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—Te lo conté por interés —volvió al asunto Vallejos, indicándole con un gesto que regresaran a la carretera, pues el terral los iba a ahogar—. Necesito tu ayuda, mi hermano. Son unos muchachos del Colegio San José, allá en Jauja. Muy jóvenes, de cuarto y quinto de Media. Nos hicimos amigos jugando al fútbol, en la canchita de la cárcel. Los josefinos.

Avanzaban por el arenal con las cabezas contra el viento, los pies hundidos hasta los tobillos en la blanda tierra y Mayta, de pronto, se olvidó de la clase de disparo y de su excitación de un momento antes, intrigado por lo que el Subteniente le decía.

—No me cuentes nada que puedas lamentar —le recordó, sin embargo, comido por la curiosidad.

—Calla, carajo —Vallejos se había puesto un pañuelo contra la boca para defenderse de la arena—. Con los josefinos pasamos de jugar fútbol a tomarnos unas cervezas, a ir a fiestecitas, al cine y a conversar mucho. Desde que empezamos nuestras reuniones, he tratado de enseñarles lo que tú me enseñas. Me ayuda un profesor del Colegio San José. Dice que es socialista, también.

—¿Les das clases de marxismo? —le preguntó Mayta.

—Sí, pues, la verdadera ciencia —gesticuló Vallejos—. El contraveneno de esos conocimientos idealistas, metafísicos, que les meten en el coco. Como dirías tú, con tu florido lenguaje, mi hermano.

Hacía un momento, cuando le enseñaba a disparar, era un atleta diestro y mandón. Y, ahora, un jovencito tímido, confundido de contarle lo que le contaba. A través de la lluviecita de arena Mayta lo miró. Imaginó a las mujeres que habrían besado esas facciones recias, mordido esos labios bien marcados, que se habrían retorcido bajo el cuerpo duro del Alférez.

—¿Sabes que me dejas con la boca abierta? —exclamó—. Creí que mis clases de marxismo te aburrían mortalmente.

—A veces, sí, para ser francos, y otras veces me quedo en la luna —reconoció Vallejos—. La revolución permanente, por ejemplo. Es demasiadas cosas al mismo tiempo. Así que a los josefinos les hice un sancochado en la cabeza. Por eso te pido tanto que vengas a Jauja. Anda, échame una manita con ellos. Esos muchachos son dinamita pura, Mayta.

—Claro que seguimos siendo religiosas, aunque ya sin disfraz —sonríe María—. Tenemos una excedencia en funciones, no de votos. Nos liberan de la enseñanza en el colegio y nos dejan trabajar aquí. La congregación nos ayuda en lo que puede.

¿Tienen Juanita y María la sensación de aportar una ayuda efectiva, viviendo en la barriada? Seguramente, de otro modo sería inexplicable que corrieran semejante riesgo, en las circunstancias actuales. No pasa un día sin que un cura, una monja, una trabajadora social de las barriadas sea víctima de un atentado. Al margen de que resulte útil o inútil lo que hacen, es imposible no envidiarles esa fe que les da fuerza para resistir el horror cotidiano. Les digo que, mientras caminaba hasta aquí, tuve la impresión de atravesar todos los círculos del infierno.

—Allá debe ser todavía peor —dice Juanita, sin sonreír.

—¿No habías estado nunca en este pueblo joven? —interviene María.

—No, no he estado nunca en el Montón —contestó Juanita.

—Yo sí, muchas veces, de chico, cuando era muy católico —dijo Mayta, y ella advirtió que tenía una expresión abstraída, ¿nostálgica?—. Con unos muchachos de la Acción Católica. Había en esa barriada una Misión canadiense. Dos curas y varios laicos. Me acuerdo de un Padre joven, alto, coloradote, que era médico. «Nada de lo que he aprendido sirve», decía. No soportaba que los niños murieran como moscas, la cantidad de tuberculosos, y que en los periódicos hubiera páginas y páginas dedicadas a fiestas y banquetes, a los matrimonios de los ricos. Yo tenía quince años. Regresaba a mi casa y en las noches no podía rezar. «Dios no escucha, pensaba, se tapa los oídos para no oír y los ojos para no ver lo que ocurre en el Montón.» Hasta que un día me convencí. Para luchar de veras contra todo eso tenía que dejar de creer en Dios, Madre.

A Juanita le pareció sacar una conclusión absurda de premisas justas y se lo dijo. Pero la impresionó la emoción que notó en Mayta.

—Yo también he tenido muchos momentos de angustia en lo que respecta a mi fe — dijo—. Aunque, felizmente, no me ha dado hasta ahora por pedirle cuentas a Dios.

—No hablamos sólo de teoría, también de cosas prácticas —prosiguió Vallejos. Caminaban por la carretera, rumbo a Lima, la metralleta escondida en el bolsón, tratando de parar a todos los camiones y ómnibus.

—¿Cosas prácticas como preparar cócteles Molotov, petardos de dinamita y bombas? —se burló Mayta—. ¿Cosas prácticas como tu plan revolucionario del otro día?

—Todo a su debido tiempo, mi hermano —dijo Vallejos, siempre en tono jovial—. Cosas prácticas como ir a las comunidades, a ver de cerca los problemas del campesinado. Y sus soluciones. Porque esos indios han comenzado a moverse, a ocupar las tierras que reclamaban hacía siglos.

—A recuperarlas, querrás decir—susurró Mayta. Lo miraba con curiosidad, desconcertado, como si, a pesar de estar viéndose hacía tantas semanas, estuviera descubriendo al verdadero Vallejos—. Esas tierras eran de ellos, no te olvides.

—Exacto, las recuperaciones de tierras quiero decir —asintió el Subteniente—. Vamos y conversamos con los campesinos, y los muchachos ven que esos indios, sin ayuda de ningún partido, empiezan a romper sus cadenas. Así van aprendiendo cómo llegará la revolución a este país. El Frote Ubilluz me ayuda algo con la teoría, pero tú me ayudarías muchísimo más, mi hermano. ¿Vendrás a Jauja?

—Me dejas con la boca abierta —dijo Mayta.

—Ciérrala, te vas a atorar con tanta arena —se rió Vallejos—. Mira, ese colectivo va a parar.

—O sea que tienes tu grupo y todo —repitió Mayta, frotándose los ojos irritados por la polvareda—. Un círculo de estudios marxistas. ¡En Jauja! Y has hecho contacto con bases campesinas. O sea que…

—O sea que mientras tú hablas de la revolución, yo la hago —le dio un palmazo el Subteniente—. Sí, carajo. Yo soy un hombre de acción. Y tú, un teórico. Tenemos que unirnos. La teoría y la práctica, compadre. Pondremos en marcha a este pueblo y no habrá quien lo pare. Haremos cosas grandes. Chócate esos cinco y júrame que vendrás a Jauja. ¡Nuestro Perú es formidable, mi hermano!

Parecía un chiquillo exaltado y feliz, con su uniforme impecable y su mechón de mohicano. Mayta se sintió contento de estar otra vez con él. Se sentaron en una mesa del rincón, pidieron al chino dos cafés y a Mayta se le ocurrió que, si tuvieran la misma edad y fueran niños, habrían sellado su amistad con un pacto de sangre.

—Ahora hay en la Iglesia muchos curas y monjas como ese Padre canadiense del Montón —dijo la Madre, sin acomodarse—. La Iglesia conoció la miseria desde siempre y, diga usted lo que diga, siempre hizo lo que pudo por aliviarla. Pero, ahora, es cierto, ha entendido que la injusticia no es individual sino social. Tampoco la Iglesia acepta ya que unos pocos tengan todo y la mayoría nada. Sabemos que en esas condiciones, la ayuda puramente espiritual se vuelve una burla… Pero, lo estoy apartando del tema.

—No, ése es el tema —la animó Mayta—. La miseria, los millones de hambrientos del Perú. El único tema que cuenta. ¿Hay una solución? ¿Cuál? ¿Quién la tiene? ¿Dios? No, Madre. La revolución.

Ha ido atardeciendo y cuando miro el reloj veo que llevo allí cerca de cuatro horas. Me hubiera gustado oír eso que Juanita oyó, oír de boca de Mayta cómo perdió la fe. En el curso de la conversación, a veces asoman chiquillos a la puerta entreabierta de la vivienda: meten la cabeza, espían, se aburren, se van. ¿Cuántos de ellos serán reclutados por la insurrección? ¿Me habló alguna vez mi condiscípulo de sus idas al Montón a ayudar a los curitas de la Misión canadiense? ¿Cuántos de ellos matarán o morirán asesinados? Juanita ha salido un momento al dispensario contiguo, a ver si hay novedades. ¿Iba cada tarde, después de las clases del Salesiano, o sólo los domingos? El dispensario funciona de ocho a nueve, con dos médicos voluntarios que se turnan, y, en las tardes, vienen un enfermero y una enfermera a poner vacunas y a hacer curaciones de urgencia. ¿Ayudaba Mayta al curita pelirrojo, desesperado y colérico, a enterrar a las criaturas abatidas por el ayuno y las infecciones y se le llenaban los ojos de lágrimas y su pequeño corazón latía con fuerza y su imaginación enfebrecida de niño creyente volaba al cielo y preguntaba por qué, por qué permites, Señor, que pase esto? Junto al dispensario, en una casita de tablas, funciona la Acción Comunal. Con la posta médica, es la razón de la presencia de Juanita y María en la barriada. ¿Era así la Misión canadiense donde hacía Mayta trabajo voluntario? ¿También iba allá un abogado a asesorar gratuitamente a los vecinos sobre problemas legales y un técnico cooperativista a aconsejarlos sobre la formación de industrias? Iba allí, se zambullía en esa miseria, su fe comenzaba a trastabillear y, en el Colegio, no nos decía una palabra. Conmigo seguía hablando de las seriales y de lo bueno que sería que hicieran una película sobre El conde de Montecristo. Durante algunos años, me cuentan, Juanita y María trabajaron en la planta embotelladora de San Juan de Lurigancho. Pero desde que la planta quebró, se dedican exclusivamente a Acción Comunal; sus respectivas congregaciones les pasan una pequeña mensualidad que les permite vivir. ¿Por qué se confió así con alguien a quien veía por primera vez? ¿Porque era una monja, porque le inspiró afecto, porque la monja era hermana de su nuevo amigo, o porque, de pronto, tuvo un arrebato de melancolía recordando su fe ardiente de alumno salesiano?