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—Hola, madrina —dijo Mayta—. Feliz cumpleaños.

—¿La señora Josefa Arrisueño?

—Sí. Pase, pase.

Es una mujer que se conserva bien, pues tiene que haber dejado atrás los setenta. No lo delata en absoluto: su piel no luce arrugas y en sus cabellos trigueños hay pocas canas. Es regordeta pero bien formada, con unas caderas abundantes y un vestido lila ceñido por una correa roja. La habitación es amplia, oscura, con sillas disímiles, un gran espejo, una máquina de coser, un televisor, una mesa, un Señor de los Milagros, un San Martín de Forres, fotografías en la pared y un florero con rosas de cera. ¿Fue aquí la fiesta en la que Mayta conoció a Vallejos?

—Aquí mismo —asiente la señora Arrisueño, echando una mirada circular. Me señala una mecedora atiborrada de periódicos—: Los estoy viendo, ahí, conversa y conversa.

No había mucha gente, pero sí humo, voces, retintín de vasos y el vals ídolo a todo el volumen del picup. Una pareja bailaba y varias seguían el ritmo de la música batiendo palmas o canturreando. Mayta sintió, como siempre, que sobraba, que en cualquier momento metería la pata. Nunca tendría desenvoltura para alternar en sociedad. La mesa y las sillas habían sido arrinconadas de modo que hubiera sitio para bailar y alguien tenía una guitarra en los brazos. Estaban las gentes previsibles y otras más: sus primas, sus enamorados, vecinos del barrio, parientes y amistades que recordaba de otros cumpleaños. Pero al flaquito parlanchín lo veía por primera vez.

—No era un amigo de la familia —dice la señora Arrisueño—, sino enamorado o pariente o algo de una amiga de Zoilita, la mayor de mis hijas. Ella lo trajo y nadie sabía nada de él.

Pero pronto supieron que era simpático, bailarín, bueno para el trago, contador de chistes y conversador. Después de saludar a sus primas, Mayta, con un sandwich de jamón en una mano y un vaso de cerveza en la otra, buscó una silla donde derrumbar su cansancio. La única libre estaba junto al flaquito, quien, de pie, accionando, mantenía atento a un corro de tres: las primas Zoilita y Alicia y un viejo en zapatillas de levantarse. Tratando de pasar desapercibido, Mayta se sentó junto a ellos, a esperar que corriera el tiempo prudente para irse a dormir.

—Nunca se quedaba mucho —dice la señora Arrisueño, revolviendo sus bolsillos en pos de un pañuelo—. No le gustaban las fiestas. No era como todo el mundo. Nunca lo fue, ni de chico. Siempre serio, siempre formalito. Su madre decía: «nació viejo». Ella era mi hermana ¿sabe? El nacimiento de Mayta fue la desgracia de su vida, porque, apenas supo que había quedado embarazada, su novio se hizo humo. Hasta nunca jamás. ¿Usted cree que Mayta sería así por no haber tenido padre? Sólo venía a mí santo por cumplir conmigo. Yo me lo traje aquí cuando murió mi hermana. Fue el hombrecito que no me dio Dios. Sólo hijas tuve. Zoilita y Alicia. Las dos en Venezuela, casadas y con hijos. Les va muy bien allá. Yo hubiera podido casarme de nuevo, pero mis hijas se oponían tanto que me quedé viuda nomás. Un gran error, le digo. Porque, ahora, vea usted lo que es mi vida, sola como un hongo y expuesta a que los ladrones se metan aquí cualquier día. Mis hijas me mandan algo todos los meses. Si no fuera por ellas, no pararía la olla ¿sabe?

Mientras habla, me examina, disimulando apenas su curiosidad. Tiene una voz con gallos, parecida a la de Mayta, unas manos como tamales, y, aunque sonría a veces, ojos tristes y aguanosos. Se queja de la vida que sube, de los atracos callejeros —«No hay una sola vecina en esta calle que no haya sido asaltada por lo menos una vez»—, del robo a la sucursal del Banco de Crédito con un tiroteo que causó tantas desgracias, y de no haber podido irse también a Venezuela, donde al parecer sobra la plata.

—En el Salesiano, creíamos que Mayta se metería de cura —le digo.

—Mi hermana también lo creía —asiente, sonándose—. Y yo. Se persignaba al pasar por las iglesias, comulgaba cada domingo. Un santito. Quién lo hubiera dicho ¿no? Que terminara comunista, quiero decir. En ese tiempo parecía imposible que un beato se volviera comunista. También eso cambió, ahora hay muchos curas comunistas ¿no? Me acuerdo clarito el día que entró por esa puerta.

Avanzó hasta ella con sus libros del colegio bajo el brazo y, cerrando los puños como si fuera a trompearse, recitó de un tirón lo que venía a anunciarle, esa decisión que lo había tenido en vela toda la noche:

—Comemos mucho, madrina, no pensamos en los pobres. ¿Sabes lo que comen ellos? Te advierto que, desde hoy, sólo tomaré una sopa al mediodía y un pan en la noche. Como Don Medardo, el cieguito.