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—Trampa o locura o lo que sea, no queremos saber más del asunto —citó Blacquer—. Y tampoco verte.

—Me lo esperaba. Ustedes son lo que son y seguirán siéndolo todavía mucho tiempo.

Separan a los dos hombres y, tan rápido como se encresparon, los ánimos se sosiegan. La muchacha dice: «No se peleen, en estos momentos tenemos que estar unidos». Un jorobado le está mirando las piernas.

—Fue un golpe duro para él —Blacquer ahuyenta a otro lustrabotas que, arrodillado, trata de cogerle el zapato—. Para ir a verme, debió romper muchas inhibiciones. No hay duda, llegó a creerse que la insurrección podía echar abajo las montañas que nos separaban. Una ingenuidad supina.

Arroja el pucho y, al instante, una silueta de estropajo tiznado se arroja, lo levanta y ansiosamente trata de chuparlo, de extraerle una última bocanada de humo. ¿Así estaba cuando el increíble paso de ir donde Blacquer? ¿Así de angustiado cuando advertí que llegaba la hora cero y que éramos un puñadito los que nos íbamos a alzar y que carecíamos de la más mínima organización de apoyo en la ciudad?

—Y todavía le faltaba el tiro de gracia —añade Blacquer—. Que su Partido lo expulsara por traidor.

Era lo que había dicho Jacinto Zevallos con todas sus letras. Que lo dijera el veterano, el obrero, la reliquia trotskista del Perú, fue lo más turbador de esa sesión, en la que había oído ya tantas frases hostiles. Más penoso aún que el volteretazo de Anatolio. Porque tenía respeto y cariño por el viejo Zevallos. El Secretario General hablaba con indignación y nadie se movía:

—Sí, camarada, pedir la colaboración del estalinismo criollo para este proyecto, de espaldas a nosotros, tomando el nombre del Partido, es más que actividad fraccional. Es traición. Tus explicaciones son agravantes, en vez de reconocer tu error has hecho tu apología. Yo tengo que pedir tu separación del Partido, Mayta.

¿Qué explicaciones les di? Aunque ninguno de los que estuvieron presentes en aquella sesión admiten que ella tuviera lugar, siento invenciblemente la necesidad de creer que ella ocurrió y tal como me la cuenta Blacquer. ¿Qué pude decirles para justificar mi visita al archienemigo? Con la perspectiva de lo que vino, ya no parece tan inconmensurable. Los «rojos» que pueden entrar a Lima mañana o pasado pertenecen a un vasto espectro de marxistas entre los que hay, peleando aparentemente bajo una sola bandera, moscovitas, trotskistas y maoístas. La revolución era demasiado importante, seria y difícil para ser monopolio de nadie, privilegio de una organización, aunque ésta hubiera interpretado más correctamente que otras la realidad peruana. La revolución sólo sería posible si todos los revolucionarios, deponiendo sus querellas pero sin renunciar, en un primer momento, a sus propias concepciones, se unían en una acción concreta contra el enemigo de clase. Mal trajeado, cuarentón, sudoroso, sobreexcitado, pestañeante, trataba de venderles ese juguete maravilloso que había cambiado su vida y que, estaba seguro, podía cambiar también la de ellos y la de toda la izquierda: la acción, la acción purificadera, redentora, absolutoria. Ella limaría asperezas y rivalidades, las diferencias bizantinas, aboliría las enemistades nacidas del egoísmo y el personalismo, disolvería los grupos y capillas en una indestructible corriente que arrastraría a todos los revolucionarios, camaradas. Para eso había ido a hablar con Blacquer. No para revelarle ningún elemento clave, pues ningún nombre, fecha ni lugar había salido de mi boca, ni para comprometer al POR(T), pues lo primero que había advertido a Blacquer era que hablaba a título personal y que cualquier acuerdo futuro debería hacerse de partido a partido. Había ido a verlo sin pedir autorización para ganar tiempo, camaradas. ¿No estaba partiendo a Jauja? Había ido, simplemente, a advertirles que la revolución iba a empezar, a fin de que sacaran las conclusiones debidas, si es que eran, como decían, revolucionarios y marxistas. Para que estuvieran listos a entrar en la lucha. Porque la reacción se defendería, golpearía como una fiera acosada y para aguantar sus mordiscos y zarpazos iba a ser necesario un frente común… ¿Me escucharon hasta el fin? ¿Me hicieron callar? ¿Me expulsaron a golpes e insultos del garaje del Jirón Zorritos?

—Lo dejaron hablar varias veces —me asegura Blacquer—. Hubo mucha tensión, salieron a relucir cosas personales, Mayta y Joaquín estuvieron a punto de pegarse. Y, luego de votar contra él, de matarlo y rematarlo, lo levantaron del suelo, donde lo habían dejado hecho un trapo sucio, y le dieron una salida. Un melodrama trotskista. Esa última sesión del POR(T) te servirá mucho, supongo.

—Sí, supongo. Pero no acabo de entender. ¿Por qué Moisés, Anatolio, Pallardi, Joaquín, niegan terminantemente que tuviera lugar? En muchas cosas sus versiones discrepan, pero en esto coinciden: la renuncia de Mayta les llegó por correo, renunció por propia iniciativa al irse a Jauja, una vez que el POR(T) decidió no participar en la insurrección. ¿Mala memoria colectiva?

—Mala conciencia colectiva —murmura Blacquer—. Mayta no pudo inventarse esa sesión. Vino a contármela a las pocas horas de ocurrida. Fue el tiro de gracia y sin duda los incomoda. Porque en medio del cargamontón contra él, salió todo, hasta su talón de Aquiles. ¿Te imaginas qué truculencia?

—Mejor diga usted que se nos viene encima el fin del mundo, mi amigo —exclama un parroquiano despistado. La chica se está riendo, con una risa tonta y alegre, y los niños pordioseros nos dejan un momento de paz, pues se ponen a patear una lata entre los peatones.

—¿También te contó eso? —me sorprendo—. Era un tema que no mencionaba jamás, ni a sus mejores amigos. ¿Por qué te buscó a ti en ese momento? No lo entiendo.

—Al principio, yo tampoco, ahora creo que sí —dice Blacquer—. Él era un revolucionario ciento por ciento, no te olvides. Lo había echado el POR(T). Quizá, eso, podía hacer que nosotros reconsideráramos nuestra negativa. Quizá, ahora, tomaríamos en serio su plan insurreccional.

—En realidad, tendríamos que haberlo expulsado hace tiempo —afirmó el Camarada Joaquín, y se volvió a mirar a Mayta de tal modo que pensé: «¿Por qué me odia?»—. Te lo voy a decir sin tapujos, como marxista y revolucionario. A mí no me extraña lo que has hecho, esa intriga, eso de ir a hablar a escondidas con el policía estalinista que es Blacquer. No eres un hombre derecho porque, sencillamente, tú no eres un hombre, Mayta.

—No se permiten las cuestiones personales —lo interrumpió el Secretario General.

Lo que había dicho Joaquín lo tomó tan de sorpresa que Mayta no atinó a decir nada: salvo a encogerme. ¿Por qué me sorprendía tanto? ¿No era algo que, en un repliegue secreto de la mente, estaba siempre temiendo que surgiera en todos los debates, súbito golpe bajo que me quitaría el aire y lo dejaría baldado para el resto de la discusión? Con un calambre en todo el cuerpo, se acomodó sobre el alto de periódicos y, sintiendo una oleada solar, asustado, pensé: «Anatolio se pondrá de pie y confesará que anoche dormimos juntos». ¿Qué iba a decir? ¿Qué iba a hacer?

—No es personal, tiene relación con lo que ha pasado —repuso el Camarada Joaquín y, en medio de mi miedo y turbación, Mayta supo que, efectivamente, lo odiaba: ¿le había hecho algo, alguna vez, tan grave, tan hiriente, para una venganza así?—. Esa manera de proceder, tortuosa, caprichosa, eso de ir a buscar a nuestro enemigo, es feminoide, camaradas. Nunca se ha dicho aquí por unas consideraciones que Mayta no ha tenido con nosotros. ¿Se puede ser un revolucionario leal y un invertido? Ésa es la madre del cordero, camaradas.

«¿Por qué dice invertido y no maricón?, pensé, absurdamente. ¿No es maricón la palabra?» Reponiéndose, alzó la mano, indicando al Camarada Jacinto que quería hablar.

—¿Seguro que fue Mayta mismo quien les contó que había ido a verte?

—Seguro —asiente Blacquer—. Creía haber hecho lo correcto. Quiso hacer aprobar una moción. Que una vez que se hubieran ido a Jauja los tres que tenían que ir, los que quedaran en Lima intentarían nuevamente el acuerdo con nosotros. Fue su gran metida de pata. A los troscos, que no sabían cómo zafarse de lo de Jauja, en lo que nunca creyeron, a lo que se vieron arrastrados por Mayta, les dio el pretexto perfecto. Para librarse del compromiso y, de yapa, para librarse de él. O sea, para dividirse una vez más. Ha sido siempre el gran deporte de los troscos: purgarse, dividirse, fraccionarse, expulsarse.