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—Hoy por hoy, no debe hacerse nada que afecte el gran proceso de unificación de la izquierda democrática en que estamos, lo único que puede salvar al Perú en las circunstancias actuales —murmura—. La historia de Mayta, por más que hayan pasado veinticinco años, puede sacar algunas ronchas.

Es un hombre delgado y habla con desenvoltura. Viste con elegancia, en sus cabellos enrulados abundan las canas, fuma con boquilla. A ratos, la pierna malograda parece dolerle, pues se la soba con fuerza. Escribe con corrección, para ser un político. Ésa fue la llave que le abrió las altas esferas del régimen militar del general Velasco, del que fue asesor. Él inventó buena parte de los estribillos con los que la dictadura se granjeó la aureola de progresista y fue director de uno de los diarios confiscados. Escribió discursos para el general Velasco (se los reconocía por ciertas palabrejas sociojurídicas que al dictador se le enredaban en los dientes) y representó, con un grupo pequeño, lo más radical del régimen. Ahora, el senador Campos es una personalidad moderada a la que la extrema derecha y la ultraizquierda maoísta y trotskista atacan con furia. Los guerrilleros lo han condenado a muerte y también los escuadrones de la libertad. Estos últimos— signo de los absurdos tiempos que vivimos— aseguran que es el jefe secreto de la subversión. Hace unos meses, una bomba deshizo su automóvil, hiriendo a su chófer y destrozándole la pierna izquierda, que ahora tiene rígida. ¿Quién lanzó la bomba? No se sabe.

—Pero, en fin —exclama de pronto, cuando, pensando que no hay modo de hacerlo hablar, estoy por despedirme—, si ya se enteró de tantas cosas, sepa también lo principaclass="underline" Mayta colaboró con los servicios de inteligencia del Ejército y, probablemente, con la CÍA.

—Eso no es cierto —protestó Mayta.

—Lo es —replicó Anatolio—. Lenin y Trotski condenaron siempre el terrorismo.

—La acción directa no es terrorismo —dijo Mayta—, sino, pura y simplemente, la acción insurreccional revolucionaria. Si Lenin y Trotski condenaron eso, no sé qué hicieron toda su vida. Convéncete, Anatolio, nos estábamos olvidando de lo importante. Nuestro deber es la revolución, la primera tarea de un marxista. ¿No es increíble que nos lo recuerde un alférez?

—¿Aceptas por lo menos que Lenin y Trotski condenaron el terrorismo? —hizo una retirada táctica Anatolio.

—Guardando las distancias, yo también lo condeno—asintió Mayta—. El terrorismo ciego, cortado de las masas, aleja al pueblo de la vanguardia. Nosotros vamos a ser algo distinto: la chispa que prende la mecha, la bolita de nieve que se vuelve huayco.

—Te sientes poeta, hoy —se echó a reír Anatolio, con una risa que parecía demasiado fuerte para el minúsculo cuartito.

«Poeta no, pensó. Más bien ilusionado, rejuvenecido.» Y con un optimismo que no había sentido en muchos años. Era como si la masa de libros y periódicos amontonados a su alrededor estuvieran ardiendo con un fuego tibio y envolvente que, sin quemarlo, mantenía su cuerpo y su espíritu en una especie de incandescencia. ¿Era esto la felicidad? La discusión en el Comité Central del POR(T) había sido apasionante, la más emotiva que recordaba en muchos años. Luego de la reunión, había ido a la Plazuela del Teatro Segura, a France Presse. Estuvo traduciendo cerca de cuatro horas. Pese a todo ese trajín, se sentía fresco y lúcido. Su informe sobre el Subteniente había sido aprobado y, también, su propuesta de tomar en consideración el plan de Vallejos. «Base de trabajo, plan de acción, qué jerga», pensó. El acuerdo era, en verdad, trascendentaclass="underline" hacer la revolución, ahora, de una vez. Mientras exponía, Mayta habló con una convicción que dejó conmovidos a sus camaradas: lo advirtió en sus expresiones y en que lo escucharon sin interrumpirlo ni una vez. Sí, era realizable, a condición de que una organización revolucionaria como el POR(T) la dirigiera y no un muchacho bien intencionado pero sin solidez ideológica. Entrecerró los ojos y la imagen surgió, nítida: una pequeña vanguardia bien armada y equipada, con apoyo urbano e ideas claras sobre la meta estratégica y los pasos tácticos, podía ser el foco del que la revolución irradiaría hacia el resto del país, la yesca y el pedernal que desatarían el incendio revolucionario. ¿Acaso las condiciones objetivas no estaban dadas desde tiempos inmemoriales en un país con las contradicciones de clase del Perú? Ese núcleo inicial, mediante audaces golpes de propaganda armada, iría creando las condiciones subjetivas para que los sectores obreros y campesinos se sumaran a la acción. Lo volvió al presente la figura de Anatolio, incorporándose de la esquina de la cama donde estaba sentado.

—Voy a ver si ya no hay cola o tendré que hacerme la caca en los pantalones, ya no aguanto.

Había bajado un par de veces y en los dos excusados encontró siempre a alguien esperando. Lo vio salir medio encogido, apretándose el estómago. Qué bien que Anatolio hubiera venido esta noche, qué bueno que hoy, cuando por fin ocurría algo importante, hoy que comenzaba algo nuevo, tuviera con quien compartir el borbotón de ideas de su cabeza. «El Partido ha dado un salto cualitativo», pensó. Estaba echado en su cama, el brazo derecho como almohada. El Comité Central del POR(T), luego de aprobar la idea de trabajar con Vallejos, designó un Grupo de Acción —el Camarada Jacinto, el Camarada Anatolio y el propio Mayta— encargado de preparar un calendario de actividades. Se decidió que Mayta viajara de inmediato a Jauja para ver sobre el terreno en qué consistía la pequeña organización de Vallejos y qué clase de contactos tenía con las comunidades del valle del Mantaro. Luego, los otros dos miembros del Grupo de Acción irían también a la sierra para coordinar el trabajo. La sesión del POR(T) terminó en estado de euforia. En ese mismo estado permaneció Mayta mientras traducía cables en la France Presse. Así había llegado a su cuarto del Jirón Zepita. En la puerta del callejón lo esperaba una figura juvenil, unos dientes brillando en la semioscuridad.

—Me he quedado tan sacudido que pasé a ver si podíamos charlar un rato —dijo Anatolio—. ¿Estás muy cansado?

—Al contrario, subamos —lo palmeó Mayta—. Yo también estoy todo revuelto. Porque, como dice Vallejitos, esto es dinamita pura.

Había habido rumores, insinuaciones, chismografías y hasta un volante que circuló por los patios de San Marcos, acusándolo. ¿De infiltrado? ¿De delator? Había habido, luego, hasta dos artículos con precisiones inquietantes sobre las actividades de Mayta.

—¿De soplón? —lo emplazo—. Sin embargo, ustedes… El senador Campos alza la mano y no me deja continuar:

—Nosotros éramos trotskistas, como Mayta, y esos ataques venían de los moscovitas, así que al principio no les hicimos caso —me explica, encogiéndose de hombros—. A los del POR nos decían zamba canuta, a diario. Entre irascos y moscos siempre imperó el cainismo. La filosofía de: «el peor enemigo es el que está más cerca, acabar con él aunque sea pactando con el diablo». Calla, porque, una vez más, un periodista se le acerca a preguntarle si es verdad lo que ha aparecido en un diario: que, asustado por las amenazas contra su vida, prepara una fuga al extranjero adonde viajará con el pretexto de hacerse operar nuevamente la pierna. El senador se ríe: «Puras calumnias. A leños que me maten, los peruanos tienen conmigo para rato». El periodista se va encantado con la frase. Pedimos otro café. «Ya sé que aquí en el Congreso somos unos privilegiados por poder tomar varios cafés al día en tanto que se ha vuelto un artículo de lujo para los demás peruanos. Pero no será por mucho tiempo. El concesionario tenía una reserva que se le está acabando.» Durante un rato monologa sobre los estragos de la guerra: el racionamiento, la inseguridad, la psicosis que vive la gente estos días con los rumores sobre el ingreso de tropas extranjeras al territorio. —Lo cierto es que los camaradas moscovitas tenían sus informes bien chequeados —empalma de pronto con lo que me decía—. El soplo les vino de arriba, seguramente. Moscú, el KGB. Por ahí se enterarían de las duplicidades de Mayta.