—A Mayta no lo expulsaron del POR(T) —lo rectifico—. Él renunció. En esa última sesión, precisamente. Su carta de renuncia salió en Voz Obrera(T). Tengo el recorte.
—Lo expulsaron —me rectifica él, a su vez, con firmeza—. Conozco esa sesión de los troscos como si hubiera estado ahí. Me la contó el mismo Mayta, la última vez que nos vimos. La tercera. Voy a pedir otro café, si no te importa. Café y gaseosas es lo único que se puede pedir, ahora hasta las galletas de agua están racionadas. Incluso, se supone que no deberían servir más de una taza de café por parroquiano. Pero ésta es una disposición que nadie respeta. La gente está muy excitada, en las mesas vecinas todo el mundo habla en voz alta. Por más que no quiero, me distraigo oyendo a un joven con anteojos: en Relaciones Exteriores calculan que los internacionalistas cubanos y bolivianos que cruzaron la frontera «son varios miles». La muchacha que está con él abre los ojos: «¿Fidel Castro habrá entrado también?» «Ya está muy viejito para estos trotes», la decepciona el muchacho. Los chiquillos descalzos y rotosos de la Diagonal se precipitan como un enjambre sobre cada automóvil que va a estacionarse, ofreciendo lavarlo, cuidarlo, limpiarle las lunas. Otros merodean entre las mesas, proponiendo a los clientes del Haití lustradas como espejos. (Dicen que la bomba, aquí, la pusieron unos niños como éstos.) Y hay, también, racimos de mujeres que asaltan a transeúntes y conductores —a éstos, aprovechando el alto en el semáforo— ofreciéndoles cigarrillos de contrabando. En la terrible escasez que vive el país, lo único que no falta es cigarrillos. ¿Por qué no se contrabandea, también, conservas, galle: tas, algo para matar el hambre con que nos levantamos y acostamos?
—De eso se trata —dijo Mayta, acezando. Había hablado tranquilo, en orden, sin que Blacquer lo interrumpiera. Había dicho lo que quería decirle. ¿Hizo bien o mal? No lo sabía y no le importaba: era como si todo el sueño de la noche de desvelo se le hubiera venido encima—. Ya ves, tenía razones para tocarte la puerta.
Blacquer permaneció en silencio, mirándolo, con el cigarrillo que se consumía entre sus dedos flacos y amarillentos. El cuartito era un híbrido —escritorio, comedor, salita de recibo—, atiborrado de muebles, sillas, algunos libros, y el papel verdoso de las paredes tenía manchas de humedad. Mientras hablaba, Mayta había oído, en los altos, una voz de mujer y el llanto de un niño. Blacquer permanecía tan inmóvil que, a no ser por sus ojos miopes fijos en él, lo hubiera creído dormido. Este sector de Jesús María era tranquilo, sin autos.
—Como provocación contra el Partido, no puede ser más burda —dijo, al fin, su voz sin inflexiones. La ceniza de su cigarrillo cayó al suelo y Blacquer la pisoteó—. Creí que los troscos eran más finos para sus trampas. Podías ahorrarte la visita, Mayta.
No se sorprendió: Blacquer había dicho, palabras más palabras menos, lo que debía decir. Le dio la razón, en su fuero íntimo: un militante debía desconfiar y Blacquer era un buen militante, eso lo sabía desde que habían estado presos juntos, aquella vez. Antes de responder, prendió un cigarrillo y bostezó. Arriba, el niño volvió a llorar. La mujer lo apaciguaba, susurrando.
—Recuerda que no vengo a pedir nada a tu Partido. Sólo a informar. Esto está por encima de nuestras diferencias. Concierne a todos los revolucionarios.
—¿Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre? —murmuró Blacquer.
—Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre —asintió Mayta. Y cambió de tono—: He reflexionado toda la noche, antes de dar este paso. Desconfío de ti tanto como tú de mí. ¿No te das cuenta? ¿Crees que no sé lo que me juego? Estoy poniendo en tus manos y en las de tu Partido un arma tremenda. Y, sin embargo, aquí estoy. No hables de provocaciones en las que no crees. Piensa un poco.
Es una de las cosas que menos entiendo en esta historia, el episodio más extraño. ¿No era absurdo revelar detalles de una insurrección a un enemigo político al que, para colmo, no iba a proponer un pacto, una acción conjunta, ni pedir una ayuda concreta? ¿Qué sentido tenía todo eso? «Esta madrugada, en la radio ésa, Revolución, dijeron que las banderas rojas flotan desde anoche sobre Puno y que antes de mañana flotarán sobre Arequipa y Cusco», dice alguien. «Cuentos», responde otro.
—Cuando vino a verme, tampoco me pareció que tuviera sentido —asiente Blacquer— . Primero creí que era una trampa. O que se había metido en algo de lo que estaba arrepentido y que quería zafarse, creando complicaciones y dificultades… Después, a la luz de las cosas que pasaron, quedó claro.
—Lo único claro es la puñalada en la espalda —rugió el Camarada Pallardi—. Mendigar apoyo a los estalinistas para esta aventura no es indisciplina. Es, pura y simplemente, traición.
—Te lo explicaré de nuevo, si hace falta —lo interrumpió Mayta, sin alterarse. Estaba sentado sobre una pila de números de Voz Obrera y apoyaba la espalda en el cartel con la cara de Trotski. En pocos segundos, una tensión eléctrica se había apoderado del garaje del Jirón Zorritos—. Pero, antes, camarada, aclárame algo. ¿Te refieres a la revolución cuando hablas de aventura?
Blacquer saborea con lentitud su café aguado y se pasa la punta de la lengua por los labios estriados. Entrecierra los ojos y permanece en silencio, como reflexionando sobre el diálogo de una mesa vecina: «Si es cierta la noticia, mañana o pasado tendremos la guerra en Lima». «¿Tú crees, Pacho? Ay, cómo será una guerra ¿no?» Avanza la tarde y el tráfico de automóviles se adensa. La Diagonal está embotellada. Los chiquillos pordioseros y las vendedoras de cigarrillos también son más. «Me alegro que los cubanos y bolivianos entraran, exclama un cascarrabias. Ahora, los «marines» del Ecuador ya no tendrán pretextos para no entrar. A lo mejor ya están en Piura, en Chiclayo. Que maten a los que haya que matar y pongan punto final a esto, carajo.» Yo lo oigo apenas, porque, en verdad, en este momento, sus sangrientas conjeturas tienen menos vida que aquellas dos reuniones, en esa Lima con menos autos, menos miserables y menos contrabandistas, en la que parecían imposibles las cosas que ahora ocurren: Mayta yendo a compartir sus secretos conspirativos con su enemigo estalinista, Mayta batiéndose con sus camaradas en la última sesión del Comité Central del POR(T).
—Venir a verme es lo único sensato que hizo dentro de la insensatez en la que se había metido —añade Blacquer. Se ha sacado los anteojos para limpiarlos y parece ciego—. Si la guerrilla se afirmaba, iban a necesitar apoyo urbano. Redes que les enviaran medicinas e información, que pudieran esconder y curar a los heridos, reclutar nuevos combatientes. Redes que fueran una caja de resonancia de las acciones de la vanguardia. ¿Quién iba a formar esas redes? ¿La veintena de troscos que había en el Perú?
—En realidad, somos sólo siete —le preciso.
¿Lo había entendido Blacquer? Su inmovilidad era de estatua, otra vez. Avanzando la cabeza, sintiendo que transpiraba, persiguiendo las palabras que el cansancio y la preocupación me escamoteaban, oyendo de cuando en cuando, en esos altos desconocidos, al niño y a la mujer, se lo expliqué de nuevo. Nadie pedía a los militantes del Partido Comunista que se fueran a la sierra —había tenido la precaución de no mencionarle a Vallejos ni a Jauja ni fecha alguna— ni que renunciaran a sus tesis, ideas, prejuicios, dogmas y lo que fuera. Sólo que estuvieran informados y alertas. Pronto sobrevendría una situación en la que se verían en la disyuntiva de poner en práctica sus convicciones o de abjurar de ellas, pronto tendrían que demostrar a las masas si querían de veras el desplome del sistema explotador y su reemplazo por un régimen obrero–campesino revolucionario, o si todo lo que decían era pura retórica para vegetar a la sombra del poderoso aliado que los prohijaba esperando que, algún día, alguna vez, la revolución cayera al Perú como regalo del cielo.