—Cuando comenzaron los atentados sí tuvimos miedo —dice María—. De que nos pusieran una bomba y destruyeran todo esto. Pero ha pasado tanto tiempo ya que ni nos acordamos. Hemos tenido suerte. A pesar de que unos y otros han hecho correr tanta sangre en el barrio, hasta ahora nos han respetado.
—¿Son muy católicos en su familia? —preguntó Mayta—. ¿No tuvo usted problemas para…?
—Lo son por rutina más que convicción —sonrió la monja—. Como la mayoría de la gente. Claro que tuve. Se quedaron atónitos cuando les dije que quería profesar. Para mi mamá fue el fin del mundo, para mi papá como si me enterraran viva. Pero ya se acostumbraron.
—Un hijo al Ejército y una hija al convento —dijo Mayta—. Era lo típico de todas las familias aristocráticas en la Colonia.
—Ven, ven —lo llamó Vallejos, desde la mesa—. Conversa también un poco con el resto de la familia y no te acapares a mi hermana, que nunca la vemos.
Ambas dan clase en la mañana en la escuelita que funciona en Acción Comunal. Los domingos, cuando viene el cura a decir la misa, el local hace las veces de capilla. Últimamente no viene mucho: le pusieron un petardo de dinamita en su parroquia y ha quedado mal de los nervios.
—Parece que no se la pusieron los escuadrones de la libertad, sino unos palomillas del barrio para divertirse a su costa, porque saben que es miedoso —dice María—. El pobre jamás ha hecho política de ninguna clase y su única debilidad son los caramelos. Con el susto del petardo ha perdido más de diez kilos.
—¿Te parece que hablo de él con cierto rencor, con resentimiento?—Juanita hace un curioso mohín y veo que no pregunta por preguntar; es algo que debe preocuparla hace mucho tiempo.
—No noté nada de eso —le digo—. He notado, sí, que evitas llamar a Mayta por su nombre. Siempre das un rodeo en vez de decir Mayta. ¿Es por lo de Jauja, porque estás segura que fue él quien empujó a Vallejos?
—No estoy segura —niega Juanita—. Es posible que mi hermano tuviera también su parte de responsabilidad. Pero pese a que no quiero, me doy cuenta que le guardo un poco de rencor. No por lo de Jauja. Porque lo hizo dudar. Esa última vez que estuvimos juntos le pregunté: «¿Te vas a volver un ateo como tu amigo Mayta, también te va a dar por eso?». No me respondió lo que yo esperaba. Encogió los hombros y dijo:
—A lo mejor, hermana, porque la revolución es lo primero.
—También el Padre Ernesto Cardenal decía que la revolución era lo primero — recuerda María. Añade que, no sabe por qué, ese Padre pelirrojo de la historia de Mayta le ha traído a la cabeza lo que fue para ella la venida al Perú de Ivan Illich, primero, y, luego, de Ernesto Cardenal.
—Sí, es verdad, qué hubiera dicho Mayta aquella tarde que conversamos si hubiera sabido que dentro de la Iglesia se podían oír cosas así —dice Juanita—. A pesar de que yo creía ya estar de vuelta de todo, cuando vino Ivan Illich me quedé pasmada. ¿Era un sacerdote quien decía esas cosas? ¿Hasta ahí había llegado nuestra revolución? Ya no era silenciosa, entonces.
—Pero con Ivan Illich no habíamos oído nada, aún —empalma María, los ojos azules llenos de malicia—. Había que oír a Ernesto Cardenal para saber lo que era bueno. En el Colegio, varias pedimos un permiso especial para ir a verlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga.
—Ahora es Ministro en su país, todo un personaje político ¿no? —pregunta Juanita.
—Sí, iré a Jauja contigo —le prometió Mayta, en voz muy baja—. Pero, por favor, discreción. Sobre todo, después de lo que me has contado. Lo que haces con esos muchachos es trabajo subversivo, camarada. Te juegas la carrera y muchas cosas.
—¿Y me dices eso tu? ¿Tú que me atoras con propaganda subversiva cada vez que nos vemos?
Terminaron riéndose y el chino, que les traía los cafés, les preguntó cuál era el chiste. «Uno de Otto y Fritz», dijo el Alférez.
—La próxima vez que vengas a Lima fijaremos en qué fecha iré a Jauja —le prometió Mayta—. Pero dame tu palabra que no dirás nada a tu grupo sobre mi venida.
—Secretos, secretos, tu manía de los secretos —protestó Vallejos—. Sí, ya sé, la seguridad es vital. Pero no se puede ser tan melindroso, mi hermano. ¿Te cuento algo a propósito de secretos? Pepote, ese pelópidas de la fiesta de tu tía, me quitó a Alci. Fui a visitarla y la encontré con él. Agarraditos de la mano. «Te presento a mi enamorado», me dijo. Me pusieron a tocar violín.
No parecía importarle, pues lo contaba riéndose. No, no diría nada a los josefinos ni al Profesor Ubilluz, les darían la sorpresa. Ahora tenía que irse volando. Se despidieron con un apretón de manos y Mayta lo vio salir de la pulpería, derecho y sólido en su uniforme, a la Avenida España. Mientras lo veía alejarse, pensó que por tercera vez se reunían ya en el mismo cafecito. ¿Era prudente? La Prefectura estaba a un paso y no sería raro que muchos soplones fueran sus clientes. Así que había formado, por su cuenta y riesgo, un círculo marxista. ¡Quién lo hubiera dicho! Entrecerró los ojos y vio, allá, a tres mil y pico de metros de altura, sus caras adolescentes y serranas, sus chapas y sus pelos lacios y sus anchas cajas torácicas. Los vio corretear detrás de una pelota, sudorosos y excitados. El Subteniente corría en medio de ellos, como si fuera de su misma edad, pero él era más alto, más ágil, más fuerte, más diestro, cabreando, pateando y cabeceando y a cada salto, patada o cabezazo, sus músculos se endurecían. Terminado el partido, los vio apiñados en un cuarto de adobes y calamina, por cuyas ventanas se divisaban nubes blancas enroscándose en picachos morados. Escuchaban atentamente al Alférez que, mostrándoles el Qué hacer de Lenin, les decía: «Esto es dinamita pura, muchachos». No se rió. No sentía ningún deseo de burlarse, de decirse lo que había venido diciendo de él a sus camaradas del POR(T): «Es muy joven, pero con buena pasta», «Vale, aunque le falta madurar». Sentía en este momento mucho aprecio por Vallejos, algo de envidia por su juventud y entusiasmo, y algo más, íntimo y cálido. En la próxima reunión del Comité Central del POR(T) pediría un debate a fondo porque lo de Jauja ya tomaba otro cariz. Iba a levantarse de la mesita del rincón —la cuenta la había pagado Vallejos antes de irse— cuando descubrió su pantalón abultado. Le ardió la cara, el cuerpo. Se dio cuenta que temblaba de deseo.