Выбрать главу

—Nos parecía una deformación monstruosa —Juanita se encoge de hombros, hace un gesto de desánimo—. Y ahora me pregunto si, con deformación y todo, no era mejor que esas niñas tuvieran un sitio donde aprender a leer y recibieran al menos un panetón al año. Ya no sé, ya no estoy tan segura de si hicimos bien. ¿Cuál fue el resultado? En el Colegio éramos treinta y dos monjas y una veintena de hermanas. Ahora quedan tres monjas y ninguna hermana. El porcentaje anda por ahí en la mayoría de los colegios. Las congregaciones se han hecho trizas… ¿Fue buena nuestra toma de conciencia social? ¿Fue bueno el sacrificio de mi hermano?

Intenta una sonrisa, como disculpándose de participarme su desconcierto.

—Es lógico, es pan comido, es café con leche —se exaltó Vallejos—. Si los indios trabajan para un patrón que los explota, lo hacen sin ánimo y rinden poco. Cuando trabajen para sí mismos producirán más y eso beneficiará a toda la sociedad. ¿Veinte, mi hermano?

—A condición de que no se haya creado una clase parásita que expropie en su provecho el esfuerzo del proletariado y el campesinado —le explicó Mayta—. A condición de que una clase de burócratas no acumule tanto poder como para crear una nueva estructura de injusticia. Y para evitar eso, justamente, concibió León Davidovich la teoría de la revolución permanente, Uf, yo mismo me aburro con mis discursos.

—Me gustaría ir al fútbol ¿a ti no? —suspiró Vallejos—. Me escapé de Jauja para ver el clásico Alianza–U, no quiero perdérmelo. Vamos, te invito.

—¿Cuál es la respuesta a esa pregunta? —le digo, al ver que se ha quedado callada—. ¿La revolución silenciosa de aquellos años sirvió o perjudicó a la Iglesia?

—Nos sirvió a las que perdimos las falsas ilusiones pero no la fe, a las otras quién sabe —dice María. Y volviéndose a Juanita—. ¿Cómo era Mayta?

—Hablaba con suavidad, con cortesía, vestía muy modestamente —recuerda Juanita— . Intentó impresionarme con desplantes antirreligiosos. Pero, más bien, creo que lo impresioné yo. No sabía lo que estaba ocurriendo en los conventos, en los seminarios, en las parroquias. No sabía nada de nuestra revolución… Abrió mucho los ojos y me dijo: «Entonces, no estamos tan lejos». Los años le han dado la razón ¿no es cierto?

Y me cuenta que el Padre Miguel, un párroco del barrio que desapareció misteriosamente hacía un par de años, es al parecer el famoso Camarada Leoncio que dirigió el sangriento asalto al Palacio de Gobierno el mes pasado.

—Yo lo dudo —protesta María—. El Padre Miguel era un fanfarrón. Muy incendiario de la boca para afuera pero, en el fondo, un bombero. Yo estoy segura que la policía o los escuadrones de la libertad lo mataron.

Sí, era eso. No un revólver ni una pistola, sino una metralleta corta, ligera, que parecía recién salida de fábrica: negra, aceitosa, reluciente. Mayta la observó hipnotizado. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista del arma que temblaba en sus manos y echó una mirada alrededor, con la sensación de que, de entre los libros desparramados y los periódicos en desorden del cuartito, surgirían los soplones, señalándolo muertos de risa: «Caíste, Mayta», «Te jodiste, Mayta», «Con las manos en la masa, Mayta». «Es un imprudente, le falta un tornillo, pensó, es un…» Pero no sentía la menor inquina contra el Alférez. Más bien, la benevolencia que inspira la travesura de un niño dilecto y ganas de volver a verlo cuanto antes. «Para jalarle las orejas, pensó. Para decirle…»

—Contigo me pasa una cosa curiosa. No sé si contártela o no. Espero que no te enojes. ¿Puedo hablarte con franqueza?

El estadio estaba semivacío y habían llegado tempranísimo; ni siquiera empezaba el preliminar.

—Puedes —dijo Vallejos, echando humo por la nariz y por la boca—. Ya sé, ¿vas a decirme que mi plan revolucionario es una huevada? ¿O a reñirme otra vez por la sorpresa?

—¿Cuánto tiempo llevamos viéndonos? —dijo Mayta—. ¿Dos meses?

—Nos hemos hecho uña y carne ¿no? —contestó Vallejos, aplaudiendo la tapada de un arquero diminuto y agilísimo—. ¿Qué me ibas a decir, pues?

—Que, a veces, todo esto me parece perder el tiempo. Vallejos se distrajo del partido:

—¿Prestarme libros y enseñarme marxismo?

—No porque no entiendas lo que te enseño —le aclaró Mayta—. Te sobra cabeza para el materialismo dialéctico o cualquier cosa.

—Menos mal —dijo Vallejos, volviendo a las acciones del match—. Creí que perdías tu tiempo porque soy un tarado.

—No, no eres un tarado —sonrió Mayta al perfil del Subteniente—. Sino porque, hablando contigo, sabiendo lo que piensas, conociéndote, me da la impresión de que la teoría, en vez de servirte, te puede perjudicar.

—Pucha, casi gol, linda media vuelta —se levantó Vallejos, aplaudiendo.

—En ese sentido ¿ves? —siguió Mayta.

—No veo nada —dijo Vallejos—. Me volví tarado, ahora sí. ¿Tratas de decirme que me olvide de mi plan, que hice mal en regalarte esa metralleta? ¿O qué, mi hermano? ¡Goool! Ya era hora. ¡Bravo!

—En teoría, el espontaneísmo revolucionario es malo —dijo Mayta—. Si no hay doctrina, conocimiento científico, el impulso se desperdicia en gestos anárquicos. Pero tú tienes una resistencia instintiva a dejarte aprisionar por la teoría. Quizá tengas razón, quizá, gracias a eso, no te pasará lo que a nosotros…

—¿A quiénes? —preguntó Vallejos, volviéndose a mirarlo.

—Que, por preocuparnos tanto de estar bien preparados doctrinariamente, nos olvidamos de la práctica y…

Calló porque había un gran bullicio en las tribunas: reventaban cohetes y una lluvia de papel picado caía sobre la cancha. Habías metido la pata, Mayta.

—No me has contestado —insistió Vallejos, sin mirarlo, contemplando su cigarrillo: ¿era un soplón?—. Dijiste nosotros y yo pregunté quiénes. Por qué no me contestas, mi hermano.

—Los revolucionarios peruanos, los marxistas peruanos —silabeó Mayta, escudriñándolo: ¿era un agente con la misión de averiguar, de provocar?—. Sabemos mucho de leninismo y de trotskismo. Pero no sabemos cómo llegar a las masas. Me refería a eso.

—Le pregunté si, por lo menos, creía en Dios, si sus ideas políticas eran compatibles con la fe cristiana —dice Juanita.

—No debí preguntarte eso, hermano —se disculpó Vallejos, arrepentido, inmersos los dos en el torrente de público que bajaba las graderías del estadio—. Lo siento. No quiero que me cuentes nada.

—¿Qué te voy a contar que ya no sepas? —dijo Mayta—. Me alegro que viniéramos, aunque el partido fuera malo. Hacía siglos que no…

—Quiero decirte una cosa —insistió Vallejos, tomándolo del brazo—. Entiendo muy bien que tengas desconfianza.

—Estás loco —dijo Mayta—. ¿Por qué te tendría desconfianza?

—Porque soy un militar y porque no me conoces bastante —dijo Vallejos—. Comprendo que me ocultes ciertas cosas. No quiero saber nada de tu vida política, Mayta. Soy derecho de la cabeza a los pies con mis amigos. Y a ti te considero mi mejor amigo. Si te juego sucio, ya tienes para vengarte la sorpresa que te regalé…

—La revolución y la religión católica son incompatibles —afirmó Mayta, con suavidad—. Lo mejor es no engañarse, Madre.

—Está usted despistado y atrasadísimo —se burló Juanita—. ¿Cree que me llama la atención oír que la religión es el opio del pueblo? Sería, habría sido, en todo caso. Pero eso se acabó. Todo está cambiando. La revolución la haremos también nosotros. No se ría.

¿Había comenzado ya, entonces, en el Perú, la época de los curas y las monjas progresistas? Juanita me asegura que sí, pero yo tengo mis dudas. En todo caso, era algo tan primerizo y balbuciente que Mayta no hubiera podido conocerlo. ¿Le hubiera alegrado? ¿El ex–niño que había hecho una huelga de hambre para parecerse a los miserables se hubiera sentido feliz de que Monseñor Bambarén, el obispo de las barriadas, llevara, según se decía, su famoso anillo con las armas pontificias en un lado y la hoz y el martillo en el otro? ¿Que el Padre Gustavo Gutiérrez concibiera la teología de la liberación explicando que hacer la revolución socialista era deber de los católicos? ¿Que Monseñor Méndez Arceo aconsejara a los creyentes mexicanos ir a Cuba como antes iban a Lourdes? Sí, sin duda. Acaso hubiera seguido siendo católico, como tantos revolucionarios de hoy día. ¿Daba la impresión de un dogmático, de un hombre de ideas rígidas? Juanita queda pensativa, un momento.