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Coloca un cigarrillo en su boquilla, lo prende, chupa, se soba la pierna. Ha puesto una cara apesadumbrada, como preguntándose si no ha ido demasiado lejos en sus revelaciones. Él y mi condiscípulo militaron juntos, compartieron sueños políticos, clandestinidad, persecución. ¿Cómo puede revelarme que Mayta fue una cucaracha inmunda con semejante indiferencia?

—Usted sabe que Mayta entró y salió de la cárcel muchas veces —echa la ceniza en la tacita de café vacía—. Allí debieron chantajearlo para que trabajara con ellos. A algunos la cárcel los endurece, a otros los ablanda.

Me mira, midiendo el efecto de sus palabras. Lo noto tranquilo, seguro de sí mismo, con esa expresión amable que no pierde ni en las más ardorosas polémicas. ¿Por qué odia a su antiguo camarada?

—Esas cosas son siempre difíciles de probar.

Allá, en algún momento del pasado, Mayta, irreconocible bajo bufandas grasientas, alarga libretas escritas con tinta invisible que contienen nombres, planos, lugares, a un militar incómodo en sus ropas de civil y a un extranjero desconfiado que no acierta con las preposiciones del español.

—Imposibles de probar —me rectifica—. Y, sin embargo, por una vez, pudieron probarse —toma aire y deja caer la hoja de la guillotina—: En la época del general Velasco descubrimos que la CÍA prácticamente dirigía nuestros servicios de inteligencia. Salieron muchos nombres. Entre ellos el de Mayta. Y, haciendo cálculos, recordando, resucitaron algunas cosas. Su comportamiento fue sospechoso desde que conoció a Vallejos.

—Es una acusación tremenda —le digo—. Espía del Ejército, agente de la CÍA y a la vez…

—Espía, agente, son palabras mayores —matiza él—. Informante, instrumento, víctima tal vez. ¿Ha hablado con alguien más que conociera a Mayta en ese tiempo?

—Con Moisés Barbi Leyva. ¿Cómo es posible que él no supiera nada de esto? Moisés estuvo en todos los preparativos de lo de Jauja, vio a Mayta incluso la víspera de…

Moisés es un hombre que sabe muchas cosas —sonríe el senador Campos.

¿Me va a revelar, también, que es un agente de la CÍA? No, jamás formularía semejante acusación contra el Director de un Centro que le ha publicado ya dos libros de investigación sociopolítica y uno de ellos prologado por el propio Barbi Leyva.

—Moisés es un hombre prudente, lleno de intereses que defender—desliza, con una moderada dosis de ácido—. Ha adoptado la filosofía de: «lo pasado, pisado». Es la mejor, si uno quiere evitarse problemas. Para desgracia mía, yo no soy como él. Nunca he tenido pelos en la lengua. Eso de decir siempre lo que pienso, ya me ha dejado cojo. Y me puede traer la muerte en cualquier momento. Lo que he ganado es poder mirar a mi familia sin avergonzarme.

Queda un momento cabizbajo, como turbado de haberse dejado arrastrar a semejante efusión autobiográfica.

—¿Qué opinión tiene Moisés del Mayta de entonces? —me pregunta, mirándome siempre la punta de los zapatos.

—La de un idealista algo ingenuo —le digo—. La de un hombre precipitado, conflictivo, pero revolucionario de pies a cabeza. Él queda meditabundo, entre rosquillas de humo.

—Se lo decía: mejor no levantar la tapa de esa olla para que no empiecen a salir olores que pueden asfixiar a muchos. —Hace una pequeña pausa, sonríe y ejecuta—: Fue Moisés quien presentó la acusación de infiltrado la noche que expulsamos a Mayta del POR(T).

Me ha dejado mudo: en el pequeño garaje, convertido en tribunal, un Moisés adolescente y tronante termina su requisitoria blandiendo un puñado de pruebas irrefutables. ¡Soplón! ¡Soplón! Lívido, encogido bajo el cartel de los ideólogos, mi condiscípulo no articula palabra. La puertecita se abrió y entró Anatolio.

—Creí que te habías pasado por el water —le dio la bienvenida Mayta.

—Ufff, ahora respiro mejor —se rió Anatolio, cerrando la puerta. Se había mojado el pelo, la cara y el pecho y su piel brillaba de gotitas de agua. Venía con la camisa en la mano y Mayta lo vio extenderla con cuidado a los pies del catre. «Qué pintoncito es», pensó. En su esbelto torso se insinuaban los huesos y la mata de vellos brillaba entre sus pechos. Sus brazos eran largos y armoniosos. Mayta lo había visto por primera vez hacía cuatro años, en una conferencia en el Sindicato de Construcción Civil. A cada momento lo interrumpía un grupo de muchachos de la Juventud Comunista, recitando la consabida cantaleta contra Trotski y el trotskismo: aliados de Hitler, agentes del imperialismo, validos de Wall Street. El más agresivo era Anatolio, jovencito de ojos grandes y pelos retintos, sentado en la primera fila. ¿Daría él la señal para agredirlo? A pesar de todo, había algo en el muchacho que a Mayta le cayó simpático. Tuvo uno de esos palpitos que había tenido otras veces, siempre fallidos. Esta vez, acertó. Cuando, al salir del Sindicato, los ánimos algo calmados, se le acercó y le propuso tomar un café juntos «para seguir ventilando nuestras discrepancias», el muchacho no se hizo de rogar. Más tarde, ya miembro del POR(T), Anatolio solía decirle: «Me hiciste un lavado de cabeza de jesuita, camarada». Era verdad, le había hecho un trabajo astuto y afectuoso. Le había prestado libros, revistas, lo había convencido que asistiera a un círculo de estudios marxistas dirigido por él, le había invitado incontables cafés persuadiéndolo de que el trotskismo era el verdadero marxismo, la revolución sin burocracia, despotismo ni corrupción. Y ahora estaba ahí, joven y buen mozo, con el torso desnudo, bajo el polvoriento cono de luz del cuchitril, alisando su camisa. Pensó: «Desde que me metí en esto con Vallejos no he vuelto a ver en sueños la cara de Anatolio». Estaba seguro: ni una sola vez. Buena cosa que Anatolio estuviera en el Grupo de Acción. Era con quien se llevaba mejor en el Partido y sobre quien tenía más influencia. Vez que quedaban en salir a vender Voz Obrera o a repartir volantes a la Plaza Unión y a las puertas de las fábricas de la Avenida Argentina, nunca se hacía esperar, a pesar de que vivía en el Callao.

—Me da una flojera irme a estas horas…

—Si no te importa la incomodidad, quédate.

Todos los camaradas del Comité Central del POR(T) habían dormido alguna noche en el cuartito, y, a veces, varios a la vez, unos sobre otros.

—No sé qué me da hacerte pasar una mala noche —dijo Anatolio—. Debías tener una cama más grande, para casos de emergencia.

Mayta le sonrió. Su cuerpo, arrebatado, se había puesto tenso. Se esforzó por pensar en Jauja. ¿Lo expulsaron del Partido después de lo de Jauja?

—Antes —me corrige, observando mi desconcierto con satisfacción—. Inmediatamente antes. Si mal no recuerdo, presentaron el asunto como si Mayta hubiera renunciado al POR(T). Una ficción piadosa, para no mostrar nuestras fisuras al enemigo. Pero fue expulsado. Luego, sucedió lo de Jauja y ya nada se pudo aclarar. ¿Recuerda la represión contra nosotros? Algunos caímos presos, otros pasaron a la clandestinidad. Lo de Mayta quedó enterrado. Así se escribe la historia, mi amigo. En medio de la confusión y de la ofensiva reaccionaria que provocó lo de Jauja, Mayta y Vallejos resultaron héroes…

Queda meditabundo, sopesando las extravagancias de la historia. Lo dejo reflexionar sin apremiarlo, seguro de que aún no ha concluido. ¿El abnegado Mayta convertido en monstruo bifronte, urdiendo una arriesgadísima conspiración para tender una trampa a sus camaradas? Es demasiado truculento: imposible de justificar en una novela que no adopte, de entrada, la irrealidad del género policial.

—Ahora, nada de eso tiene importancia —añade el senador—. Porque fracasaron. Querían liquidar para siempre a la izquierda. Sólo consiguieron anularla por unos años. Vino Cuba y, en 1963, lo de Javier Heraud. El 65, las guerrillas del MIR y del FLN. Derrota tras derrota para las tesis insurreccionales. Ahora salieron por fin con su gusto. Sólo que…