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A la altura de la Avenida de los Chasquis, la pista pierde el asfalto y se llena de agujeros, pero el auto puede todavía avanzar unos metros, zangoloteando en medio de corralones y terrales, entre postes de luz que han perdido sus focos, pulverizados a hondazos por los mataperros. Como es la segunda vez que vengo, ya no cometo la imprudencia de avanzar más allá de la pulpería frente a la que me atollé la primera vez. Me ocurrió entonces algo farsesco. Cuando advertí que el auto no saldría de la tierra, pedí que lo empujaran a unos muchachos que conversaban en la esquina. Me ayudaron pero, antes, me pusieron una chaveta en el pescuezo, amenazándome con matarme si no les daba todo lo que tenía. Me quitaron el reloj, la cartera, los zapatos, la camisa. Consintieron en dejarme el pantalón. Mientras empujábamos el auto para desatollarlo, conversamos. ¿Había muchos asesinatos en el barrio? Bastantes. ¿Políticos? Sí, también políticos. Ayer nomás apareció, ahí a la vuelta, un cadáver decapitado con un cartelito: «Perro soplón».

Estaciono y camino entre muladares que son, al mismo tiempo, chiqueros. Los chanchos se revuelcan entre altos de basuras y tengo que agitar ambas manos para librarme de las moscas. Sobre y entre las inmundicias se apiñan las viviendas, de latas, de ladrillos, de calamina, algunas de cemento, de adobes, de maderas, recién empezadas o a medio hacer pero nunca terminadas, siempre viejísimas, apoyadas unas en otras, desfondadas o por desfondarse, repletas de gentes que me miran con la misma indolencia que la vez anterior. Hasta hace unos meses, la violencia política no afectaba a las barriadas de la periferia tanto como a los barrios residenciales y al centro. Pero, ahora, la mayoría de los asesinados o secuestrados por los comandos revolucionarios, las fuerzas armadas o los escuadrones contrarrevolucionarios, pertenecen a estos distritos. Hay más viejos que jóvenes, más mujeres que nombres y, por momentos, tengo la impresión de no estar en Lima ni en la costa sino en una aldea de los Andes: ojotas, polleras, ponchos, chalecos con llamitas bordadas, diálogos en quechua. ¿Viven realmente mejor en esta hediondez y en esta mugre que en los caseríos serranos que han abandonado para venir a Lima? Sociólogos, economistas y antropólogos aseguran que, por asombroso que parezca, es así. Las expectativas de mejora y de supervivencia son mayores, al parecer, en estos basurales fétidos que en las mesetas de Ancash, de Puno o Cajamarca donde la sequía, las epidemias, la esterilidad de la tierra y la falta de trabajo diezman a los poblados indios. Debe ser cierto. ¿Qué otra explicación puede tener que alguien elija vivir en este hacinamiento y suciedad?

—Para ellos es el mal menor, lo preferible —dijo Mayta—. Pero si crees que, por miserables, las barriadas constituyen un potencial revolucionario, te equivocas. No son proletarios sino lumpen. No tienen conciencia de clase porque no forman una clase. Ni siquiera intuyen lo que es la lucha de clases.

—En eso se me parecen —sonrió Vallejos—. ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?

—El motor de la historia —le explicó Mayta, muy serio e imbuido de su papel de profesor—. La lucha que resulta de los intereses encontrados de cada clase en la sociedad. Intereses que nacen del rol que cumple cada sector en la producción de la riqueza. Hay los dueños del capital, hay los dueños de la tierra, hay los dueños del conocimiento. Y hay quienes no son dueños de otra cosa que de su fuerza de trabajo: los obreros. Y hay, también, los marginales, esos pobres de las barriadas, los lumpen. ¿Se te está haciendo un enredo?

—Me está dando hambre —bostezó Vallejos—. Estas conversaciones me abren el apetito. Olvidémonos por hoy de la lucha de clases y tomémonos una cerveza heladita. Después, te invito a almorzar a casa de mis viejos. Va a salir mi hermana. Un acontecimiento. A la pobre la tienen peor que en el cuartel. Te la presentaré. Y la próxima vez que nos veamos te traeré la sorpresa que te he dicho.

Estaban en el cuartito de Mayta, éste sentado en el suelo y el Subteniente en la cama. Del exterior venían voces, risas, ruido de autos y en el aire flotaban unos corpúsculos de polvo como animalitos ingrávidos.

—A este paso no aprenderás una jota de marxismo —acabó por rendirse Mayta—. La verdad, no tienes un buen profesor, yo mismo me hago un nudo con lo que te enseño.

—Eres mejor que muchos que tuve en la Escuela Militar —lo alentó Vallejos, riendo—. ¿Sabes qué me pasa? El marxismo me interesa mucho. Pero me cuestan los temas abstractos. Soy más dado a lo práctico, a lo concreto. A propósito ¿te digo mi plan revolucionario antes de tomarnos esa cervecita?

—Sólo escucharé tu bendito plan si pasas el examen —lo imitó Mayta—: ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?

—Que el pez grande se come al chico —lanzó una carcajada Vallejos—. Qué otra cosa podría ser, mi hermano. Para saber que un gamonal dueño de mil hectáreas y sus indios se odian a muerte no hace falta estudiar mucho. ¿Pasé con veinte? Te vas a quedar bizco con mi plan, Mayta. Y más todavía cuando veas la sorpresa. ¿Te vienes a almorzar conmigo? Quiero que conozcas a mi hermana.

—¿Madre? ¿Hermana? ¿Señorita?

—Juanita —decide ella—. Lo mejor es tutearse, pues debemos ser más o menos de la misma edad ¿no? Te presento a María.

Las dos llevan sandalias de cuero y desde el banquito en que estoy sentado veo los dedos de sus pies: los de Juanita quietos y los de María moviéndose con desasosiego. Aquélla es morena, enérgica, de brazos y piernas gruesos y una sombra de vello sobre las comisuras de los labios; ésta, menuda, blanca, de ojos claros y expresión ausente.

—¿Una Pasteurina o un vaso de agua? —me pregunta Juanita—. Mucho mejor si prefieres la gaseosa. El agua es oro aquí. Hay que ir a buscarla hasta la Avenida de los Chasquis, cada vez.

El local me recuerda una casita que ocupaban en el cerro San Cristóbal, hace muchos años, dos francesas, hermanas de la congregación del Padre De Foucauld. Aquí también los muros encalados y desnudos, el suelo cubierto con esteras de paja, las mantas, hacen pensar en una vivienda del desierto.

—Lo único que falta es el sol —dice María—. El Padre Charles de Foucauld. Yo leí su libro, En el corazón de las masas. Muy famoso, en un tiempo.

—Yo también lo leí —dice Juanita—. No me acuerdo gran cosa. Nunca tuve buena memoria, ni de joven.

—Qué lástima. —En todo el recinto no hay un crucifijo, una virgen, una estampa, un misal, nada que aluda a la condición de religiosas de sus moradoras—. Lo de la falta de memoria. Porque yo…

—Ah, bueno, de él sí me acuerdo —me amonesta Juanita con los ojos, alcanzándome la Pasteurina, y su voz cambia de tono—. De mi hermano no me he olvidado, por supuesto.

—¿Y también de Mayta? —le pregunto, sorbiendo a pico de botella un trago tibio y dulzón.

—También de él —asiente Juanita—. Lo vi una sola vez. En casa de mis padres. No me acuerdo mucho porque ésa fue la penúltima entrevista que tuve con mi hermano. La última, dos semanas después, no hizo otra cosa que hablarme de su amigo Mayta. Le tenía cariño, admiración. Esa influencia fue… Bueno, mejor me callo.

—Ah, se trata de eso —María aparta con un cartoncito las moscas de su cara. Ni ella ni Juanita visten hábito, sino unas faldas de lanilla y unas chompas grises, pero en la manera de llevar esas ropas, en sus cabellos sujetos con redecillas, en cómo hablan y se mueven, se advierte que son monjas—. Menos mal que se trata de ellos y no de nosotras. Estábamos inquietas, ahora te lo puedo decir. Porque, para lo que hacemos, la publicidad es malísima.