Historia de Mayta
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I
Correr en las mañanas por el Malecón de Barranco, cuando la humedad de la noche todavía impregna el aire y tiene a las veredas resbaladizas y brillosas, es una buena manera de comenzar el día. El cielo está gris, aun en el verano, pues el sol jamás aparece sobre el barrio antes de las diez, y la neblina imprecisa la frontera de las cosas, el perfil de las gaviotas, el alcatraz que cruza volando la quebradiza línea del acantilado. El mar se ve plomizo, verde oscuro, humeante, encabritado, con manchas de espuma y olas que avanzan guardando la misma distancia hacia la playa. A veces, una barquita de pescadores zangolotea entre los tumbos; a veces, un golpe de viento aparta las nubes y asoman a lo lejos La Punta y las islas terrosas de San Lorenzo y el Frontón. Es un paisaje bello, a condición de centrar la mirada en los elementos y en los pájaros. Porque lo que ha hecho el hombre, en cambio, es feo.
Son feas estas casas, imitaciones de imitaciones, a las que el miedo asfixia de rejas, muros, sirenas y reflectores. Las antenas de la televisión forman un bosque espectral. Son feas estas basuras que se acumulan detrás del bordillo del Malecón y se desparraman por el acantilado. ¿Qué ha hecho que en este lugar de la ciudad, el de mejor vista, surjan muladares? La desidia. ¿Por qué no prohíben los dueños que sus sirvientes arrojen las inmundicias prácticamente bajo sus narices? Porque saben que entonces las arrojarían los sirvientes de los vecinos, o los jardineros del Parque de Barranco, y hasta los hombres del camión de la basura, a quienes veo, mientras corro, vaciando en las laderas del acantilado los cubos de desperdicios que deberían llevarse al relleno municipal. Por eso se han resignado a los gallinazos, las cucarachas, los ratones y la hediondez de estos basurales que he visto nacer, crecer, mientras corría en las mañanas, visión puntual de perros vagos escarbando los muladares entre nubes de moscas. También me he acostumbrado, estos últimos años, a ver, junto a los canes vagabundos, a niños vagabundos, viejos vagabundos, mujeres vagabundas, todos revolviendo afanosamente los desperdicios en busca de algo que comer, que vender o que ponerse. El espectáculo de la miseria, antaño exclusivo de las barriadas, luego también del centro, es ahora el de toda la ciudad, incluidos estos distritos —Miraflores, Barranco, San Isidro— residenciales y privilegiados. Si uno vive en Lima tiene que habituarse a la miseria y a la mugre o volverse loco o suicidarse.
Pero estoy seguro que Mayta nunca se habituó. En el Colegio Salesiano, a la salida, antes de subir al ómnibus que nos llevaba a Magdalena, donde vivíamos los dos, corría a darle a Don Medardo, un ciego harapiento que se apostaba con su violín desafinado a la puerta de la Iglesia de María Auxiliadora, el pan con queso de la merienda que nos repartían los Padres en el último recreo. Y los lunes le regalaba un real, que debía ahorrar de su propina del domingo. Cuando nos preparábamos para la primera comunión, en una de las pláticas, hizo dar un respingo al Padre Luis preguntándole a boca de jarro: «¿Por qué hay pobres y ricos, Padre? ¿No somos todos hijos de Dios?». Andaba siempre hablando de los pobres, de los ciegos, de los tullidos, de los huérfanos, de los locos callejeros, y la última vez que lo vi, muchos años después de haber sido condiscípulos salesianos, volvió a su viejo tema, mientras tomábamos un café en la Plaza San Martín: «¿Has visto la cantidad de mendigos, en Lima? Miles de miles». Aun antes de su famosa huelga de hambre, en la clase muchos creíamos que sería cura. En ese tiempo, preocuparse por los miserables nos parecía cosa de aspirantes a la tonsura, no de revolucionarios. Entonces sabíamos mucho de religión, poco de política y absolutamente nada de revolución. Mayta era un gordito crespo, de pies planos, con los dientes separados y una manera de caminar marcando las dos menos diez. Iba siempre de pantalón corto, con una chompa de motas verdes y una chalina friolenta que conservaba en las clases. Lo fastidiábamos mucho por preocuparse de los pobres, por ayudar a decir misa, por rezar y santiguarse con tanta devoción, por lo malo que era jugando fútbol, y, sobre todo, por llamarse Mayta. «Cómanse sus mocos», decía él.
Por modesta que fuera su familia, no era el más pobre del colegio. Los alumnos del Salesiano nos confundíamos con los de los colegios fiscales, porque el nuestro no era un colegio de blanquitos como el Santa María o La Inmaculada, sino de chicos de estratos pobres de la clase media, hijos de empleados, funcionarios, militares, profesionales sin mucho éxito, artesanos y hasta obreros calificados. Había entre nosotros más cholos que blancos, mulatos, zambitos, chinos, niseis, sacalaguas y montones de indios. Pero aunque muchos salesianos tenían la piel cobriza, los pómulos salientes, la nariz chata y el pelo trinche, el único de nombre indio que yo recuerde era Mayta. Por lo demás, no había en él más sangre india que en cualquiera de nosotros y su piel paliducha verdosa, sus cabellos ensortijados y sus facciones eran los del peruano más común: el mestizo. Vivía a la vuelta de la parroquia de La Magdalena, en una casita angosta, despintada y sin jardín, que yo conocí muy bien, porque durante un mes fui allí todas las tardes a que leyéramos juntos, en voz alta, El conde de Montecristo, novela que me habían regalado en mi cumpleaños y que a los dos nos encantó. Su madre trabajaba de enfermera en la Maternidad y ponía inyecciones a domicilio. La veíamos desde la ventanilla del ómnibus, cuando abría la puerta a Mayta. Era una señora robusta, de cabellos grises, que daba a su hijo un beso expeditivo, como si le faltara tiempo. A su papá nunca lo vimos y yo estaba seguro que no existía, pero Mayta juraba que andaba siempre de viaje, por su trabajo, pues era ingeniero (la profesión reverenciada de aquellos tiempos).
He terminado de correr. Veinte minutos de ida y vuelta entre el Parque Salazar y mi casa es decoroso. Además, mientras corría, he conseguido olvidar que estaba corriendo y he resucitado las clases en el Salesiano y la cara seriota de Mayta, sus andares bamboleantes y su voz de pito. Está ahí, lo veo, lo oigo y lo seguiré viendo y oyendo mientras se normaliza mi respiración, hojeo el periódico, desayuno, me ducho y comienzo a trabajar.
Cuando su madre murió —estábamos en tercero de media—, Mayta se fue a vivir con una tía que era también su madrina. Hablaba de ella con cariño y nos contaba que le hacía regalos en la Navidad y en su santo y que lo llevaba a veces al cine. Debía ser muy buena, en efecto, pues la relación entre él y Doña Josefa se mantuvo después de que Mayta se independizó. A pesar de los percances de su vida, la siguió visitando regularmente a lo largo de los años y fue en casa de ella, precisamente, que tuvo lugar aquel encuentro con Vallejos.
¿Cómo es ahora, un cuarto de siglo después de aquella fiesta, Doña Josefa Arrisueño? Me lo pregunto desde que hablé con ella por teléfono y, venciendo su desconfianza, la persuadí que me recibiera. Me lo pregunto al bajar del colectivo que me deja en la esquina del Paseo de la República y la Avenida Angamos, a las puertas de Surquillo. Éste es un barrio que conozco bien. Venía de chico, con mis amigos, en noches de fiesta, a tomar cerveza en El Triunfo, a traer zapatos a renovar y ternos a darles la vuelta, y a ver películas de cowboys en sus cines incómodos y malolientes: el Primavera, el Leoncio Prado, el Maximil. Es uno de los pocos barrios de Lima que casi no ha cambiado. Todavía está lleno de sastres, zapateros, callejones, imprentas con cajistas que componen los tipos a mano, garajes municipales, bodeguitas cavernosas, barcitos de tres por medio, depósitos, tiendas de medio pelo, pandillas de vagos en las esquinas y chiquillos que patean una pelota en plena pista, entre autos, camiones y triciclos de heladeros. La muchedumbre en las veredas, las casitas descoloridas de uno o dos pisos, los charcos grasientos, los perros famélicos parecen los de entonces. Pero, ahora, estas calles antaño sólo hamponescas y prostibularias son también marihuaneras y coqueras. Aquí tiene lugar un tráfico de drogas aún más activo que en La Victoria, el Rímac, el Porvenir o las barriadas. En las noches, estas esquinas leprosas, estos conventillos sórdidos, estas cantinas patéticas, se vuelven «huecos», lugares donde se vende y se compra «pacos» de marihuana y de cocaína y continuamente se descubren, en estos tugurios, rústicos laboratorios para procesar la pasta básica. Cuando la fiesta que cambió la vida de Mayta, estas cosas no existían. Muy poca gente sabía entonces en Lima fumar marihuana, y la cocaína era cosa de bohemios y de boites de lujo, algo que usaban sólo algunos noctámbulos para quitarse la borrachera y continuar la farra. La droga estaba lejos de convertirse en el negocio más próspero de este país y de extenderse por toda la ciudad. Nada de eso se ve, mientras camino por el Jirón Dante hacia su encuentro con el Jirón González Prada, como debió hacerlo Mayta aquella noche, para llegar a casa de su tía–madrina, si es que vino en ómnibus, colectivo o tranvía, pues en 1958 todavía traqueteaban los tranvías por donde ruedan ahora, veloces, los autos del Zanjón. Estaba cansado, aturdido, con un leve zumbido en las sienes y unas ganas enormes de meter los pies en el lavador de agua fría. No había mejor remedio contra la fatiga del cuerpo o del ánimo: esa sensación fresca y líquida en las plantas, el empeine y los dedos de los pies sacudía el cansancio, el desánimo, el malhumor, levantaba la moral. Había caminado desde el amanecer, tratando de vender Voz Obrera en la Plaza Unión a los trabajadores que bajaban de los ómnibus y tranvías y entraban a las fábricas de la Avenida Argentina, y, luego, hecho dos viajes desde el cuarto del Jirón Zepita hasta la Plaza Buenos Aires, en Cocharcas, llevando primero unos esténciles y luego un artículo de Daniel Guérin, traducido de una revista francesa, sobre el colonialismo francés en Indochina. Había estado horas de pie en la minúscula imprenta de Cocharcas, que, pese a todo, seguía editando el periódico (con pie de imprenta falso y cobrando por adelantado), ayudando al tipógrafo a componer los textos y corrigiendo pruebas, y, luego, tomando un solo ómnibus en vez de los dos que hacía falta, ido al Rímac, donde, en un cuartito de la Avenida Francisco Pizarro, dirigía todos los miércoles un círculo de estudios con un grupo de estudiantes de San Marcos y de Ingeniería. Y después, sin darse un respiro, con el estómago que protestaba porque en todo el día sólo le había echado un plato de arroz con menestras en el restaurante universitario del Jirón Moquegua (al que aún tenía acceso por un carnet del año de la mona, que cada cierto tiempo falsificaba, actualizándolo), había asistido a la reunión del Comité Central del POR(T), en el garaje del Jirón Zorritos, que había durado dos horas largas, humosas y polémicas. ¿Quién podía tener ganas de una fiesta después de ese trajín? Aparte de que siempre había detestado las fiestas. Las rodillas le temblaban y sus pies parecían pisar ascuas. Pero ¿cómo no ir? Salvo por ausencia o cárcel, nunca había faltado. Y en el futuro, cansado o no, con los pies deshechos o no, tampoco faltaría, aunque fuera sólo para una visita veloz, el tiempo de decirle a la tía que la quería. La casa estaba llena de ruido. La puerta se abrió en el acto: hola, ahijado.