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—¿Y qué es lo que hacemos? —se burló Mayta, con una risita sarcástica—. Ya tomamos el pueblo, las comisarías, la cárcel, ya nos apoderamos de las armas de Jauja. ¿Qué más? ¿Corremos al monte, como cabras salvajes?

—No como cabras salvajes —repuso el Subteniente, sin enojarse—. Podemos irnos a caballo, burro, muía, en camión o a patita. Pero lo más seguro son los pies, no hay mejor medio de locomoción en el monte. Se nota que no conoces la sierra, mi hermano.

—Es cierto, la conozco muy mal —admitió Mayta—. Es mi gran vergüenza.

—Para que se te quite, vente conmigo mañana a Jauja —le dio un codazo Vallejos—. Tienes pensión y comida gratis. Siquiera el fin de semana, mi hermano. Te mostraré el campo, iremos a las comunidades, verás el Perú verdadero. Oye, no abras la sorpresa. Me prometiste que no. O te la quito.

Estaban sentados en la arena de Agua Dulce, mirando la playa desierta. En torno de ellos revoloteaban las gaviotas y un airecito salado y húmedo les mojaba las caras. ¿Qué podía ser la sorpresa? El paquete estaba hecho con tanto cuidado como si envolviera algo precioso. Y era pesadísimo.

—Claro que me gustaría ir a Jauja —dijo Mayta—. Pero… :—Pero no tienes un cobre para el pasaje —lo atajó Vallejos—. No te preocupes. Yo te pago el colectivo.

—Bueno, ya veremos, volvamos a lo principal —insistió Mayta—. Las cosas serias. ¿Leíste el librito que te di?

—Me gustó, lo entendí todo, menos algunos nombres rusos. ¿Y sabes por qué me gustó, Mayta? Porque es más práctico que teórico. Qué hacer, Qué hacer. Lenin sí sabía lo que había que hacer, compadre. Era un hombre de acción, como yo. ¿O sea que mi plan te pareció una cojudez?

—Menos mal que lo leíste, menos mal que te gustó Lenin, vas progresando —evitó responderle Mayta—. ¿Quieres que te diga una cosa? Tenías razón, tu hermana me impresionó mucho. No me pareció una monja. Me hizo recordar otros tiempos. ¿Sabes que de chiquillo yo fui tan beato como ella?

—Representaba más años de los que tenía —dice Juanita—. ¿Estaba en sus cuarenta, no? Yo le calculé cincuenta. Y como a mi hermano se lo veía más joven de lo que era, parecían padre e hijo. Fue en una de mis raras visitas a la familia. En ese tiempo éramos de clausura, nosotras. No como éstas, unas frescas que vivían medio tiempo en el convento y medio en la calle.

María protesta. Mueve el cartoncito delante de su cara, muy rápido, provocando un enloquecimiento de moscas. No sólo estaban en el aire, zumbando alrededor de nuestras cabezas: constelan las paredes, como clavos. «Ya sé lo que hay en este paquete, pensó Mayta, ya sé cuál es la sorpresa.» Sintió calor en el pecho y pensó: «Está loco». ¿Cuál puede ser la edad de Juanita? Indescifrable: bajita, derecha, sus gestos y movimientos despedían chorros de energía y sus dientes salidos estaban siempre mordiendo su labio inferior. ¿Habría hecho su noviciado en España, vivido allá muchos años? Porque su acento era remotamente español, el de una española cuyas jotas y erres habían perdido aristas, y las zetas y las ees rotundidad, pero sin alcanzar todavía el desmayo limeño. «¿Qué haces aquí, Mayta?, pensó, incómodo. ¿Qué haces aquí tú con una monja?» Estiró disimuladamente la mano por la arena humedecida y palpó la sorpresa. Sí, un arma.

—Yo pensaba que eran ustedes de la misma congregación —les digo.

—Eres muy mal pensado, entonces —replica María. Ella sonríe con frecuencia pero Juanita, en cambio, está seria incluso cuando bromea. Afuera, hay ráfagas de ladridos, como si una jauría se peleara—. Yo estuve con las proletarias, ella con las aristócratas. Ahora las dos hemos terminado de lumpen.

Comenzamos hablando de Mayta y de Vallejos, pero, sin darnos cuenta, hemos pasado a comentar los crímenes en el barrio. Los revolucionarios eran aquí bastante fuertes al principio: hacían colectas a plena luz y hasta mítines. Mataban a alguien, de cuando en cuando, acusándolo de traidor. Luego aparecieron los escuadrones de la libertad, decapitando, mutilando y desfigurando con ácido a reales o supuestos cómplices de la insurrección. La violencia se ha multiplicado. Juanita cree, sin embargo, que los delitos comunes son todavía más numerosos que los políticos y éstos, a menudo, la máscara de aquéllos.

—Hace pocos días un vecino nuestro mató a su mujer porque le hacía escenas de celos —cuenta María—. Y sus cuñados lo vieron tratando de disfrazar el crimen, poniéndole a la víctima el famoso cartelito de «perra soplona».

—Volvamos a lo que me ha traído —les propongo—. A la revolución que comenzó a gestarse en esos años. La de Mayta y tu hermano. Fue la primera de muchas. Inició la historia que ha terminado en esto que ahora vivimos.

—Tal vez la gran revolución de esos años no fue ninguna de ésas, sino la nuestra — me interrumpe Juanita—. Porque ¿han dejado acaso algo positivo todas esas muertes y atentados? Esa violencia sólo ha traído más violencia. Y las cosas no han cambiado ¿no es cierto? Hay más pobreza que nunca, aquí, en el campo, en los pueblos de la sierra, en todas partes.

—¿Hablaron de eso? —le pregunto—. ¿Te habló Mayta de los pobres, de la miseria?

—Hablamos de religión —dice Juanita—. No creas que yo le busqué el tema. Fue él.

—Sí, muy católico, pero ya no lo soy, ya me liberé de esas ilusiones —susurró Mayta, lamentando haberlo dicho, temiendo que la hermana de Vallejos lo tomara mal—. ¿Usted no duda nunca?

—Desde que me levanto hasta que me acuesto —murmuró ella—. ¿Quién le ha dicho que la fe es incompatible con las dudas?

—Quiero decir —se animó Mayta— ¿no es un gran engaño que la misión de los colegios católicos sea formar a las élites? ¿Se puede acaso infundir a los hijos de las clases dirigentes los principios evangélicos de caridad y amor al prójimo? ¿No piensa nunca en eso?

—Pienso en eso y cosas mucho peores —le sonrió la monja—. Mejor dicho, pensamos. Es verdad. Cuando yo entré a la orden, todas creíamos que a esas familias Dios les había dado, con su poder y fortuna, una misión para con sus hermanos desheredados. Que esas niñas, que eran la cabeza, si se las educaba bien, se encargarían de mejorar el tronco, los brazos, las piernas. Pero ahora ya ninguna de nosotras cree que ésa sea la manera de cambiar el mundo.

Y Mayta, sorprendido, la escuchó referir la conspiración de ella y de sus compañeras en el Colegio. No pararon hasta cerrar la escuela gratuita para pobres que funcionaba en el Sophianum. Las niñas pagantes tenían, cada una, una niña de la escuelita. Era su pobre. Le traían dulces, ropitas, una vez al año hacían una excursión a la casa de la familia, llevando regalos a su protegida. Iban en el auto del papá, con la mamá, a veces bastaba que se bajara el chófer a entregar el panetón. Qué vergüenza, qué escándalo. ¿Se podía llamar a eso practicar la caridad? Ellas habían insistido, criticado, escrito, protestado tanto, que, por fin, la escuela gratuita del Sophianum se cerró.

—Entonces, no estamos tan lejos como parece, Madre —se asombró Mayta—. Me alegra oírla hablar así. ¿Le puedo citar algo que dijo un gran hombre? Que cuando la humanidad haya acabado con las revoluciones que hacen falta para suprimir la injusticia, nacerá una nueva religión.

—Para qué una nueva religión si ya tenemos la verdadera —repuso la monja, alcanzándole la fuente de dulces—. Sírvase una galletita.

—Trotski —precisó Mayta—. Un revolucionario y un ateo. Pero sentía respeto por el problema de la fe.—Eso de que la revolución libera las energías del pueblo también se entiende ahí mismo —Vallejos disparó una piedrecita contra un alcatraz—. ¿De veras te pareció mi plan tan malo? ¿O lo dijiste por fregarme, Mayta?