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—Nosotras te acompañamos —dice Juanita.

Discutimos un rato en la puerta de la vivienda, bajo el crepúsculo que pronto será noche. Les digo que no vale la pena, he dejado el auto como a un kilómetro de distancia, para qué van a dar semejante caminata.

—No es por amables —dice María—. No queremos que te asalten otra vez.

—Ahora no tienen nada que robarme —les digo—. Apenas la llave del auto y este cuaderno. Los apuntes son lo de menos. Lo que no queda en la memoria, no sirve para la novela.

Pero no hay manera de disuadirlas y ellas salen conmigo, a la pestilencia y al terral de la barriada. Me pongo entre las dos y las llamo mis guardaespaldas, mientras avanzamos por la disparatada orografía de casuchas, cuevas, tenderetes, pocilgas, criaturas revolcándose, perros súbitos. Toda la gente parece estar en las puertas de las viviendas o deambulando por el terral y se oyen diálogos, chistes, una que otra lisura. A veces tropiezo en un hueco o una piedra, a pesar del cuidado con que piso, pero María y Juanita caminan con desenvoltura, como si conocieran los obstáculos de memoria.

—Los robos y asaltos son peores que los crímenes políticos —dice de nuevo Juanita—. Culpa del desempleo, de la droga. Siempre hubo ladrones en la vecindad, por supuesto. Pero antes, los del barrio iban a robar afuera, a los ricos. Por la desocupación, por la droga, por la guerra, ha desaparecido hasta el más mínimo sentido de solidaridad vecinal. Ahora los pobres roban y matan a los pobres.

Se ha convertido en un gran problema, añade. Apenas oscurece, prácticamente nadie que no tenga cuchillo o sea un matón, un inconsciente o esté borracho perdido, se atreve a circular por la barriada, pues sabe que será asaltado. Los ladrones se meten a las casas a pleno día y los asaltos degeneran a menudo en hechos de sangre. La desesperación de la gente no tiene límites y por eso pasan las cosas que pasan. Por ejemplo, a ese pobre diablo al que los moradores de una barriada vecina encontraron tratando de violar a una niña y rociaron con querosene y quemaron vivo.

—Ayer nomás descubrieron aquí un laboratorio de cocaína —dice María. ¿Qué pensaría Mayta de todo esto? En ese tiempo, la droga era prácticamente inexistente, un juego de exquisitos y noctámbulos. Ahora, en cambio… No pueden tener remedios en el dispensario, las oigo decir. En las noches, los llevan a la casa donde viven y los ocultan en un escondrijo, bajo un baúl. Porque cada noche se metían a robarse los pomos, las tabletas, las ampollas. No para curarse, para eso existía el dispensario y los remedios eran gratuitos. Para drogarse. Creían que todo remedio era droga y se tomaban los que encontraban. Muchos ladrones tenían que venir al día siguiente al dispensario con diarreas, vómitos y cosas peores. Los muchachos del barrio se drogaban con cáscaras de plátano, con hojas de floripondio, con goma, con todo lo imaginable. ¿Qué diría Mayta de todo esto? No lo adivino y, por lo demás, tampoco puedo concentrarme en el recuerdo de Mayta: su cara aparece y desaparece, es un fuego fatuo.

Al llegar a los basurales–chiqueros, oímos hozar a los chanchos. La pestilencia se adensa y corporiza. Insisto en que regresen, pero ellas se niegan. Esta zona de los basurales, dicen, es la más peligrosa. ¿No puedo concentrarme en Mayta porque, ante semejante ruindad, su historia se minimiza y evapora? Cualquier cara forastera resulta un blanco tentador ¿dice María?

—Esto es también el barrio rojo de la zona —añade Juanita. ¿O es porque, ante esta ignominia, no es Mayta sino la literatura la que resulta vana?—. Bastante penoso ¿no? Prostituirse para vivir ya lo es. Pero, encima, hacerlo aquí, en medio de las basuras y de los chanchos…

—La explicación es que tienen clientes —acota María.

Es un mal pensamiento ése. Si, como el Padre canadiense del cuento de Mayta, yo también me dejo ganar por la desesperación, no escribiré esta novela. Eso no habrá ayudado a nadie; por efímera que sea, una novela es algo, en tanto que la desesperación no es nada. ¿Se sienten seguras, trajinando de noche por el barrio? Hasta ahora, gracias a Dios, no les ha pasado nada. Ni siquiera con borrachos furiosos que hubieran podido desconocerlas.

—A lo mejor somos muy feas y no tentamos a nadie —lanza una carcajada María.

—Los dos médicos han sido asaltados —dice Juanita—. Sin embargo, siguen viniendo.

Trato de continuar la conversación, pero me distraigo, e intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿porque acaso se podía creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos… Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.

Hemos llegado al auto. Han forzado la puerta del volante. Como no tenía nada que llevarse, el ladrón, en represalia, ha rasgado el tapiz del asiento y esa mancha indica que también ha orinado encima. Digo a Juanita y a María que me hizo un favor, pues me obligó a cambiar el forro que estaba viejísimo. Pero ellas, compungidas, azoradas, me compadecen.

IV

—Tarde o temprano, la historia tendrá que escribirse —dice el senador, moviéndose en el asiento hasta encontrar una postura cómoda para su pierna lesionada—. La verdadera, no el mito. Aunque no es el momento todavía.

Le pedí que la conversación fuera en un sitio tranquilo, pero él se empeñó en que viniera al Bar del Congreso. Como me temía, a cada momento nos interrumpen: colegas y periodistas se acercan, lo saludan, intercambian chismes, le hacen preguntas. Desde el atentado que lo dejó cojo, es uno de los parlamentarios más populares. Hablamos de manera entrecortada, con largos paréntesis. Le explico una vez más que no pretendo escribir la «verdadera historia» de Mayta. Sólo recopilar la mayor cantidad de datos y opiniones sobre él, para, luego, añadiendo copiosas dosis de invención a esos materiales, construir algo que será una versión irreconocible de lo sucedido. Sus ojitos saltones y desconfiados me escrutan sin simpatía.