Me estira una mano cordial y me guiña otra vez el ojo, con picardía: tiene unos dedos breves y delicados que cuesta imaginar apretando un gatillo.
—¿Alguna vez has envidiado a los burgueses? —dijo Mayta.
—¿Por qué me preguntas eso? —se sorprendió Anatolio.
—Porque yo, que siempre los desprecié, algo les envidio —dijo Mayta. ¿Lo haría reír?
—¿Qué cosa?
—Poder bañarse todos los días —Mayta confiaba en que el muchacho al menos sonreiría, pero no lo vio hacer ni el más mínimo gesto. Seguía sentado en el filo del catre; se había ladeado levemente de modo que alcanzaba ahora a ver su perfil, alargado, muy serio, moreno, huesudo, sobre el que daba de lleno el resplandor de la ventana. Tenía una boca de labios anchos, muy pronunciados, y sus dientes grandes parecían fosforecer.
—Mayta.
—Sí, Anatolio.
—¿Crees que nuestra relación podrá ser la de antes, después de esta noche?
—Sí, la misma de antes —dijo Mayta—. No ha pasado nada, Anatolio. ¿Acaso pasó algo? Métete eso en la cabeza de una vez.
Brevísimas, disminuidas, se oyeron otra vez las carreritas en el entretecho y Mayta percibió que el muchacho se enderezaba, tenso.
—No sé cómo puedes dormir con ese ruido todas las noches.
—Puedo dormir con ese ruido porque no hay más remedio —repuso Mayta—. Pero no es cierto que el hombre se acostumbre a todo, como dicen. Yo no me he acostumbrado a no poder bañarme cuando quiera. Y eso que ya me olvidé cuándo fue la última vez que viví en una casa con ducha. Creo que la de mi tía Josefa, en Surquillo, hace siglos. Sin embargo, es algo que extraño todos los días. Cuando regreso cansado y sólo me puedo lavar como un gato ahí en el patio y me subo acá un lavador y me doy un baño de pies, pienso qué rico una ducha, meterse bajo el chorro y que el agua se lleve la mugre, las preocupaciones. Dormir fresquecito… Qué buena vida la de los burgueses, Anatolio.
—¿No hay ningún baño público cerca?
—Hay uno a cinco cuadras, que es donde voy una o dos veces por semana —dijo Mayta—. Pero no siempre tengo plata. Un baño cuesta lo mismo que una comida en el Comedor Universitario. Puedo vivir sin bañarme pero no sin comer. ¿Tú tienes ducha en tu casa?
—Sí —dijo Anatolio—. El problema es que no siempre hay agua.
—Qué suertudo —bostezó Mayta—. Ya ves, en algo te pareces a los burgueses.
Anatolio tampoco sonrió esta vez. Estuvieron callados y quietos, cada uno en su postura. Aunque la oscuridad seguía siendo la misma, Mayta notaba, al otro lado de la ventanita, síntomas del amanecer: motores de automóviles, una que otra bocina, voces indiscernibles, trajín. ¿Serían las cinco, las seis? Se habían pasado la noche en vela. Se sentía débil, como si hubiera hecho un gran esfuerzo o convaleciera de una penosa enfermedad.
—Durmamos un rato —dijo, poniéndose boca arriba. Se tapó los ojos con el antebrazo y se corrió lo más que pudo para hacerle sitio—. Debe ser tardísimo. Mañana, mejor dicho hoy, habrá que empezar a romperse el lomo.
Anatolio no dijo nada, pero, al poco rato, Mayta lo sintió moverse, oyó crujir la cama y lo espió extenderse también de espaldas, a su lado, cuidando de no tocarlo.
—Mayta.
—Sí, Anatolio.
El muchacho no dijo nada, por más que Mayta esperó un buen rato. Lo sentía respirar ansiosamente. Su cuerpo, indócil, otra vez había empezado a caldearse.
—Duérmete —repitió—. Y, mañana, a pensar sólo en Jauja, Anatolio.
—Puedes corrérmela, si quieres —lo oyó susurrar, con timidez. Y, más bajo aún, asustado—: Pero nada más que eso, Mayta.
El senador Anatolio Campos se aleja y yo me quedo en lo alto de las escalinatas del Congreso, frente al río de gente, microbuses, automóviles, colectivos, el tráfago y el bullicio de la Plaza Bolívar. Hasta que se pierde de vista por la Avenida Abancay, sigo a un viejísimo ómnibus de línea, grisáceo y vencido sobre su derecha, cuyo tubo de escape, una chimenea a la altura del techo, va dejando una estela de humo negro, y en cuyas puertas un tumor de gente se sostiene de milagro, rozando los coches, los postes de luz, los peatones. Es la hora de salida del trabajo. En todas las esquinas hay una compacta aglomeración esperando a los ómnibus y microbuses; cuando el vehículo llega se produce en torno una escaramuza de empujones, exclamaciones, forcejeos e insultos. Son gente humilde y sudorosa, hombres y mujeres para quienes este combate callejero por trepar a los hediondos armatostes —en los que, cuando consiguen subir, viajan media hora, tres cuartos de hora, de pie, apretados, acalorados— es la diaria rutina. Y estos peruanos son, pese a sus ropas pobres y algo ridículas, a sus faldas huachafas y a sus corbatitas grasientas, miembros de una minoría tocada en la frente por la diosa fortuna, pues, por modesta y monótona que sea su vida, tienen trabajo como oficinistas o funcionarios, un sueldito, seguridad social y garantía de jubilación. Grandes privilegiados si se los compara, por ejemplo, con esos cholitos descalzos, a quienes veo tirar de una carreta de botellas vacías, escupiendo y esquivando a los autos, o con esa familia de andrajosos —una mujer sin edad, cuatro chiquillos de pieles arrebosadas por la mugre— que, desde las gradas del Museo de la Inquisición, alargan automáticamente las manos apenas me ven acercarme: «Una caridad, papacho», «Ya, pues, señorcito»…
Bruscamente, en vez de seguir rumbo a la Plaza San Martín, decido entrar al Museo de la Inquisición. No he estado aquí hace mucho tiempo, acaso desde la época en que vi a mi condiscípulo Mayta por última vez. Mientras hago la visita, no puedo sacarme de la cabeza su cara, como si esa imagen de hombre prematuramente envejecido y fatigado que vi en la fotografía de la casa de su madrina, fuera convocada de manera irresistible por la vivienda que visito. ¿Cuál es el vínculo? ¿Qué hilo secreto une a la todopoderosa institución guardiana durante tres siglos de la ortodoxia católica en el Perú y en Sudamérica, y al oscuro militante revolucionario que hace veinticinco años, por un momento breve como un relámpago, salió a la luz?
Lo que fue el Palacio de la Inquisición está en ruinas, pero el artesonado de caoba del siglo XVIII se conserva bien, como lo explica una recitativa maestra a un grupo de escolares. Hermoso artesonado: los inquisidores eran hombres de gusto. Han desaparecido casi todos los azulejos sevillanos que los dominicos importaron para engalanar el lugar. También los ladrillos del piso fueron traídos de España; están irreconocibles por el tizne. Me detengo un rato en el escudo de piedra que señoreó orgullosamente en el frontón de este Palacio, con su cruz, su espada y su laurel. Reposa ahora sobre un desvencijado caballete.
Los inquisidores se instalaron aquí en 1584, después de haber pasado sus primeros quince años frente a la iglesia de La Merced. Compraron el solara Don Sancho de Ribera, hijo de uno de los fundadores de Lima, por una módica suma, y desde aquí velaron por la pureza espiritual de lo que son hoy Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia, Argentina, Chile y Paraguay. Desde esta sala de audiencias, tras esta robusta mesa cuyo tablero es de una pieza y tiene monstruos marinos en vez de patas, los inquisidores de blancos hábitos y su ejército de licenciados, notarios, tinterillos, carceleros y verdugos, combatieron esforzadamente la hechicería, el satanismo, el judaísmo, la blasfemia, la poligamia, el protestantismo, las perversiones. «Todas las heterodoxias y los cismas», pensó. Era un trabajo arduo, riguroso, legalístico, maniático, el de los señores inquisidores, entre quienes figuraron (y con quienes colaboraron) los más ilustres intelectuales de la época: abogados, teólogos, catedráticos, oradores sagrados, versificadores, prosistas. Pensó: «¿Cuántos homosexuales quemarían?». Una puntillosa investigación, que borroneaba innumerables páginas de un expediente archivado con esmero, precedía cada condena y auto de fe. Pensó: «¿Cuántos locos torturarían? ¿Cuántos ingenuos agarrotarían?». Pasaban años antes de que el alto Tribunal del Santo Oficio dictara sentencia desde esta mesa que adornan una calavera y unos tinteros de plata con figuras labradas de espadas, cruces y peces y la inscripción: «Yo, la luz de la verdad, guío tu conciencia y tu mano. Si no aplicas la justicia, en tu fallo labrarás tu propia ruina». Pensó: «¿A cuántos santos de verdad, a cuántos audaces, a cuántos pobres diablos quemarían?».