—Cálmate, hermano —le dijo Anatolio, alargando la mano y palmeándole la pierna. Mayta se encogió como si en vez de un roce afectuoso en el muslo, hubiera recibido un golpe—. Hoy, en la reunión del Comité, cuando fundamentaste tu propuesta de pasar a la acción, que hasta cuándo seguir perdiendo el tiempo, nos tocaste las fibras. Nunca te oí hablar tan bien, Mayta. Te salía de las tripas. Yo pensaba: «Vámonos ahora mismo a la sierra, qué esperamos». Se me hizo un nudo aquí, te juro.
Mayta se ladeó, haciendo un esfuerzo, y vio dibujarse contra el fondo borroso del estante de libros el perfil de Anatolio: su mechón enrulado, la frente tersa, la blancura de los dientes, los labios entreabiertos.
—Vamos a empezar otra vida —susurró—. De la cueva al aire libre, de las intrigas de garaje y café a trabajar entre la masa y a golpear al enemigo. Vamos a zambullirnos en el pueblo, Anatolio.
Su cara estaba muy cerca del hombro desnudo del muchacho. Un olor a piel humana, fuerte, elemental, se le metió por la nariz y lo mareó. Sus rodillas, encogidas, rozaban la pierna de Anatolio. En la penumbra, Mayta apenas alcanzaba a divisar su perfil inmóvil. ¿Tenía los ojos abiertos? Su respiración movía regularmente su pecho. Despacio, estiró su húmeda mano derecha que temblaba y, palpando, llegó a su pantalón:
—Déjame corrértela —murmuró, con voz agonizante, sintiendo que todo su cuerpo ardía—. Déjame, Anatolio.
—Y, por último, hay el otro asunto que no hemos tocado, pero que, si queremos llegar al fondo de las cosas, tenemos que tocar—suspira el senador Campos, se diría que apenado—. Usted sabe que Mayta era invertido, por supuesto.
—Es algo de que se acusa a menudo a los adversarios en nuestro país. Difícil de probar, también. ¿Tiene relación con lo de Jauja?
—Sí, pues probablemente por ahí lo tenían agarrado —añade él—. Por ahí sería que lo pusieron contra la pared y lo obligaron a trabajar para ellos. Su talón de Aquiles. Bastaba que cediera una vez. ¿Qué le quedaba sino seguir colaborando?
—Por Moisés supe que se casó.
—Todos los maricones se casan —sonríe el senador—. Es el disfraz más socorrido. Además de farsa, su matrimonio fue un desastre. Duró apenas.
Ha comenzado la sesión del Senado, o la de Diputados, porque un rumor creciente y golpes de carpeta vienen de la sala de sesiones y se escuchan voces amplificadas por el parlante. El Bar se vacía. El senador Campos murmura: «Vamos a interpelar al Ministro. La Cámara le exigirá que diga de una vez si han ingresado tropas extranjeras al territorio». Pero no da señales de premura. Sigue hablando sin perder esa objetividad científica con que arropa su odio.
—Quizá ahí está la explicación —reflexiona, jugueteando con la boquilla—. ¿Se puede tener confianza en un homosexual? Un ser incompleto, feminoide, está hecho a todas las flaquezas, incluida la traición.
Animándose, ganado por el tema, se aparta de Mayta y de los sucesos de Jauja y me explica que el homosexualismo está íntimamente ligado a la división de clases y a la cultura burguesa. ¿Por qué, si no, no existen casi homosexuales en los países socialistas? No es casual, no se debe a que el aire de esas latitudes haga a las gentes virtuosas. Lástima que los países socialistas estén ayudando a la subversión en el Perú. Porque hay en esas sociedades mucho que imitar. En ellas ha desaparecido la cultura del ocio, el vacío anímico, esa inseguridad existencial típica de la burguesía que duda incluso del sexo con el que ha nacido. Maricón es indefinición, valga el pareado.
—¿No te da vergüenza? —lo oyó decir—. Aprovecharte siendo amigos, porque estoy en tu casa. ¿No te da vergüenza, Mayta?
Anatolio se había incorporado y estaba al borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos juntas, sosteniendo el mentón. El resplandor aceitoso de la ventana le daba en la espalda y recubría de un viso verde oscuro su piel lisa, en la que se marcaban las costillas.
—Sí, me da —murmuró Mayta. Hacía esfuerzos para hablar—. Olvídate de lo que ha pasado.
—Yo creí que éramos amigos —dijo el muchacho, con la voz rota, siempre dándole la espalda. Pasaba de la furia al desprecio y de nuevo a la furia—. ¡Qué decepción, carajo! ¿Creías que soy rosquete?
—Ya sé que no lo eres —susurró él. Al calor de hacía un momento había sucedido un frío que le calaba los huesos: trató de pensar en Vallejos, en Jauja, en los días exaltantes y purificadores que vendrían—. No me hagas sentir más mal de lo que me siento.
—¿Y cómo crees que me siento yo, carajo? —chilló Anatolio. Se movió, el pequeño catre crujió y Mayta pensó que el muchacho se iba a poner de pie, enfundarse la camisa y salir dando un portazo. Pero el catre se aquietó y la superficie tirante de esa espalda seguía allí—. Lo has jodido todo, Mayta. Qué bruto eres. Te escogiste un buen momento. Hoy, precisamente hoy.
—¿Ha pasado algo, acaso? —susurró Mayta—. No seas chiquillo. Hablas como si nos hubiéramos muerto.
—Para mí tú te has muerto esta noche.
Y en eso se oyeron, sobre sus cabezas, los ruiditos: tenues, múltiples, invisibles, repugnantes, informes. Durante unos segundos pareció un temblor, las viejas maderas del techo vibraban y parecía que fueran a desplomarse sobre ellos. Luego, con la misma arbitrariedad con que habían surgido, se apagaron. Otras noches, a Mayta lo crispaban. Hoy, los escuchó con agradecimiento. Sentía a Anatolio rígido y veía su cabeza adelantada, escuchando si volvían: se había olvidado, se había olvidado. Y Mayta pensó en sus vecinos, durmiendo de a tres, de a cuatro, de a ocho, en los cuartitos alineados en forma de herradura, indiferentes a las basuras, a los ruiditos. En este momento los envidiaba.
—Ratas —balbuceó—. En los entretechos. Hay montones. Dan sus carreras, se pelean, luego se calman. No tienen por donde entrar. No te preocupes.
—No me preocupo —dijo Anatolio. Y luego de un momento—. Allá donde vivo, en el Callao, también hay. Pero en el suelo, en los desagües, en… No sobre las cabezas de la gente.
—Al principio tenía pesadillas —dijo Mayta. Articulaba mejor, iba recuperando el control de sus músculos, podía respirar—. He puesto venenos, trampas. Una vez conseguimos que la Municipalidad fumigara. Inútil. Desaparecen unos días y vuelven.
—Mejor que los venenos y las trampas, los gatos —dijo Anatolio—. Tendrías que conseguirte uno. Cualquier cosa en vez de esa sinfonía sobre tu cabeza, carajo.
Como sintiéndose aludida, la gata en celo volvió a lanzar uno de sus aullidos obscenos, a lo lejos. A Mayta —con un vuelco en el corazón— le pareció que Anatolio sonreía.
—En el POR(T) se formó un Grupo de Acción para preparar con Vallejos lo de Jauja. Usted fue uno de los miembros ¿no es cierto? ¿Qué actividades tuvieron?
—Pocas y algunas bastante cómicas. —Con un gesto irónico el senador desvaloriza ese episodio antiguo y lo vuelve travesura—. Por ejemplo, nos pasamos una tarde moliendo carbón y comprando salitre y azufre para fabricar pólvora. No produjimos ni un miligramo, que recuerde.
Mueve la cabeza, divertido, y se demora en prender un nuevo cigarrillo. Echa el humo hacia arriba y contempla las volutas. Hasta los mozos se han ido; el Bar del Congreso parece más grande. Allá, en el hemiciclo, estalla una salva de aplausos. «Espero que la Cámara haga hablar a calzón quitado al Ministro. Y sepamos de una vez si hay marines en el Perú», reflexiona, olvidándose de mí por unos segundos. «Y si los cubanos están listos para invadirnos en la frontera con Bolivia.»
—En el Grupo de Acción empezamos a confirmar nuestras sospechas —vuelve luego al tema—. Ya antes lo habíamos puesto en observación, sin que él lo notara. Desde que, de la noche a la mañana, vino con que había encontrado a un militar revolucionario. Un alférez que iba a iniciar la revolución en la sierra, al que debíamos apoyar. Cambie de época, póngase en 1958. ¿No era sospechoso? Pero fue después, cuando a pesar de nuestra desconfianza, nos embarcó en la aventura de Jauja, que empezó a oler sucio.