con el vizconde y me pareció un hombre muy sensato.”

“El es horrible,”, dijo Lydia, arrojándose sobre la cama de Charlotte.

Charlotte puso los ojos en blanco. “Por favor, Lydia, sin histerismos. El no es tan terrible.”

“El nunca ha recitado poesía para mí, ni una vez.”

Lo que a Charlotte le parecía un punto a su favor, y no en su contra. “¿Y ése es todo el problema?”

“Charlotte, nunca podrás entenderlo. Eres demasiado joven.”

“¡Sólo soy once meses menor que tú!”

“En años quizás,” dijo Lydia con un dramático suspiro. “Pero en experiencia, décadas.”

“¡En meses!” casi gritó Charlotte.

Lydia posó una mano sobre su corazón. “Charlotte, no deseo reñir contigo.”

“Entonces deja de hablar como una demente. ¡Estás prometida y vas a casarte! En tres días. ¡Tres días!” Charlotte elevó las manos en un gesto de desesperación. “No puedes fugarte con Rupert Marchbanks.”

Lydia se sentó tan rápidamente que Charlotte se sintió mareada.

“Puedo,” dijo, “y lo haré. Con tu ayuda o sin ella.”

“Lydia…”

“Si tú no me ayudas se lo pediré a Caroline,” le advirtió Lydia.

“Oh, no harás eso,” gimió Charlotte. “Por el amor del cielo, Lydia, Caroline sólo tiene quince años. No es justo meterla en algo como esto.”

“Si tú no quieres hacerlo, no tengo otra opción.”

“Lydia, ¿por qué aceptaste al vizconde si te disgusta tanto?”

Lydia abrió la boca para replicar, pero no dijo nada. Y una poco característica expresión pensativa cruzó su rostro. Por una vez había dejado de dramatizar con motivo de su matrimonio. Por una vez, no seguía con lo del amor y el romance y la poesía y las tiernas emociones. Y cuando Charlotte la miró, todo lo que vio, fue a su querida hermana, con la que había compartido la niñez, toda su vida.

“No lo sé,” dijo Lydia finalmente, la suavidad de su voz teñida de pesar. “Supongo que pensé que era lo que estaba esperando. Nadie pensó que yo recibiría una proposición de matrimonio de un aristócrata. Mamá y papá estaban muy emocionados por ello. El es bastante aceptable, ya sabes.”

“Lo supongo,” dijo Charlotte, puesto que ella no tenía experiencia de primera mano en el mercado matrimonial. Al contrario que Lydia, ella nunca tuvo una temporada en Londres. Simplemente no había dinero. Pero no le había importado. Ella había pasado hasta ahora toda su vida en el suroeste de Derbyshire, y esperaba pasar el resto también allí. Los Thornton estaban siempre bordeando la bancarrota, pero se las arreglaban para arañar de un sitio y tapar los huecos de otro. La señora Thornton decía siempre que era muy caro mantener las apariencias. Charlotte pensaba que era un milagro que nunca hubieran tenido que vender la parcela de tierras que habían servido como dote de Lydia.

Pero a Charlotte no le importaba no haber tenido su temporada en Londres. La única forma en que habrían podido costeársela, era vendiendo hasta el último caballo de los establos, lo cual su padre no estaba dispuesto a hacer (y la verdad era que Charlotte tampoco; estaba demasiado encariñada con su yegua para cambiarla por un par de elegantes vestidos). Además, a los veintiún años no era considerada como demasiado vieja para casarse, al menos no en esta parte de Inglaterra y ciertamente ella no se sentía como una solterona. Una vez que Lydia se casara y se marchara de casa, Charlotte estaba segura de que sus padres dirigirían su atención a ella.

Aunque no estaba muy segura de que eso fuera algo bueno.

“Y además, es muy bien parecido,” le concedió Lydia.