—En todo caso, si las tenía, disimulaba muy bien sus crisis —dice Moisés—. Es algo que siempre le envidié: la seguridad en lo que hacía. No sólo en el POR(T). También antes, cuando era moscovita o aprista.
—Cómo explicas todos esos cambios, entonces. ¿Por convencimiento ideológico? ¿Por razones psicológicas?
—Morales, más bien —me rectifica Moisés—. Aunque, hablar de moral en el caso de Mayta te parecerá incongruente ¿no?
En sus ojos brilla una luz maliciosa. ¿Espera una pequeña insinuación para enrumbar por el lado de la chismografía?
—No me parece incongruente en absoluto —le aseguro—. Siempre sospeché que todos esos cambios políticos de Mayta tenían una razón más emotiva o ética que ideológica.
—La búsqueda de la perfección, de lo impoluto —sonríe Moisés—. Había sido muy católico de chico. Hasta hizo una huelga de hambre para aprender cómo vivían los pobres. ¿Sabías eso? Le venía de ahí, tal vez. Cuando se persigue la pureza, en política, se llega a la irrealidad.
Me observa un momento, callado, mientras el mozo nos sirve los cafés. Mucha gente ha partido del Costa Verde, entre ellos el hombre importante con sus guardaespaldas armados de metralletas, y, además de oír de nuevo la voz del mar, divisamos, hacia la izquierda, entre los rompeolas de Barranquito, a unos tablistas que esperan los tumbos, sentados en sus tablas como jinetes. «Un atentado desde el mar sería lo más fácil, dice alguien. La playa no está cuidada. Hay que advertirle al administrador.»
—¿Qué es lo que te interesa tanto de Mayta? —me pregunta Moisés, mientras, con la punta de la lengua, toma la temperatura del café—. Entre todos los revolucionarios de esos años, es el más borroso.
—No sé, hay algo en su caso que me atrae más que el de otros. Cierto simbolismo de lo que vino después, un anuncio de algo que nadie pudo sospechar entonces que vendría.
No sé cómo seguir. Si pudiera, se lo aclararía, pero, a estas alturas, solamente sé que la historia de Mayta es la que quiero conocer e inventar, con la mayor vitalidad posible. Podría darle razones morales, sociales, ideológicas, demostrarle que es la más importante y urgente de las historias. Todo sería mentira. La verdad, no sé por qué la historia de Mayta me intriga y me perturba.
—Tal vez yo sé por qué —dice Moisés—. Porque fue la primera, antes del triunfo de la Revolución Cubana. Antes de ese hecho que partió en dos a la izquierda.
Tal vez tiene razón, tal vez sea por el carácter precursor de aquella aventura. Es verdad, ella inauguró una época en el Perú, algo que ni Mayta ni Vallejos pudieron adivinar en ese momento. Pero también es posible que todo ese contexto histórico no tenga otra importancia que la de un decorado y que el elemento oscuramente sugestivo en ella, para mí, sean los ingredientes de truculencia, marginalidad, rebeldía, delirio, exceso, que confluyen en aquel episodio que protagonizó mi condiscípulo salesiano.
—¿Un militar progresista? ¿Estás seguro que hay eso? —se burló el Camarada Medardo—. Los apristas se han pasado la vida buscándolo, para que les haga la revolución y les abra las puertas de Palacio. Se han vuelto viejos sin encontrarlo. ¿Quieres que nos pase lo mismo?
—No nos va a pasar —sonrió Mayta—. Porque nosotros no vamos a dar un cuartelazo sino a hacer la revolución. No te preocupes, camarada.
—Yo sí me preocupo —dijo el Camarada Jacinto—. Pero de algo más terrestre. ¿Habrá pagado el alquiler el Camarada Carlos? No vaya a caernos otra vez la viejecita.
Había terminado la sesión y, como nunca salían todos a la vez, habían partido primero Anatolio y Joaquín. Ellos esperaban unos minutos para abandonar el garaje. Mayta sonrió, recordando. La viejecita se había presentado inopinadamente en medio de una fogosa discusión sobre la Reforma Agraria hecha en Solivia por el Movimiento Nacionalista Revolucionario de Paz Estenssoro. Los dejó estupefactos, como si la persona que abrió la puerta hubiera sido un soplón y no la frágil figurita de cabellos blancos y espalda curva, apoyada en un bastón de metal.
—Señora Blomberg, buenas noches —reaccionó el Camarada Carlos—. Qué sorpresa.
—¿Por qué no tocó la puerta? —protestó el Camarada Jacinto.
—No tengo por qué tocar la puerta del garaje de mi propia casa —replicó la señora Blomberg, ofendida—. Quedamos en que me pagarían el primero. ¿Qué pasó?
—Un pequeño atraso debido a la huelga de Bancos —el Camarada Carlos, adelantándose, trataba de tapar con su cuerpo el cartel de los barbados y los altos de Voz Obrera—. Aquí tengo su chequecito, precisamente.
La señora Blomberg se aplacó al ver que el Camarada Carlos sacaba un sobre de su bolsillo. Examinó el cheque con prolijidad, asintió, y se despidió rezongando que en el futuro no se atrasaran ya que, a sus años, no estaba para cobrar arriendos de casa en casa. Los sobrecogió un ataque de risa y, olvidados de la discusión, fantasearon: ¿habría visto la señora Blomberg las caras de Marx, Lenin y Trotski? ¿Estaría yendo a la policía? ¿Sería allanado el local esa noche? Se le había dicho que el garaje lo alquilaban para sede de un club de ajedrez y lo único que no había podido ver, en su intempestiva visita, era un tablero o un alfil. Pero la policía no vino, de modo que la señora Blomberg no llegó a advertir nada sospechoso.
—A no ser que este Alférez que quiere hacer la revolución sea una continuación de esa visita —dijo Medardo—. En lugar de allanarnos, infiltrarnos.
—¿Después de tantos meses? —insinuó Mayta, temeroso de reabrir una discusión que lo alejaría del cigarrillo—. En fin, ya lo sabremos. Han pasado diez minutos. ¿Nos vamos?
—Habrá que chequear por qué no vinieron Pallardi y Carlos —dijo Jacinto.
—Carlos era el único de los siete que llevaba una vida normal —dice Moisés—. Contratista de obras, dueño de una ladrillera. Él financiaba el alquiler del local, la imprenta, los volantes. Todos cotizábamos, pero nuestro aporte eran miserias. Su esposa nos odiaba a muerte.
—¿Y Mayta? En la France Presse debía ganar muy poco.
—Fuera de eso, la mitad de su sueldo o más se la gastaba en el Partido —asiente Moisés—. Su mujer también nos detestaba, por supuesto.
—¿La mujer de Mayta?
—Estuvo casado con todas las de la ley —se ríe Moisés—. Por poco tiempo. Con una tal Adelaida, una empleada de Banco muy guapita. Algo que nunca entendimos. ¿No lo sabías?
No lo sabía. Salieron juntos, echaron llave a la puerta del garaje y en la bodega de la esquina se detuvieron para que Mayta comprara una cajetilla de Inca. Ofreció cigarrillos a Jacinto y Medardo y encendió el suyo con tanta prisa que se chamuscó los dedos. Camino de la Avenida Alfonso Ugarte, dio varias pitadas, entrecerrando los ojos, disfrutando el placer de inhalar y expulsar esas nubecillas de humo que se desvanecían en la noche.
—Ya sé por qué tengo la cara del Alférez metida aquí —pensó en voz alta.
—Ese milico nos ha hecho perder mucho tiempo —se quejó Medardo—. ¡Tres horas por un Subteniente!
Mayta siguió, como si no hubiera oído:
—Es que, por ignorancia, por inexperiencia o lo que sea, hablaba de la revolución como nosotros ya no hablamos nunca.
—No me palabree en difícil que yo soy obrero, no intelectual, camarada —se burló Jacinto.
Era una broma que hacía con tal frecuencia que Mayta había llegado a preguntarse si, en el fondo, el Camarada Jacinto no envidiaba aquella condición que decía despreciar tanto. En eso, los tres tuvieron que aplastarse contra la pared para no ser arrollados por un ómnibus que venía con un racimo de gente rebalsando sobre la vereda.
—Con humor, con alegría —añadió Mayta—. Como de algo saludable y hermoso. Nosotros hemos perdido el entusiasmo.
—¿Quieres decir que nos hemos vuelto viejos? —bromeó Jacinto—. Será tu caso. Yo tengo cintura para rato.
Pero Mayta no tenía ganas de bromear y hablaba con ansiedad, atropellándose: