No son las acusaciones contra Mayta y Vallejos las que me desconciertan, sino el método del senador, tan serpentino, azogue que no hay modo de coger. Habla con acento inconmovible, oyéndolo se diría que la duplicidad de Mayta es un axioma. Al mismo tiempo, pese a mis esfuerzos, no consigo sacarle una sola prueba terminante, nada más que esa telaraña de presunciones e hipótesis, en que me va enredando. «También se dice que los cubanos ya habrían entrado y que son ellos los que operan en Cusco y Puno», exclama de repente. «Ahora lo sabremos.»
Lo regreso a nuestro asunto:
—¿Recuerda algunos hechos que lo llevaron a sospechar?
—Innumerables —dice en el acto, mientras arroja una bocanada de humo—. Hechos que, sueltos, acaso no digan gran cosa, pero, relacionados, resultan aplastantes.
—¿Tiene en mente algún ejemplo concreto?
—Un buen día nos propuso incorporar al proyecto insurreccional a otros grupos políticos —dice el senador—. Empezando por los moscovitas. Había hecho gestiones, incluso. ¿Se da usted cuenta?
—Francamente, no —le respondo—. Todos los partidos de izquierda, moscovitas, pekineses, trotskistas, aceptaron años después la idea de una alianza, acciones conjuntas, incluso fundirse en un partido. ¿Por qué era sospechoso entonces algo que luego no lo ha sido?
—Luego son veinticinco años después —murmura él, con ironía—. Hace un cuarto de siglo un trotskista no podía proponer de la noche a la mañana que llamáramos a los moscovitas a colaborar. Entonces, eso era como si el Vaticano propusiera a los católicos convertirse al Islam. Semejante propuesta resultaba una autodelación. A Mayta los moscovitas lo odiaban a muerte. Y él los odiaba, al menos en apariencia. ¿Se imagina a Trotski llamando a colaborar a Stalin? —Mueve la cabeza con lástima—. El juego estaba claro.
—Yo nunca lo creí —dijo Anatolio—. Otros en el Partido, sí. Yo siempre te defendí diciendo son calumnias.
—Si hablando de eso te vas a olvidar, bueno, hablemos —susurró Mayta—. Si no, mejor no. Es un tema difícil, Anatolio, sobre el que estoy siempre confuso. Son muchos años a oscuras, tratando de entender.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Anatolio—. Me voy ahorita mismo.
Pero no se movió. ¿Por qué Mayta no podía dejar de pensar en esas familias de los otros cuartitos, amontonadas en la oscuridad, padres e hijos y entenados compartiendo colchones, mantas, el aire viciado y el mal olor de la noche? ¿Por qué los tenía tan presentes ahora, cuando no los recordaba jamás?
—No quiero que te vayas —dijo—. Quiero que te olvides de lo que pasó y que nunca más hablemos de eso.
Traqueteante, impertinente, sin duda viejísimo y parchado de pies a cabeza, cruzó la calle vecina un automóvil, remeciendo los vidrios.
—No sé —dijo Anatolio—. No sé si podré olvidarlo y dejar que todo vuelva a ser como antes. ¿Qué te pasó, Mayta? ¿Cómo pudiste?
—Te lo voy a decir, si tanto te empeñas —se oyó decir, con una resolución que lo sorprendió. Cerró los ojos, y, temiendo de nuevo que la lengua fuera en cualquier momento a desobedecerle, continuó—: Estaba contento desde la reunión del Comité. Estaba como si me hubieran cambiado la sangre, con la idea de pasar por fin a la acción. Estaba… en fin, tú viste cómo estaba, Anatolio. Fue por eso. La excitación, el entusiasmo. Es malo, el instinto ciega a la razón. Sentí deseo de tocarte, de acariciarte. Muchas veces he sentido eso desde que te conozco. Pero siempre me contuve y tú ni lo notabas. Esta noche no pude. Sé que tú nunca sentirías deseos de dejarte tocar por mí. Lo más que yo puedo conseguir de alguien como tú, Anatolio, es que me deje corrérsela.
—Tendría que informar al Partido y pedir que te expulsen.
—Y ahora sí me voy a tener que despedir —dice súbitamente el senador Campos, echando un vistazo a su reloj y volviendo la cabeza en dirección a la sala de sesiones—. Se va a discutir el proyecto bajando el servicio militar obligatorio a los quince años. Soldaditos de quince años, qué le parece. Bueno, entre los otros hay hasta niños de primaria…
Se pone de pie y yo lo imito. Le agradezco el tiempo que me dedicó, aunque, le confieso, me voy algo frustrado. Esos cargos tan severos contra Mayta y su interpretación de los sucesos de Jauja como una simple trampa, no me parecen muy fundados. Él sigue sonriendo con amabilidad.
—No sé si he hecho bien habiéndole con tanta franqueza —me dice—. Es mi defecto, ya lo sé. Más en este caso, en el que, por razones políticas, es preferible no remover el barro para no salpicar a mucha gente. Pero, en fin, usted no es historiador sino novelista. Si me hubiera dicho voy a escribir un ensayo, un libro sociopolítico, me hubiera quedado mudo. Una ficción es distinto. Es libre de creerme o no, por supuesto.
Le aclaro que todos los testimonios que consigo, ciertos o falsos, me sirven. ¿Le pareció que desecharía sus afirmaciones? Se equivoca; lo que uso no es la veracidad de los testimonios sino su poder de sugestión y de invención, su color, su fuerza dramática. Eso sí, tengo el palpito de que sabe más de lo que me ha dicho.
—Y eso que hablé como un loro —me responde, sin extrañarse—. Hay cosas que no contaría aunque me despellejaran vivo. Tiempo al tiempo y a la historia, mi amigo.
Caminamos hacia la puerta de salida. Los pasillos del Congreso están muy concurridos: comisiones que vienen a entrevistarse con los parlamentarios, mujeres que llevan cartapacios, y simpatizantes de partidos políticos que, encuadrados por tipos con brazaletes, hacen cola para subir a las galerías de la Cámara de Diputados, donde el debate sobre la nueva ley de servicio militar promete ser candente. La seguridad es ubicua: guardias civiles con fusiles, investigadores de civil con metralletas, y, además, los guardaespaldas de los parlamentarios. Como no se les permite entrar a las salas de sesiones, estos últimos se pasean de un lado a otro, sin ocultar los revólveres que llevan en cartucheras o embutidos entre el pantalón y la camisa. La policía practica un minucioso registro de cada persona que cruza el vestíbulo, obligándola a abrir paquetes y carteras, en busca de explosivos. Estas precauciones no han impedido que en las últimas semanas haya habido dos atentados en el interior del Congreso, uno de ellos muy serio: una carga de dinamita que estalló en Senadores con un saldo de dos muertos y tres heridos. El senador Campos cojea, ayudándose de un bastón, y saluda a diestra y siniestra. Me acompaña hasta la salida. Atravesamos esa atmósfera atestada de gente, de armas y de controversia política que parece un campo minado. Tengo la sensación de que bastaría un incidente ínfimo para que el Congreso reviente como un polvorín.
—Qué bueno un poco de aire fresco —dice el senador, en la puerta—. Llevo no sé cuántas horas aquí y el aire está viciado con tanto humo. Bueno, yo he puesto mi granito de arena. Fumo mucho. Tendré que dejar el cigarrillo un día de éstos. En realidad, lo he dejado como media docena de veces.
Me toma familiarmente del codo, pero es para hablarme al oído:
—Respecto a lo que hemos conversado, yo no le he dicho nada. Ni sobre Mayta ni sobre Jauja. Nadie me acusará de contribuir, en estos momentos, a la división de la izquierda democrática, resucitando una polémica sobre los hechos prehistóricos. Si usted tomara mi nombre, me obligaría a desmentirlo —continúa, como bromeando, pero los dos sabemos que por debajo del tono ligero, formula una advertencia—. La izquierda decidió enterrar ese episodio y eso es lo razonable por ahora. Ya habrá oportunidad de sacar los trapitos al sol.
—Está perfectamente claro, senador. No tema nada.
—Si me hiciera decir algo, tendría que enjuiciarlo por falsía —dice él, guiñándome un ojo y tocándose, como de casualidad, la parte abultada del saco, donde lleva el revólver—. Pero la verdad ya la sabe, y, eso sí, sin nombrarme, úsela.