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—Pudiera que le hayan encargado infiltrarnos. Al menos, le llevamos la ventaja de saber quién es. Podemos tomar las precauciones que haga falta. Si nos dan la oportunidad de infiltrarlos a ellos, no sería de revolucionarios dejarla escapar, camaradas.

Y así renació, de pronto, un tema que había provocado innumerables discusiones en el POR(T). ¿Había potencialidades revolucionarias en las Fuerzas Armadas? ¿Debían fijarse como una de sus metas infiltrar al Ejército, a la Marina, a la Aviación, formar células de soldados, marineros y avioneros? ¿Adoctrinar a la tropa sobre su comunidad de intereses con el proletariado y el campesinado? ¿O extender el esquema de la lucha de clases al mundo militar era falaz porque, por encima de sus diferencias sociales, el vínculo institucional, el espíritu de cuerpo, unía a soldados y oficiales en una complicidad irrompible? Mayta lamentó haber informado sobre el Alférez. Esto iba a durar horas. Soñó con meter sus pies hinchados en el lavador lleno de agua. Lo había hecho esta madrugada, al volver de la fiesta de Surquillo, contento de haber ido a abrazar a su tía–madrina. Se había quedado dormido con los pies mojados, soñando que él y Vallejos disputaban una carrera, en una playa que podía ser Agua Dulce, sin bañistas, al amanecer. Él se iba quedando atrás, atrás, y el muchacho se volvía a alentarlo, riéndose: «Dale, dale, ¿o te estás volviendo viejo y ya no soplas, Mayta?».

—Duraban horas de horas, quedábamos afónicos —dice Moisés, atacando el arroz—. Por ejemplo ¿Mayta debía seguir viendo a Vallejos o cortar por lo sano? Eso no se decidía así nomás, sino mediante un análisis de las circunstancias, causas y efectos. Teníamos que agotar varias premisas. La Revolución de Octubre, la relación de fuerzas socialistas, capitalistas y burocrático–imperialistas en el mundo, el desarrollo de la lucha de clases en los cinco continentes, la pauperización de los países neocolonizados, la concentración monopolística…

Comenzó risueño y la expresión se le ha ido avinagrando. Regresa al plato el tenedor que se llevaba a la boca. Hace un instante comía con apetito, alabando al cocinero del Costa Verde —«¿por cuánto tiempo más se podrá comer todavía así con las cosas que pasan?»— y, de pronto, se ha vuelto inapetente. ¿Lo han deprimido esos recuerdos que, por hacerme un favor, resucita?

—Mayta y Vallejos me hicieron un gran servicio —murmura, por tercera vez en la mañana— Si no hubiera sido por ellos, seguiría en algún grupúsculo, tratando de vender cincuenta números quincenales de un periodiquito, a sabiendas de que los obreros no lo iban a leer, o que, si lo leían, no lo iban a entender.

Se limpia la boca y con una seña indica al mozo que se lleve su plato.

—Cuando lo de Vallejos, yo ya no creía en lo que hacíamos —añade, con aire fúnebre—. Me daba perfecta cuenta que no conducía a nada, salvo a que volviéramos a la cárcel de cuando en cuando, al exilio de cuando en cuando, y a la frustración política y personal. Y, sin embargo… La inercia, algo que se puede llamar eso o no sé qué. Un miedo pánico a sentirte desleal, traidor. Con los camaradas, con el Partido, contigo mismo. Un terror a borrar de golpe lo que, mal que mal, han sido años de lucha y sacrificio. A los curas que cuelgan la sotana debe pasarles eso.

Me mira como si sólo en ese instante advirtiera que sigo con él.

—¿Alguna vez Mayta se sintió desanimado? —le pregunto.

—No lo sé, tal vez no, él era granítico. —Queda un momento pensativo y encoge los hombros—. O tal vez sí, pero en secreto. Supongo que todos teníamos arrebatos de lucidez en los que veíamos que estábamos al fondo del pozo y sin escalera para trepar.

Pero no lo confesábamos ni muertos. Sí, Mayta y Vallejos me hicieron un gran favor.

—Lo repites tanto que parece que no lo creyeras. O que no te hubiera servido de gran cosa.

—No me ha servido de gran cosa —afirma, con gesto desganado.

Y como me río y me burlo de él diciéndole que es uno de los pocos intelectuales peruanos que ha conseguido independencia y, además, del que puede decirse que hace cosas y ayuda a hacer cosas a sus colegas, me desarma con un ademán irónico. ¿Me refiero a Acción para el Desarrollo? Sí, le servía al Perú, sin duda era un aporte mayor que el que había hecho a este país en veinte años de militancia. Sí, servía también a quienes el Centro les publicaba libros, les conseguía becas y los libraba del burdel de la Universidad. Pero a él, en cambio, lo frustraba. De otra manera que el POR(T), por supuesto. Él hubiera querido —me mira como preguntándose si merezco la confidencia— ser uno de ellos. Investigar, escribir, publicar. Un viejo proyecto muy ambicioso que, ahora lo sabía, nunca llevaría a cabo. Una Historia Económica del Perú. General y pormenorizada, desde las culturas preincaicas hasta nuestros días. ¡Descartado, igual que todos los otros proyectos académicos! Mantener el Centro vivo significaba ser administrador, diplomático, publicista y, sobre todo, burócrata, veinticuatro horas del día. No, veintiocho, treinta. Pues, para él, los días tenían treinta horas.

—¿No es gracioso que un ex–trotskista que se pasó la juventud despotricando contra la burocracia termine de burócrata? —dice, intentando recobrar su buen humor.

—El asunto no da para más —protestó el Camarada Joaquín—. No da para más ¿no se dan cuenta?

En efecto, pensó Mayta, no lo daba, y, además, ¿cuál era el asunto en cuestión? Pues hacía rato que, por culpa del Camarada Medardo, quien había traído al debate la participación de los soviets de soldados en la Revolución rusa, discutían sobre la rebelión de los marineros de Kronstad y su aplastamiento. Según Medardo, esa rebelión antisocialista, en febrero de 1921, era una buena prueba de la dudosa conciencia de clase de la tropa y de los riesgos de confiar en las potencialidades revolucionarias de los soldados. Picado de la lengua, el Camarada Jacinto replicó que en vez de hablar de su actuación en 1921, Medardo debía recordar lo que habían hecho los marineros de Kronstad en 1905. ¿No fueron los primeros en alzarse contra el Zar? ¿Y en 1917 no se adelantaron a la mayoría de las fábricas en formar un soviet? La discusión se desvió luego hacia la actitud de Trotski respecto a Kronstad. Medardo y Anatolio recordaron que en su Historia de la Revolución aprobó, como mal menor, la represión del alzamiento, porque era objetivamente contrarrevolucionario y servía a los rusos blancos y a las potencias imperialistas. Pero Mayta estaba seguro que Trotski había rectificado luego esa tesis y aclarado que él no intervino en la represión de los marineros, la que había sido obra exclusiva del Comité de Petrogrado presidido por Zinoviev. Incluso, escribió que en el exterminio de los marineros rebeldes, durante el gobierno de Lenin, asomaron ya los primeros antecedentes de los crímenes antiproletarios de la burocratización estalinista. Al final, la discusión, por un vuelco imprevisto, se atrancó en si las obras de Trotski estaban bien traducidas al español.

—No tiene sentido que votemos sobre esto —opinó Mayta—. Lleguemos a un consenso, se puede conciliar los planteamientos. Aunque me parece poco probable, reconozco que Vallejos podría estar encargado de infiltrarnos o de alguna provocación. De otro lado, como ha dicho el Camarada Jacinto, no debemos desperdiciar la oportunidad de ganarnos a un militar joven. Ésta es mi propuesta. Haré contacto con él, lo tantearé, veré si hay manera de atraerlo. Sin darle, por supuesto, ninguna información sobre el Partido. Si huelo algo sospechoso, punto final. Y, si no, ya se verá qué hacemos, sobre la marcha.

O porque estaban cansados o porque había sido más persuasivo, aceptaron. Al ver que las cuatro cabezas asentían, conformes, se alegró: podría comprar cigarrillos, fumar.