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—Sí, creo que sí, de un dogmático —asiente—. Por lo menos, no era nada flexible en lo que se refiere a la religión. Conversamos sólo un rato, acaso no comprendí bien qué clase de hombre era. Pensé mucho en él, después. Llegó a tener una influencia muy grande sobre mi hermano. Le cambió la vida. Lo hizo leer, algo que él casi no hacía antes. Libros comunistas, por supuesto. Traté de prevenirlo: ¿te das cuenta que te está catequizando?

—Sí, lo sé, pero con él aprendo muchas cosas, hermana.

—Mi hermano fue un idealista y un rebelde, con un sentido innato de la justicia — añade Juanita—. En Mayta encontró un mentor, que lo manejaba a su antojo.

—¿O sea que, según tú, Mayta fue el responsable? —le pregunto—. ¿Crees que planeó todo, que él embarcó a Vallejos en lo de Jauja?

—No, porque ni sé cómo usarla —dudó Mayta—. Te confesaré algo. No he disparado en mi vida ni una pistola de juguete. Volviendo a lo de antes, a lo de la amistad, tengo que advertirte una cosa.

—No me adviertas nada, ya te pedí perdón por mis indiscreciones —dijo Vallejos—. Prefiero, más bien, uno de tus discursos. Sigamos con el doble poder, esa manera de serrucharles el piso a poquitos a la burguesía y al imperialismo.

—Que ni siquiera la amistad está antes que la revolución para un revolucionario, métete eso bien adentro y que no se te olvide —dijo Mayta—. La revolución, lo primero. Después, todo lo demás. Es lo que intenté explicarle a tu hermana la otra tarde. Sus ideas son buenas, ella va lo más lejos que un católico puede ir. Pero no basta. Si crees en el cielo, en el infierno, lo de aquí pasará siempre a segundo lugar. Y así no habrá jamás revolución. Te tengo confianza y te considero, también, un gran amigo. Si te oculto algo, si…

—Basta, ya te pedí perdón, ni una palabra más —lo calló Vallejos—. ¿O sea que nunca has disparado? Mañana nos vamos por Lurín, con la sorpresa. Te daré una clase. Disparar una metralleta es más fácil que la tesis del doble poder.

—Por supuesto, es lo que tuvo que ocurrir —dijo Juanita. Pero en su manera de decirlo no hay tanta seguridad—. Mayta era un político viejo, un revolucionario profesional. Mi hermano, un chiquillo impulsivo al que, por cuestión de edad, de cultura, el otro dominaba.

—No sé, no estoy seguro —le replico—. A ratos, pienso que fue al contrario.

—Qué disparate —tercia María—. ¿Cómo hubiera podido un chiquillo embarcar a un viejo requetesabio en una locura así?

Precisamente, Madre. Mayta era un revolucionario de la sombra. Se había pasado la vida conspirando y peleando en grupitos ínfimos como aquel en el que militó. Y, de pronto, cuando se acercaba a la edad en que otros se jubilan de la militancia, apareció alguien que, por primera vez, le abrió las puertas de la acción. ¿Podía haber hechizo más grande para un hombre como él que, un día, le pusieran en las manos una metralleta?

—Eso es una novela —dice Juanita, con una sonrisa que, al mismo tiempo, me desagravia por la ofensa—. Ésa no parece la historia real, en todo caso.

—No va a ser la historia real, sino, efectivamente, una novela —le confirmo—. Una versión muy pálida, remota y, si quieres, falsa.

—Entonces, para qué tantos trabajos —insinúa ella, con ironía—, para qué tratar de averiguar lo que pasó, para qué venir a confesarme de esta manera. ¿Por qué no mentir más bien desde el principio?

—Porque soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa —le explico—. Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.

—Me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas —me interrumpe María—. O si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas. Por ejemplo, eso de lo que hablábamos. Se han dicho tantas cosas sobre los curas revolucionarios, sobre la infiltración marxista de la Iglesia… Y, sin embargo, a nadie se le ocurre la explicación más simple.

—¿Cuál es?

—La desesperación y la cólera que puede dar codearse día y noche con el hambre y con la enfermedad, la sensación de impotencia frente a tanta injusticia —dijo Mayta, siempre con delicadeza, y la monja advirtió que apenas movía los labios—. Sobre todo, darse cuenta que los que pueden hacer algo no harán nunca nada. Los políticos, los ricos, los que tienen la sartén por el mango, los que mandan.

—Pero, pero ¿perder la fe por eso? —dijo la hermana de Vallejos, maravillada—. Más bien, eso debería afirmarla, debería… Mayta siguió, endureciendo el tono:

—Por más fuerte que sea la fe, llega un momento en que uno dice basta. No es posible que el remedio contra tanta iniquidad sea la promesa de la vida eterna. Fue así, Madre. Viendo que el infierno ya estaba en las calles de Lima. Especialmente, en el Montón. ¿Sabe usted qué es el Montón?

Una barriada, una de las primeras, no peor ni más miserable que esta en la que Juanita y María viven. Las cosas han empeorado mucho desde aquella confesión de Mayta a la monja, las barriadas han proliferado y, a la miseria y el desempleo, se ha añadido la matanza. ¿Fue de veras ese espectáculo del Montón el que, hace medio siglo, cambió al beatito que era Mayta en un rebelde? El contacto con ese mundo no ha tenido el mismo efecto, en todo caso, en Juanita y María. Ninguna de las dos da la impresión de estar desesperada ni colérica ni tampoco resignada, y, hasta donde puedo darme cuenta, el convivir con la iniquidad tampoco las ha convencido de que la solución sean los asesinatos y las bombas. ¿Seguían siendo ambas religiosas, no es cierto? ¿Se prolongarían los disparos en ecos por el desierto de Lurín?

—No —Vallejos apuntó, disparó y el ruido fue menor de lo que Mayta esperaba. Tenía las manos mojadas de la excitación—. No eran para mí, te mentí. Esos libritos, en realidad, me los llevo a Jauja para que los lean los josefinos. Yo te tengo confianza, Mayta. Y te cuento algo que no le contaría ni siquiera a la persona que más quiero, que es mi hermana.

Y, mientras hablaba, puso la metralleta en sus manos. Le mostró dónde apoyarla, cómo liberar el seguro, apuntar, presionar el gatillo, cargarla y descargarla.

—Haces mal, esas cosas no se cuentan —lo recriminó Mayta, la voz alterada por el sacudón que había sentido en el cuerpo al escuchar la ráfaga y descubrir en la vibración de las muñecas que era él quien disparaba: a lo lejos, el arenal se extendía, amarillento, ocre, azulado, indiferente—. Por una cuestión elemental de seguridad. No se trata de ti, sino de los demás ¿no comprendes? Uno tiene derecho de hacer con su vida lo que le dé la gana. Pero no a poner en peligro a los camaradas, a la revolución, sólo por demostrarle confianza a un amigo. ¿Y si yo trabajara para la policía?

—No eres apto para eso, ni aunque quisieras podrías ser soplón —se rió Vallejos—. ¿Qué te pareció? ¿No es fácil?

—La verdad que es facilísimo —asintió Mayta, palpando la boca del arma y sintiendo una llamarada en los dedos—. No me cuentes una palabra más de los josefinos. No quiero esas pruebas de amistad, so huevonazo.

Se había levantado una brisa cálida y los médanos del contorno parecían bombardearlos con granitos de arena. Es cierto, el Alférez había elegido bien el sitio, quién podía oír los tiros en esta soledad. No debía creerse que ya sabía todo. Lo principal no era cargar, descargar, apuntar y disparar, sino limpiar el arma y saber armarla y desarmarla.