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—Por esa ventolera terminó en el hospital —recuerda Doña Josefa.

La ventolera le duró varios meses y lo fue enflaqueciendo, sin que en la clase adivináramos el porqué, hasta que el Padre Giovanni nos lo reveló, lleno de admiración, el día que lo internaron en el Hospital Loayza. «Todo este tiempo ha estado privándose de comer, para identificarse con los pobres, por solidaridad humana y cristiana», murmuraba, pasmado con lo que la madrina de Mayta había venido a contar al colegio. A nosotros la historia nos dejó confusos, tanto que no nos atrevimos a hacerle muchas bromas cuando volvió, repuesto a base de inyecciones y tónicos. «Este muchacho dará que hablar», decía el Padre Giovanni. Sí, dio que hablar, pero no en el sentido que usted creía, Padre.

—En mala hora se le ocurrió venir esa noche —suspira la señora Arrisueño—. Si no hubiese venido, no habría conocido a Vallejos y no habría pasado nada de lo que pasó. Porque fue Vallejos el invencionero, eso lo sabe todo el mundo. Mayta venía, me daba el abrazo y al ratito se iba. Pero esa noche se quedó hasta el último, habla que habla con Vallejos, en ese rincón. Habrán pasado veinticinco años y me acuerdo como si fuera ayer. La revolución para aquí, la revolución para allá. Toda la santa noche.

¿La revolución? Mayta se volvió a mirarlo. ¿Había hablado el muchacho o el viejo en zapatillas?

—Sí, señor, mañana mismo —repitió el flaquito, elevando el vaso que empuñaba en la mano derecha—. La revolución socialista podría empezar mañana mismo, si quisiéramos. Como se lo digo, señor.

Mayta volvió a bostezar y se desperezó, sintiendo cosquillas en el cuerpo. El flaquito hablaba de la revolución socialista con el mismo desparpajo con que, un momento atrás, contaba chistes de Otto y Fritz o la última pelea de «nuestro crédito nacional, Frontado». A pesar de su cansancio, Mayta se puso a escuchar: eso que estaba pasando en Cuba no era nada comparado con lo que podría pasar en el Perú, si quisiéramos. El día que los Andes se muevan, el país entero temblará. ¿Sería aprista? ¿Sería rabanito? Pero, un comunista en la fiesta de su madrina, imposible. Mayta no recordaba haber oído jamás hablar a nadie de política en esta casa.

—¿Y qué está pasando en Cuba? —preguntó la prima Zoilita.

—Ese Fidel Castro juró que no se cortará la barba hasta derrocar a Batista —se rió el flaquito—. ¿No has visto lo que hacen por el mundo los del 26 de Julio? Pusieron una bandera en la estatua de la libertad, en Nueva York. Batista se hunde, es ya un colador.

—¿Quién es Batista? —preguntó la prima Alicia.

—Un déspota —explicó el flaquito, con ímpetu—. El dictador de Cuba. Lo que pasa allá no es nada comparado con lo que puede pasar acá. Gracias a nuestra geografía, quiero decir. Un verdadero regalo de Dios para la revolución. Cuando los indios se alcen, el Perú será un volcán.

—Bueno, pero ahora bailen —dijo la prima Zoilita—. Aquí se viene a bailar. Voy a poner algo movido.

—Las revoluciones son cosa seria, yo por lo menos no soy partidario —oyó Mayta decir al anciano en zapatillas, con voz pedregosa—. Cuando el levantamiento aprista de Trujillo, el año treinta, hubo una matanza de padre y señor mío. Los apristas se metieron al cuartel y liquidaron no sé cuántos oficiales. Sánchez Cerro mandó aviones, tanques, los aplastó y fusilaron a mil apristas en las ruinas de Chan Chan.

—¿Usted estuvo ahí? —abrió los ojos el flaquito, entusiasmado. Mayta pensó: «Las revoluciones y los partidos de fútbol son para él la misma cosa».

—Yo estaba en Huánuco, en mi peluquería —dijo el viejo en zapatillas—. Hasta allá arriba llegaron ecos de la matanza. A los pocos apristas que había en Huánuco, los correteó y metió en cintura el Prefecto. Un militarcito de mal genio, muy enamoradizo. El Coronel Badulaque.

Al poco rato, la prima Alicia también se fue a bailar y el flaquito pareció desanimarse al ver que se había quedado con el anciano de único interlocutor. Descubriendo a Mayta, le estiró el vaso: salud, compadre.

—Salud —dijo Mayta, chocando su vaso.

—Me llamo Vallejos —dijo el flaquito, estrechándole la mano.

—Y yo Mayta.

—Por hablar tanto, perdí a mi pareja —se rió Vallejos, señalando a una muchacha con cerquillo, a la que Pepote, un lejano primo de Alicia y Zoilita, trataba de pegarle la cara mientras bailaban Contigo en la distancia—. Si la aprieta un poco más, Alci le manda su sopapo.

Parecía de dieciocho o diecinueve, por su esbeltez, su cara lampiña y su pelo cortado casi al rape, pero, pensó Mayta, no debía ser tan joven. Sus ademanes, tono de voz, seguridad, sugerían alguien más cuajado. Tenía unos dientes grandes y blancos que le alegraban la cara morena. Era uno de los pocos que llevaba saco y corbata, y, además, un pañuelito en el bolsillo. Sonreía todo el tiempo y había en él algo directo y efusivo. Sacó una cajetilla de Inca y ofreció un cigarrillo a Mayta. Se lo encendió.

—Si la revolución aprista del treinta hubiera triunfado, otro gallo cantaría —exclamó, echando humo por la nariz y por la boca—. No habría tanta injusticia ni desigualdad. Se habrían cortado las cabezas que hay que cortar y el Perú sería otro. No creas que soy aprista, pero al César lo que es del César. Yo soy socialista, compadre, por más que digan que militar y socialista no cuadran.

—¿Militar? —respingó Mayta.

—Alférez —asintió Vallejos—. Me recibí el año pasado, en Chorrillos.

Carambolas. Ahora entendió de dónde salían el corte de pelo de Vallejos y sus maneras impulsivas. ¿Era eso lo que llamaban don de mando? Increíble que un militar hubiera dicho esas cosas.

—Fue una fiesta histórica —afirma la señora Josefa—. Porque Mayta y Vallejos se conocieron y también porque mi sobrino Pepote conoció a Alci. Se enamoró de ella y dejó de ser el vago y mataperro que era. Buscó trabajo, se casó con Alci y se fueron a Venezuela también, quién como ellos. Pero parece que andan ahora cada uno por su lado. Ojalá que sean sólo chismes. Ah, lo reconoce ¿no? Sí, es Mayta. Hace un montón de años.

En la imagen, esfumada en los contornos, amarillenta, parece de cuarenta o más. Es una instantánea de fotógrafo ambulante, tomada en una plaza irreconocible, con poca luz. Está de pie, una bufanda suelta sobre los hombros y una expresión de incomodidad, como si la resolana le hiciera cosquillas en los ojos o lo avergonzara posar ante los transeúntes, en plena vía pública. Lleva en la mano derecha un maletín o un paquete o una carpeta, y, a pesar de lo borroso de la imagen, se advierte lo mal vestido que está: los pantalones bolsudos, el saco descentrado, la camisa con un cuello demasiado ancho y una corbata con un nudito ridículo y mal ajustado. Los revolucionarios usaban corbata entonces. Tiene los cabellos alborotados y crecidos y una cara algo distinta a la de mi memoria, más llena y ceñuda, una seriedad crispada. Ésa es la impresión que comunica la fotografía: un hombre con un gran cansancio a cuestas. De no haber dormido lo suficiente, haber caminado mucho, o, incluso, algo más antiguo, la fatiga de una vida que ha llegado a una frontera, todavía no la vejez pero que puede serlo si atrás de ella no hay, como en el caso de Mayta, más que ilusiones rotas, frustraciones, equivocaciones, enemistades, perfidias políticas, estrecheces, malas comidas, cárcel, comisarías, clandestinidad, fracasos de toda índole y nada que remotamente se parezca a una victoria. Y, sin embargo, en esa cara exhausta y tensa se trasluce también de algún modo esa probidad secreta, incólume ante los reveses, que siempre me maravillaba reencontrar en él a lo largo de los años, esa pureza juvenil, capaz de reaccionar con la misma indignación contra cualquier injusticia, en el Perú o en el último rincón del mundo, y esa convicción justiciera de que la única tarea impostergable y urgentísima era cambiar el mundo. Una foto extraordinaria, sí, que atrapó de cuerpo entero al Mayta que conoció Vallejos aquella noche.