—Llegar hasta Uchubamba era para gente macha, que no se asustaba con la nieve ni los huacos —dice—, para gente sin las varices que tiene ahora este viejo. Yo era fuerte y resistente y llegué allá, una vez. Un espectáculo que no se imagina eso de ver a los Andes convertirse en selva, cargarse de vegetación, de animales, de vaho. Ruinas por todas partes. Uchubamba, ése es el nombre. ¿No lo recuerda? ¡Caracoles! Si los comuneros de Uchubamba dieron que hablar a todo el Perú.
No, el nombre no me dice nada. Pero recuerdo, muy bien, el fenómeno que ha evocado el Profesor Ubilluz, mientras caliento en mi mano la copita de pisco que, con grandes aspavientos, acaba de servirme (un pisco que se llama El Demonio de los Andes, muestra de las buenas épocas, dice, cuando se podía comprar cualquier cosa en las bodegas, antes de ese racionamiento que nos mata de hambre y de sed). Para sorpresa del Perú oficial, urbano, costeño, a mediados de los años cincuenta comenzaron a ocurrir, en distintos puntos de la sierra del sur y del centro, ocupaciones de tierras. Yo estaba en París y con un grupo de revolucionarios de café seguíamos con avidez esas remotas noticias que llegaban sucintamente hasta Le Monde, y, a partir de las cuales, nuestra imaginación reconstruía el emulsionante espectáculo: comunidades indígenas que, allá en los Andes, armadas de palos, hondas, piedras, con sus ancianos, mujeres, niños y animales al frente, se trasladaban, en un amanecer o en una medianoche, masivamente, a las tierras aledañas, de las que —seguramente con razón— se sentían desposeídas por el señor feudal, o por el padre, abuelo, tatarabuelo o chozno del señor feudal, y rompían los hitos y los recomponían, integrándolas a los dominios comunales y marcaban a las bestias con sus propias enseñas, levantaban sus casas y al día siguiente comenzaban a trabajar esas nuevas tierras como suyas. «¿Es éste el comienzo?, nos decíamos, boquiabiertos y eufóricos. ¿Se despierta por fin el volcán?» A lo mejor, sí, ése fue el comienzo. En los bistrots de París, bajo los castaños rumorosos, deducíamos, a partir de las cuatro líneas de Le Monde, que esas invasiones eran obra de revolucionarios, nuevos narodniks que se habían trasladado al campo para persuadir a los indios a hacer por su cuenta y riesgo la Reforma Agraria que desde hacía años todos los gobiernos prometían y ninguno hacía. Después supimos que esas tomas no eran obra de agitadores enviados por el Partido Comunista ni por los grupitos trotskistas, y, en su origen, ni siquiera de carácter político, sino un movimiento espontáneo, surgido enteramente de la masa campesina, que, espoleada por la inmemorial situación de abuso, hambre de tierra, y, en alguna medida, por la atmósfera caldeada de lemas y proclamas de justicia social que se creó en el Perú desde el resquebrajamiento de la dictadura de Odría, decidió un buen día pasar a la acción. ¿Uchubamba? Otros nombres de comunidades que se apoderaron de tierras y fueron desalojadas con muertos y heridos, o que consiguieron quedarse con ellas, revolotean en mi memoria: Algolán, en Cerro de Pasco, las del Valle de la Convención, en el Cusco. Pero ¿Uchubamba, en Junín?
—Sí, señor —dijo Vallejos, exaltándose, feliz de comprobar cómo lo sorprendía—. Indios de piel clara y ojos azules, más gringos que tú y yo.
—Primero los conquistaron los incas y los hicieron trabajar bajo la férula de los quipucamayocs cusqueños —peroró el Chato Ubilluz—. Después, los españoles les quitaron sus mejores tierras y los subieron a trabajar a las minas. Es decir, a morirse al poco tiempo con los pulmones agujereados. A los que se quedaron en Uchubamba los dieron en encomienda a una familia Peláez Rioja que los desangró durante tres siglos.
—Pero, ya ves, no pudieron acabar con ellos —remató Vallejos.
Habían dejado la casa de Ubilluz, para dar una vuelta, y estaban sentados en una banca de la Plaza de Armas. Tenían sobre sus cabezas una maravillosa quietud y miles de estrellas. Mayta se olvidó del frío y del soroche. Estaba exaltado. Trataba de recordar las grandes sublevaciones campesinas: Túpac Amaru, Juan Bustamante, Atusparia. Así que a lo largo de los siglos, mientras los explotaban y humillaban, los comuneros de Uchubamba habían seguido soñando con las tierras que les quitaron y rogando por ellas. Primero, a las serpientes y a los pájaros. Después, a la Purísima y a los santos. Y, luego, a todos los tribunales a su alcance, en juicios que siempre perdieron. Pero, ahora, hacía apenas meses, semanas, si era cierto lo que había oído, habían dado el paso decisivo y una buena noche rompieron los cercos de la Hacienda Aína y se metieron en esas tierras con sus chanchos, sus perros, sus burros, sus caballos, diciendo: «Queremos lo que es nuestro». Eso había pasado, y tú, Mayta, ¿ni siquiera lo sabías?
—Ni una palabra —murmuró Mayta, frotándose los brazos erizados del frío—. Ni siquiera de oídas, nada de eso se ha sabido en Lima.
Hablaba mirando al cielo, deslumbrado por los luceros de la bóveda retinta y chispeante y por las imágenes que suscitaba en su cabeza lo que iba sabiendo. Ubilluz le ofreció un cigarrillo y el Alférez se lo encendió.
—Tal como te lo digo —afirmó Vallejos—. Se apoderaron de la Hacienda Aína y el gobierno tuvo que mandar a la Guardia Civil a sacarlos. La compañía que salió de Huancayo tardó una semana en llegar a Uchubamba. Los sacó, al final, metiéndoles bala. Varios muertos y heridos, por supuesto. Pero la comunidad ha quedado revuelta y sin domar. Ahora sabe cuál es el camino.
Pasó una familia o grupo de indios que, en las sombras de la Plaza de Jauja, parecieron a Mayta fantasmas: silentes, furtivos, desaparecieron en la esquina de la iglesia con unas cargas sobre las cabezas que podían ser bateas.
—No es que los comuneros de Uchubamba estén dispuestos a ir a la pelea —dijo el Chato Ubilluz—. Ya están peleando, ya han comenzado la revolución. Lo que nosotros vamos a hacer es simplemente encauzarla.
El frío iba y volvía, como el mal de altura. Mayta dio una larga pitada:
—¿Son informaciones de buena fuente?
—Tan buenas como yo mismo—se rió Vallejos—. He estado allá. Lo he visto con mis propios ojos.
—Hemos estado —lo corrigió, con sus eses y erres presumidas, el Chato Ubilluz—. Hemos visto y hemos conversado. Y hemos dejado todo a punto.
Mayta no supo qué decir. Ahora estaba seguro: Vallejos no era el muchacho inexperimentado e impulsivo que creyó al principio, sino alguien mucho más serio, sólido y complejo, más previsor y con los pies bien plantados sobre la tierra. Había dado más pasos de los que le dejó entrever en Lima, contaba con más gente, su plan tenía más ramificaciones de lo que él jamás imaginó. Lástima que no hubiera venido Anatolio. Para cambiar ideas, reflexionar, poner orden entre los dos a esa turbamulta de fantasías y entusiasmos que lo comían. Qué lástima que no estuvieran aquí todos los camaradas del POR(T) para que vieran que no era una quimera sino una realidad quemante. Aunque no habían dado las diez de la noche, los tres parecían los únicos habitantes de Jauja.
—¿Te das cuenta que no exageraba cuando te decía que los Andes están maduros? — volvió a reírse Vallejos—. Tal como te lo he dicho y repetido, mi hermano: un volcán. Y lo haremos estallar, carajo.
—Porque, naturalmente, no fuimos a Uchubamba con las manos vacías.
—El Profesor Ubilluz vuelve a bajar la voz y mira en torno como si ese episodio pudiera aún comprometerlo—. Llevamos tres metralletas y unos cuantos Máuseres que el Alférez se había conseguido no sé dónde. También, medicinas de emergencia. Dejamos todo bien escondido, con lona impermeable.
Calla, para paladear la bebida, y murmura que por las cosas que me está contando nos podrían fusilar a los dos, en menos de lo que canta un gallo.
—Ya ve, no fue tan descabellado como creyó todo el mundo —añade una vez que el eco del paso metálico de la tanqueta se pierde en la noche: la hemos oído pasar frente a la casa toda la tarde, a intervalos fijos—. Fue algo planeado sin romanticismo, científicamente, y que hubiera podido resultar, si Vallejitos no comete la estupidez de adelantar la fecha. Hicimos un trabajo de hormigas, una verdadera filigrana. ¿No estaba bien elegida la zona? ¿No son ahora los guerrilleros dueños y señores de esa región? El Ejército ni se atreve a ir allí. Ríase de Vietnam o El Salvador. ¡Salud!