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Estaban frente a la Estación del Ferrocarril, en un pequeño restaurante de mesitas de hule azulado y cortinillas de percaclass="underline" El Jalapato. Desde la mesa que ocupaban, Mayta podía ver que los cerros, al otro lado de la verja y de los rieles, se iban volviendo grises y negros después de haber sido ocres y dorados. Llevaban allí varias horas, desde el almuerzo. El dueño conoció a Ubilluz y Vallejos y se acercaba a ratos a charlar. Entonces, cambiaban de tema y Mayta preguntaba sobre Jauja. ¿Por qué se llamaba El Jalapato? Por una costumbre practicada en las fiestas del 20 de enero en el barrio de Yauyos: se bailaba «la pandilla» y se colgaba un pato vivo en la calle que los jinetes y danzantes trataban de decapitar a la carrera, a jalones.

—Dichosos tiempos en que había patos para decapitar, en la fiesta del Jalapato— gruñe el Profesor Ubilluz—. Creíamos que habíamos tocado fondo. Sin embargo, había patos al alcance de cualquier bolsillo y la gente en Jauja comía dos veces al día, algo que ahora los niños no pueden creer. —Suspira, de nuevo—. Era una linda fiesta, más alegre y regada incluso que los Carnavales.

—Lo único que pedimos es que, cuando actuemos, el Partido cumpla —dijo Vallejos—. Son revolucionarios ¿cierto? Me he leído al revés y al derecho los números de Voz Obrera que me diste. La revolución para arriba y para abajo en cada artículo. Bueno, sean consecuentes con lo que escriben.

A Mayta le dio cierto malestar: era la primera vez que Vallejos le hacía saber que albergaba dudas sobre el apoyo del POR(T). Él no le había dicho palabra sobre los debates internos en torno a su proyecto y a su persona.

—El Partido cumplirá. Pero necesita estar seguro de que ésta es una acción seria, bien pensada y con probabilidades de éxito.

—Bueno, en esos días el trosco vio que eso no tenía nada de apresurado ni de loco — vuelve al tema el Profesor Ubilluz—. No le cabía en la cabeza que hubiéramos preparado tan bien las cosas.

—Es cierto, es más serio de lo que creía —Mayta se volvió a Vallejos—. ¿Sabes que me engañaste muy bien? Tenías montada una red insurreccional, con campesinos, obreros y estudiantes. Me quito el sombrero, camarada.

Prendieron las luces de El Jalapato. Mayta vio que unos insectos rumorosos comenzaban a estrellarse contra el foco que se balanceaba colgado de un cordón larguísimo.

—Yo también tenía que tomar mis precauciones, como tú conmigo —dijo el Alférez, hablando de pronto con ese aplomo que, al aparecer en él, lo convertía en otro—. También tenía que asegurarme que podía confiar en ti.

—Aprendiste bien la lección —le sonrió Mayta. Hizo una pausa para tomar aire. Hoy, el soroche lo había atormentado menos; pudo dormir algunas horas luego del desvelo de dos días. ¿La sierra lo estaba aceptando?—. Otros dos camaradas, Anatolio y Jacinto, vendrán la próxima semana. Su informe será decisivo para que el Partido se meta a fondo. Estoy optimista. Cuando vean lo que he visto, comprenderán que no hay razones para echarse atrás.

Fue aquí, sin duda, en su primera venida a Jauja, que surgió en la cabeza de Mayta esa idea que le trajo tantos problemas. ¿La compartió con ellos en El Jalapato? ¿Se la expuso en voz baja, cuidando las palabras, para no desconcertarlos con la revelación de las divisiones de esa izquierda que ellos creían homogénea? El Profesor Ubilluz me asegura que no. «Aunque mi cuerpo esté maltratado por los años, mi memoria no lo está.» Mayta jamás le participó su intención de comprometer a otros grupos o partidos. ¿Compartió esa idea, entonces, sólo con Vallejos? En todo caso, es seguro que esa iniciativa ya la había decidido en Jauja, pues Mayta no era un impulsivo. Si, al regresar a Lima, fue a ver a Blacquer y, probablemente, a gente del otro POR, es porque en los días anteriores, en la sierra, le dio muchas vueltas al asunto. Fue en una de esas noches de desvelo con taquicardia, en la pensión de la calle Tarapacá, mientras oía en la tiniebla la respiración tranquila de su amigo y el sobresalto de su propio corazón. ¿No era demasiado importante lo que estaba en juego, para que sólo el pequeño POR(T) se hiciera cargo de la insurrección? Hacía frío y, bajo la frazada, se encogió. Con la mano en el pecho, auscultaba sus latidos. El razonamiento era clarísimo. Las divisiones en la izquierda se debían, en gran medida, a la falta de una acción real, a su quehacer estériclass="underline" eso la hacía escindirse y devorarse, más aún que las controversias ideológicas. La lucha guerrillera podía modificar la situación y unir a los genuinos revolucionarios, mostrándoles lo bizantinas que eran sus diferencias. Sí, la acción sería el remedio contra el sectarismo que resultaba de la impotencia política. La acción rompería el círculo vicioso, abriría los ojos de los camaradas adversarios. Había que ser audaz, ponerse a la altura de las circunstancias. «¿Qué importan el «pablismo» y el «antipablismo» cuando está en juego la revolución, camaradas?» Imaginó, en el frío de la noche jaujina, la bóveda tachonada de estrellas y pensó: «Este aire puro te ilumina, Mayta». Bajó la mano de su pecho hasta su sexo y, pensando en Anatolio, comenzó a acariciárselo.

—¿No les dijo que el plan era demasiado importante para que fuera monopolio de una fracción trotskista? —le insisto—. ¿Que intentaría conseguir la colaboración del otro POR e, incluso, del Partido Comunista?

—Por supuesto que no —responde, en el acto, el Profesor Ubilluz—. No nos dijo nada de eso y trató de ocultarnos que la izquierda estaba dividida y que el POR(T) era insignificante. Nos trampeó con toda deliberación y alevosía. Nos hablaba del Partido. El Partido para aquí y para allá. Yo oía, por supuesto, Partido Comunista, y creía que eso quería decir miles de obreros y estudiantes.

A lo lejos, se oye una salva de tiros. ¿O es un trueno? Vuelve a repetirse, a los pocos segundos, y quedamos mudos, escuchando. Se oye, más a lo lejos, otra salva y el Profesor murmura: «Son tracas de dinamita que los guerrilleros hacen estallar en los cerros. Para romperles los nervios a los soldados del cuartel. Guerra psicológica». No: eran patos. Una bandada sobrevolaba las matas de cañas, graznando. Habían salido a dar una vuelta y Mayta tenía ya su bolso en la mano. Dentro de una horita tomaría el tren de regreso a Lima.

—Hay sitio para todos, por supuesto —dijo Vallejos—. Cuantos más, mejor. Por supuesto. Habrá armas suficientes para los que quieran dispararlas. Lo único que te pido es que hagas tus gestiones rápido.

Caminaban a orillas de la ciudad y a lo lejos reverberaban unos techos de tejas rojizas. El viento cantaba en los eucaliptos y sauces.

—Tenemos el tiempo que haga falta —dijo Mayta—. No hay razón para precipitar las cosas.

—Sí, la hay —dijo Vallejos, secamente. Se volvió a mirarlo y había en sus ojos una resolución ciega. Mayta pensó: «Hay algo más, voy a saber algo más»—. Los dos principales dirigentes de Uchubamba, los que dirigieron la invasión de la Hacienda Aína, están aquí.

—¿En Jauja? —dijo Mayta—. ¿Y por qué no me los has presentado? Yo hubiera querido hablar con ellos.

—Están en la cárcel y no reciben visitas —sonrió Vallejos—. Presos, sí.

Habían sido traídos por la patrulla de la Guardia Civil que fue a reprimir las invasiones. Pero no era seguro que se quedaran aquí mucho tiempo. En cualquier momento podía venir una orden, transfiriéndolos a Huancayo o a Lima. Y todo el plan dependía, en gran parte, de ellos. Ellos los conducirían de Jauja a Uchubamba de manera rápida y segura y ellos garantizarían la colaboración de los comuneros. ¿Veía por qué había poco tiempo?

—Alejandro Condori y Zenón Gonzales —le digo, adelantándome a los nombres que va a pronunciar. Ubilluz queda con la boca entreabierta. La luz del foco ha decaído tanto que estamos casi a oscuras.

—Sí, así se llamaban —murmura—. Está usted bien enterado.

¿Estoy bien enterado? Creo que he leído todo lo que apareció en los diarios y revistas sobre esta historia y hablado con sinnúmero de participantes y testigos. Pero mientras más averiguo tengo la impresión de saber menos lo que de veras sucedió. Porque, con cada nuevo dato, surgen más contradicciones, conjeturas, misterios, incompatibilidades. ¿Cómo fue que esos dos dirigentes campesinos, de una remota comunidad de la zona selvática de Junín, vinieron a parar a la cárcel de Jauja?