—Una casualidad maravillosa —le explicó Vallejos—. Yo no intervine en esto para nada. Ésta era la cárcel que les tocaba, porque aquí debe abrirles instructiva el Juez. Mi hermana diría que Dios nos ayuda ¿ves?
—¿Estaban comprometidos con ustedes antes de caer presos?
—De una manera general —dice Ubilluz—. Hablamos con ellos durante el viaje que hicimos a Uchubamba y nos ayudaron a esconder las armas. Pero sólo se comprometieron del todo aquí, en el mes que estuvieron presos. Se hicieron uña y carne de su carcelero. Es decir, del Alférez. Entiendo que no les comunicó los detalles hasta estallar la cosa.
Esa parte de la historia, la final, lo pone incómodo al Profesor Ubilluz, pese al tiempo transcurrido; de esa parte habla de oídas, en esa parte su papel es controvertido y dudoso. Escuchamos otra salva, a lo lejos. «A lo mejor están fusilando a cómplices de los terroristas», gruñe. Ésta es la hora en que van a sacarlos de sus casas, en un jeep o una tanqueta, y se los llevan a las afueras. Los cadáveres aparecen al día siguiente en los caminos. Y, bruscamente, sin ninguna transición, me pregunta: «¿Tiene sentido escribir una novela estando el Perú como está, teniendo todos los peruanos la vida prestada?» ¿Tiene sentido? Le digo que sin duda debe tenerlo, ya que la estoy escribiendo. Hay algo deprimente en el Profesor Ubilluz: todo lo que dice me deja un sabor triste. Es un prejuicio, pero no puedo librarme de la sensación de que está siempre a la defensiva y de que todo lo que me cuenta no tiene otro fin que el de justificarse. ¿Pero, acaso no hacen todos lo mismo? ¿De qué nace mi desconfianza? ¿De que esté vivo? ¿De tantos chismes y murmuraciones que he escuchado contra él? ¿Pero acaso no sé que en el campo de las controversias políticas este país fue un gran basural antes de ser el cementerio que es ahora? ¿No conozco las infinitas vilezas que se pueden atribuir recíprocamente los adversarios sin el menor fundamento? No, no debe ser eso lo que me resulta tan lastimoso en él, sino, sencillamente, su decadencia, su amargura, la cuarentena en la que vive.
—O sea que, resumiendo, la intervención de Mayta en el plan de acción fue nula —le digo.
—Para ser justos, mínima—me corrige, encogiendo los hombros. Bosteza y la cara se le llena de arrugas—. Con él o sin él, hubiera sido igual. Lo admitimos creyéndolo un dirigente político y sindical de cierto peso. Necesitábamos apoyo obrero y revolucionario en el resto del país. Ésa debía ser la función de Mayta. Pero resultó que ni siquiera a su grupito del POR(T) representaba. Políticamente hablando, era un huérfano total.
«Un huérfano total.» La expresión me queda retintineando en el oído cuando me despido del Profesor Ubilluz y salgo a las desiertas calles de Jauja, rumbo al Albergue de Paca, bajo un cielo radiante de estrellas. El Profesor me ha dicho que si temo hacer el largo trayecto, puedo dormir en su salita. Pero prefiero irme: tengo urgencia de aire y de soledad. Necesito apaciguar la crepitación de mi cabeza y poner cierta distancia con una persona cuya presencia desalienta mi trabajo. Han cesado las salvas y es como si hubiera toque de queda porque no se ve a nadie en las calles. Camino por el centro de la calzada, pisando fuerte, esforzándome por hacerme visible para que, si aparece alguna patrulla, no crea que trato de ocultarme. Una luminosidad baja del cielo, insólita para alguien que vive en Lima, donde las estrellas no se ven casi nunca o se entrevén apagadas por la neblina. El frío corta los labios. Se me ha quitado el hambre que tenía en la tarde. Un huérfano total. Se volvió eso, militando en sectas cada vez más pequeñas y radicales, en busca de una pureza ideológica que nunca llegó a encontrar, y su orfandad suprema consistió en lanzarse a esta extraordinaria conspiración, para iniciar una guerra en las alturas de Junín, con un Subteniente carcelero de veintidós años y un profesor de colegio nacional, ambos totalmente desconectados de la izquierda peruana. Era fascinante, sí. Me seguía fascinando, un año después de andar haciendo averiguaciones, como me fascinó aquel día que supe en París lo que había ocurrido en Jauja… La rancia luz de los espaciados postes con faroles envuelve en misteriosa penumbra las antiguas fachadas de las casas, algunas con enormes portones y aldabas, rejas de fierro forjado y balcones con celosías, tras las que adivino zaguanes, patios con árboles y enredaderas, y una vida antaño ordenada y monótona y, ahora, sin duda, sobrecogida por el miedo. En esa primera visita a Jauja, sin embargo, el huérfano total debió sentirse exaltado y feliz como no lo había estado nunca. Iba a actuar, la insurrección había tomado forma tangible: caras, lugares, diálogos, hechos concretos. Como si, de pronto, toda su vida de militante, de conspirador, de perseguido y de preso político se encontrara justificada y catapultada a una realidad superior. Además, ello coincidía con la realización de lo que hasta hace una semana le parecía sueño delirante. ¿No había soñado? No, era cierto y concreto como la rebelión inminente: había tenido en sus brazos al muchacho al que deseaba en secreto tantos años. Lo había hecho gozar y había gozado con él, lo había sentido gimiendo bajo sus caricias. Sintió una comezón en los testículos, un anticipo de erección y pensó: «¿Te has vuelto loco? ¿Aquí? ¿En plena estación? ¿Aquí, delante de Vallejitos?». Pensó: «Es la felicidad. Nunca te has sentido así, camarada». No hay nada abierto y yo recuerdo, de algún viaje anterior, hace años, antes de todo esto, las inmemoriales tiendecitas jaujinas al anochecer, iluminadas con lámparas de kerosene: las sastrerías, las cererías, las peluquerías, las relojerías, las panaderías, las sombrererías. Y, también, que en los balcones se podía ver, a veces, filas de conejos secándose a la intemperie. Vuelve el hambre, de golpe, y la boca se me hace agua. Pienso en Mayta: excitado, feliz, se disponía a regresar a Lima, seguro de que sus camaradas del POR(T) aprobarían el plan de acción sin reparos. Pensó: «Veré a Anatolio, nos pasaremos la noche conversando, le contaré todo, nos reiremos, me ayudará a entusiasmarlos. Y después…». Reina un silencio apacible, azoriniano, alterado a veces por el graznido de un pájaro nocturno, invisible debajo de los aleros de tejas. Ya estoy saliendo del pueblo. Aquí fue, aquí lo hicieron, en estas callecitas tan tranquilas e intemporales entonces, en esa Plaza de hermosas proporciones que hace veinticinco años tenía un sauce llorón y una circunferencia de cipreses. Aquí, en este país donde les hubiera sido difícil imaginar que se podía estar peor, que la hambruna, la matanza y el peligro de desintegración llegarían a los extremos actuales. Aquí, antes de regresar a Lima, cuando se despedían en la estación, enseñó el huérfano total al impulsivo Subteniente que, para dar mayor ímpetu al inicio de la rebelión, convenía pensar en algunas acciones de propaganda armada.
—¿Y qué es eso? —dijo Vallejos.
El tren estaba en el andén y la gente subía atropellándose. Conversaban cerca de la escalerilla, aprovechando los últimos minutos.
—Traducido al lenguaje católico, predicar con el ejemplo —dijo Mayta—. Acciones que eduquen a las masas, se graben en su imaginación, les den ideas, les muestren su fuerza. Un acto de propaganda armada vale más que cientos de números de Voz Obrera.
Hablaban en voz baja, pero no había peligro de que, en el pandemonio del asalto a los vagones, los oyeran.
—¿Y quieres más propaganda armada que ocupar la cárcel de Jauja y apoderarse del armamento? ¿Más que tomar la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil?