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—Sólo que… —digo.

—Sólo que esto ya no es la revolución sino el apocalipsis. ¿Alguna vez se imaginó alguien que el Perú podía vivir una hecatombe así? —Me mira—: Lo de ahora ha enterrado definitivamente la historia de Mayta y Vallejos. Hoy no se acuerda nadie de ella, estoy seguro. En fin ¿qué más?

—Vallejos —le digo—. ¿Era también un provocador? Chupa de su boquilla y arroja una bocanada de humo, ladeándose para no echármela en la cara.

—De Vallejos no hay pruebas. Pudo ser una herramienta de Mayta —hace otra vez el arabesco—. Es lo probable ¿no? Mayta era un zorro viejo y macuco, el otro un jovenzuelo inexperto. Pero, le repito, no hay pruebas.

Habla siempre con suavidad, saludando a la gente que entra o sale.

—Usted sabe que Mayta se pasó la vida cambiando de partidos —añade—. Y siempre dentro de la izquierda. ¿Voluble solamente o hábil? Ni yo mismo, que lo conocí bien, podría decirlo. Porque era una anguila: se escurría, no había manera de conocerlo a fondo. En todo caso, estuvo con unos y otros, cerca y dentro de todas las organizaciones progresistas. Una trayectoria sospechosa ¿no le parece?

—¿Y todas esas prisiones? —le digo—. La Penitenciaría, el Sexto, el Frontón.

—Tengo entendido que nunca duraron mucho tiempo —insinúa el senador—. Pasó por muchas cárceles en vez de lo que se dice estar. Lo cierto es que figuraba en los registros del servicio de inteligencia.

Habla con ecuanimidad, sin el menor asomo de inquina contra ese hombre al que acusa de mentir día y noche, a lo largo de los años, delatando y apuñaleando por la espalda a quienes confiaban en él, y de organizar una insurrección sólo para dar un pretexto que justificara una represión generalizada contra la izquierda. Lo detesta con todas sus fuerzas, no hay duda. Todo lo que me dice y sugiere contra Mayta debe venir de muy atrás, haber sido pensado, repensado, dicho una y otra vez en estos veinticinco años. ¿Hay una base cierta a la que su odio ha añadido una montaña? ¿Es todo una farsa para envilecer su recuerdo, en quienes todavía lo recuerdan? ¿A qué se debe ese odio? ¿Es político, personal, ambas cosas?

—Fue algo realmente maquiavélico —saca el pucho de la boquilla, valiéndose de un fósforo, y lo aplasta en el cenicero—. Al principio, dudábamos, parecía imposible el refinamiento con que nos había preparado la emboscada. Una operación maestra.

—¿Tenía sentido que los servicios de inteligencia y la CÍA organizaran semejante complot? —lo interrumpo—. ¿Para liquidar a una organización de siete miembros?

—Seis, seis —se ríe el senador Campos—. No se olvide que Mayta era uno de ellos — pero se pone serio al instante—: El blanco de la emboscada no fue el POR(T), sino toda la izquierda. Una operación preventiva: cortar de raíz cualquier intento revolucionario en el Perú. Pero les descubrimos el pastel, la provocación reventó y no tuvo el resultado que esperaban, ínfimos y todo, fuimos nosotros, los del POR(T), quienes libramos a la izquierda de un baño de sangre como el que ahora se está dando el país.

—¿En qué forma hizo fracasar la emboscada el POR(T) —le replico—. Lo de Jauja ocurrió ¿no es cierto?

—La hicimos fracasar en un noventa por ciento —apunta él—. Sólo en un diez por ciento consiguieron lo que querían. ¿Cuántos fuimos presos? ¿Cuántos tuvieron que esconderse? Por cuatro o cinco años nos tuvieron acorralados. Pero no acabaron con nosotros, que era lo que se habían propuesto.

—¿El precio no era muy alto? —le digo—. Porque Mayta, Vallejos… Me interrumpe el arabesco.

—Ser provocador y delator es riesgoso —afirma, con severidad—. Fracasaron y la pagaron, por supuesto. ¿No ocurre así, en ese oficio? Por lo demás, hay otra prueba. Pase revista a los sobrevivientes. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué han hecho después? ¿Qué hacen ahora mismo?

Por lo visto, el senador Campos ha perdido con los años el hábito de la autocrítica.

—Yo siempre pensé que la revolución comenzaría por la huelga general —dijo Anatolio.

—Desviación soreliana, tara anarquista —se burló Mayta—. Ni Marx, ni Lenin, ni Trotski dijeron nunca que la huelga general fuera el único método. ¿Te has olvidado de China? ¿Cuál fue el instrumento de Mao? ¿La huelga o la guerra revolucionaria? Arrímate, te vas a caer.

Anatolio se corrió un poco del filo del catre.

—Si el plan funciona, nunca fraternizarán en el Perú los soldados y el pueblo—dijo—. Será la guerra sin cuartel.

—Tenemos que romper los esquemas, las fórmulas huecas —Mayta tenía el oído atento, porque generalmente a esta hora se oían los ruiditos. Pese a su ansiedad, hubiera preferido no seguir hablando de política con Anatolio. ¿De qué, entonces? De cualquier cosa, pero no de esa militancia que establecía entre ellos una solidaridad abstracta, una fraternidad impersonal. Añadió—: A mí me cuesta más que a ti, porque soy más viejo.

Apenas cabían en el estrecho catre, que, al menor movimiento, crujía. Estaban sin camisa y sin zapatos, con los pantalones puestos. Habían apagado la luz y por la ventanita del frente entraba el resplandor de un farol. Lejos, de rato en rato, se oía el aullido lúbrico de una gata en celo: eso era la noche.

—Te voy a confesar algo, Anatolio —dijo Mayta. Boca arriba, apoyado siempre en su brazo derecho, había fumado una cajetilla en pocas horas. Pese a esas punzadas en el pecho, aún tenía ganas de fumar. La ansiedad lo ahogaba. Pensó: «Tranquilo, Mayta. No vas a hacer cojudeces ahora ¿no, Mayta?»—. Éste es el momento más importante de mi vida. Estoy seguro que lo es Anatolio.

—El de todos —dijo el muchacho, como un eco—. El más importante de la vida del Partido. Y ojalá que del Perú.

—Es diferente en tu caso —dijo Mayta—. Tú eres muy joven. Como lo es Pallardi. Ustedes están comenzando su vida de revolucionarios y la comienzan bien. Yo ya pasé los cuarenta años.

—¿Es ser viejo eso? ¿No es la segunda juventud?

—La primera vejez, más bien —murmuró Mayta—. Llevo cerca de veinticinco años en esto. En los últimos meses, en el último año, sobre todo desde que nos dividimos y nos quedamos reducidos a siete, todo el tiempo he tenido una palabrita en el oído: desperdicio.

Hubo un silencio. Lo rompieron los aullidos de la gata.

—Yo también me deprimo a veces —oyó decir a Anatolio—. Cuando las cosas van mal, es humano que uno lo vea todo negro. Pero en ti me asombra, Mayta. Porque si hay algo que siempre te he admirado, es el optimismo.

Hacía calor y los antebrazos de ambos, que se rozaban, estaban húmedos. También Anatolio permanecía boca arriba y Mayta podía ver, en la penumbra, sus pies desnudos, al borde de la cama, muy cerca de los suyos. Pensó que en cualquier momento se tocarían.

—Entiéndeme bien —dijo, disimulando su malestar—. No desanimado por dedicar mi vida a la revolución. Eso nunca, Anatolio. Cada vez que salgo a la calle y veo en qué país estoy, sé que no hay nada más importante. Sino por haber perdido el tiempo, por haber tomado el mal camino.

—Si me dices que te desengañaste de León Davidovich y del trotskismo, te mato — bromeó Anatolio—. No me voy a haber leído tanto mamotreto por gusto.

Pero Mayta no tenía ganas de bromear. Sentía exaltación y, al mismo tiempo, angustia. Su corazón latía con tanta fuerza que, se dijo, a lo mejor Anatolio oye esos latidos. El polvo acumulado entre los libros, papeles y revistas del cuchitril le hacía cosquillear la nariz. «Aguántate el estornudo o morirás», pensó absurdamente.

—Hemos perdido demasiado tiempo, Anatolio. En cuestiones bizantinas, unas pajas que no tenían nada que ver con la realidad. Desconectados de las masas, sin raíces en el pueblo. ¿Qué clase de revolución íbamos a hacer? Tú eres muy joven. Pero yo llevo muchos años en esto y la revolución no está ni un milímetro más cerca. Hoy, por primera vez, he sentido que avanzábamos. que la revolución no era un fantasma sino de carne y hueso.