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Una larga digresión lo aparta de Vallejos. A pesar de que es un hombre anciano y enfermo —le han quitado un riñón, tiene presión alta y unas varices que lo hacen ver a Judas—, retirado de toda actividad política, las autoridades, hace un par de años, cuando las acciones terroristas cobraron auge en la provincia, quemaron todos sus libros y lo tuvieron preso una semana. Le pusieron electrodos en los testículos, para que confesara una supuesta complicidad con la guerrilla. ¿Qué complicidad podía tener él cuando era vox populi que los insurrectos lo tenían en su lista negra, por infames calumnias? Se levanta, abre un cajón, saca un papelito y me lo muestra: «Estás sentenciado a muerte por el pueblo, perro traidor». Se encoge de hombros: era viejo y no le importaba la vida. Que lo mataran, qué mierda. No se cuidaba: vivía solo y no tenía ni un palo para defenderse.

—Así que usted enseñó marxismo a Vallejos —aprovecho para interrumpirlo—. Yo creía que había sido Mayta, más bien.

—¿El trosco? —Se revuelve en el asiento, con gesto desdeñoso—. ¡Pobre Mayta! Andaba en Jauja medio sonámbulo por el soroche…

Era verdad. Nunca había sentido una opresión semejante en las sienes y ese atolondramiento del corazón, interrumpido de pronto por unas desconcertantes pausas en las que parecía dejar de latir. Mayta tenía la impresión de vaciarse, la desaparición súbita de sus huesos, músculos, venas, y un frío polar congelaba la gran oquedad bajo su piel. ¿Se iba a desmayar? ¿Iba a morir? Era un malestar sinuoso y traicionero: iba y venía, estaba a la orilla de un precipicio y la amenaza de caer al abismo nunca se cumplía. Le pareció que todos, en el atestado cuartito del Chato Ubilluz, se daban cuenta. Varios fumaban y una nube grisácea, con moscas, deformaba las caras de los muchachitos sentados en el suelo, que, de tanto en tanto, interrumpían con preguntas el monólogo de Ubilluz. Mayta había perdido el hilo: estaba junto a Vallejos, en un banquito, con la espalda apoyada en el estante de libros, y, aunque quería escuchar, atendía sólo a sus venas, a sus sienes, a su corazón. Al mal de altura se añadía una sensación de ridículo. «¿Tú eres el revolucionario que ha venido a tomar examen a estos camaradas?» Pensó: «Los tres mil quinientos metros te han convertido en un alfeñique con taquicardia». Vagamente, oía a Ubilluz explicar a los muchachos —¿trataba de impresionarlo a él con sus confusos conocimientos de marxismo?— que la manera de sacar adelante la revolución era interpretando correctamente las contradicciones sociales y las características que asumía en cada etapa la lucha de clases. Pensó: «La nariz de Cleopatra». Sí, ahí estaba: el imponderable que trastorna las leyes de la historia y troca la ciencia en poesía. Qué estúpido no prever lo más obvio, que un hombre que sube a los Andes puede sufrir soroche, no comprar algunas pastillas de coramina para contrarrestar la diferencia de presión atmosférica sobre su organismo. Vallejos le preguntó: «¿Te sientes bien?». «Sí, perfecto.» Pensó: «He venido a Jauja para que un profesorcito que mea fuera de la bacinica me dé una clase de marxismo». Ahora, el Chato Ubilluz lo señalaba, dándole la bienvenida: era el camarada de Lima del que les habló Vallejos, alguien con gran experiencia revolucionaria y sindical. Lo invitó a hablar y, a los muchachos, a que le hicieran preguntas. Mayta sonrió a la media docena de caras lampiñas que se habían vuelto a mirarlo, con curiosidad y cierta admiración. Abrió la boca:

—El gran culpable, si se trata de buscar culpables —repite el Profesor Ubilluz, con la cara avinagrada—. Nos engañó a su gusto. Se suponía que era el enlace con los revolucionarios de Lima, con los sindicatos, con el Partido, que representaba a cientos de camaradas. En realidad, no representaba a nadie y no era nadie. Un trosco, para colmo de males. Su sola presencia ya nos cerró la posibilidad de que el Partido Comunista nos apoyara. Éramos muy ingenuos, es verdad. Yo sabía marxismo, pero no sabía siquiera cuál era la fuerza del Partido, ni las divisiones en la izquierda. Y Vallejos, por supuesto, menos que yo. ¿Así que usted creía que el trosco Mayta adoctrinó al Alférez? Nada de eso. Apenas si se vieron, en una que otra escapadita de Vallejos a Lima. Fue en este cuartito donde el Alférez aprendió la dialéctica y el materialismo.

El Profesor Ubilluz pertenece a una vieja familia jaujina, en la que ha habido subprefectos, alcaldes y muchos abogados. (La abogacía es la profesión serrana por excelencia y Jauja tiene el cetro de número de abogados por habitante.) Debían ser gente acomodada, porque, me dice, muchos parientes suyos han conseguido irse al extranjero: México, Buenos Aires, Miami. Él no, él se quedará acá hasta el final, con amenazas o con lo que sea, y se hundirá con lo que se hunda. No sólo porque carece de medios para irse, sino por su espíritu de contradicción, esa rebeldía que, de joven, hizo que, a diferencia de sus primos, tíos y hermanos, de vidas ocupadas por las chacras, el comercio de abarrotes o el ejercicio de las leyes, se dedicara a la enseñanza y se convirtiera en el primer marxista de la ciudad. Lo ha pagado, añade: incontables prisiones, palizas, agravios. Y, todavía peor, la ingratitud de la propia izquierda que, ahora que ha crecido y está por tomar el poder, se olvida de los que abrieron el surco y echaron las simientes.

—Las verdaderas lecciones de filosofía y de historia, las que no podía dar en el San José, las di en este cuartito —exclama, con orgullo—. Mi casa fue una universidad del pueblo.

Calla, porque oímos un ruido herrumbroso y voces militares. Me asomo a espiar por los visillos: está pasando la tanqueta, la misma que vi en la estación. Junto a ella trota, a la voz de mando de un oficial, una sección de soldados. Desaparecen en la esquina de la cárcel.

—¿No fue Mayta quien planeó todo, entonces? —le pregunto, de manera abrupta—. ¿No fue él quien ideó todos los detalles de la insurrección?

La sorpresa que gana su cara medio amoratada, llena de puntitos blancos de barba, parece sincera. Como si hubiera oído mal o no supiera de qué hablo.

—¿El trosco Mayta autor intelectual de la insurrección? —silabea, con esa acuciosa dicción serrana que no deja escapar ni la aureola de las palabras—. ¡Qué ocurrencia! Cuando vino aquí, todo estaba cocinado por Vallejos y por mí. No tuvo vela en ese entierro hasta el final. Le voy a decir algo más. Se le comunicaron los detalles sólo al último minuto.

—¿Por desconfianza? —lo interrumpo.

—Por precaución —dice el Profesor Ubilluz—. Bueno, si le gusta la palabra, por desconfianza. No de que fuera a ir con el soplo, sino de que se echara atrás. Con Vallejos decidimos tenerlo en ayunas, cuando nos fuimos dando cuenta de que no tenía personería, que era él solito. ¿Qué de raro que, a la hora de la hora, el pobre se echara atrás? No era de aquí, no aguantaba siquiera la altura. Jamás había agarrado un arma. Vallejos le enseñó a disparar, en un arenal de Lima. ¡Vaya revolucionario el que se fue a conseguir! Hasta marica dicen que era.

Se ríe, con su risita forzada de costumbre, y estoy a punto de decirle que, sin embargo, a diferencia de él, que no estuvo donde debía estar —por una razón que ojalá me aclare—, Mayta, pese a su soroche y a no representar a nadie, sí estuvo junto a Vallejos cuando —la expresión es suya— «las papas empezaron a quemar». Estoy a punto de decirle que muchos otros me han dicho, de él, lo que él dice de Mayta: que fue el gran culpable, el desertor. Pero por supuesto que no le digo nada de eso. No estoy aquí para contradecir a nadie. Mi obligación es escuchar, observar, cotejar las versiones, amasarlo todo y fantasear. Vuelve a oírse, afuera, el ferruginoso paso de la tanqueta y el trote de los soldados.

Cuando uno de los muchachos dijo «es hora de irse», Mayta sintió alivio. Se sentía algo mejor, después de haber pasado momentos agónicos: respondía a las preguntas de Ubilluz, de Vallejos, de los josefinos, y, a la vez, estaba pendiente del malestar que le atenazaba la cabeza y el pecho y parecía alborotar su sangre. ¿Había respondido bien? Por lo menos, había mostrado una seguridad que estaba lejos de sentir, y, al absolver las dudas de los muchachos, había tratado de no mentir, pero, también, de no decir verdades que enfriaran su entusiasmo. No había sido fácil. ¿Los apoyaría la clase obrera de Lima una vez que estallara la acción revolucionaria? Sí, aunque no de inmediato. En un principio, se sentiría indecisa, confusa, por la desinformación de la prensa y de la radio, por las mentiras del poder y de los partidos de la burguesía, y quedaría paralizada por la brutalidad de la represión. Pero esa misma represión le iría abriendo los ojos, revelándole quiénes defendían sus intereses y quiénes, además de explotarla, la engañaban. Porque la acción revolucionaria potenciaría la lucha de clases a niveles de gran violencia. Los ojos muy abiertos de los muchachitos, su atenta inmovilidad, conmovieron a Mayta. «Te creen todo lo que les dices.» Ahora, mientras los josefinos se despedían de él dándole ceremoniosamente la mano, se preguntó cuál sería, en verdad, la actitud del proletariado limeño al estallar las acciones. ¿Indiferencia? ¿Hostilidad? ¿Desdén hacia esa vanguardia que se batía por él en la sierra? Lo cierto era que los sindicatos estaban controlados por el Apra, aliada del gobierno pradista, y enemiga de todo lo que oliera a socialismo. Tal vez seria diferente con los pocos sindicatos, como Construcción Civil, en los que tenía influencia el Partido Comunista. No, tampoco. Los acusarían de provocadores, de hacer el juego al gobierno, de servirle en bandeja el pretexto para poner fuera de la ley al Partido y deportar y encarcelar a los progresistas. Imaginó los titulares de Unidad, el texto de los volantes que repartirían, los artículos en la Voz Obrera del POR rival. Sí, todo aquello sería cierto en la primera etapa. Pero, estaba seguro, si la insurrección conseguía durar, desarrollarse, socavar aquí y allá al poder burgués, obligándolo a quitarse la máscara liberal y a mostrar su cara sangrienta, la clase obrera iría sacudiéndose de su letargo, de los engaños reformistas, de sus líderes corruptos, de la ilusión de que podía coexistir con la clase entreguista e incorporándose a la lucha.