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Se ríe, mostrándome sus dientes nicotínicos.

—Las cuestiones personales no tienen nada que ver, las cuestiones de sexo, de familia, personales, no tienen nada que ver—repetí, sin poder apartar la mirada de la nuca de Anatolio que, sentado en uno de los banquitos de ordeñadora, miraba empecinadamente el suelo—. Por eso no voy a responder a la provocación. Por eso no te contesto lo que mereces, Joaquín.

—No está permitido personalizar, no están permitidas las amenazas —levantó la voz el Secretario General.

—¿Lo eres o no lo eres, Mayta? —oyó decir al Camarada Joaquín, quien se volvió a enfrentarlo. Advertí que tenía los puños cerrados, que estaba listo para defenderse o atacar—. Por lo menos, ten la franqueza de tu vicio.

—No se permiten los diálogos —insistió el Secretario General—. Y, si quieren pelear, se van afuera.

—Tienes razón, camarada —dijo Mayta, mirando a Jacinto Zevallos—. Ni diálogos ni trompeaderas, nada que nos aparte del tema. Este debate no es sobre el sexo. Lo discutiremos otra vez, si el Camarada Joaquín lo considera importante. Volvamos al orden del día. Que no se me interrumpa, por lo menos.

Había recuperado el aplomo, y, en efecto, me dejaron hablar, pero, mientras hablaba, íntimamente se decía que no serviría de gran cosa: habían decidido, ellos sí a mis espaldas, desligarse de la insurrección y ningún argumento los haría cambiar. No dejó traslucir, mientras hablaba, mi pesimismo. Les repetí con pasión todos los argumentos que ya les había dado y que se había dado, esas razones que, aun ahora, a pesar de los reveses y contrariedades, me seguían sonando, al oírselas decir, irrefutables. ¿No estaban dadas las condiciones objetivas? ¿No eran las víctimas del latifundismo, el gamonalismo, la explotación capitalista e imperialista, un potencial revolucionario? Pues bien, las condiciones subjetivas las crearía la vanguardia, con acciones de propaganda armada, golpeando al enemigo en operaciones pedagógicas que irían movilizando a las masas e incorporándolas gradualmente a la acción. ¿No abundaban los ejemplos? Indochina, Argelia, Cuba, estaban ahí, mostrándonos que una vanguardia decidida podía iniciar la revolución. Falso que lo de Jauja fuera una aventura pequeño–burguesa. Era una acción bien planeada y contaba con una infraestructura pequeña pero suficiente. Tendría éxito si todos cumplíamos nuestro rol. No era cierto, tampoco, que el POR(T) iría a remolque: tendría la dirección ideológica y Vallejos sólo la militar. Hacía falta un criterio amplio, generoso, marxista, trotskista, no sectario, camaradas. Aquí, en Lima, sí, el apoyo era débil. Por eso, había que estar llanos a la colaboración con otras fuerzas de izquierda, porque la lucha sena larga, difícil y…

—Hay una moción pidiendo la expulsión de Mayta y eso es lo que está en debate — recordó el Camarada Pallardi.

—¿No quedó claro que no debíamos vernos más? —dijo Blacquer, cerrándole el acceso a su casa.

—Es una historia larga de contar —repuso Mayta—. Ya no puedo comprometerme. Por venir a hablar contigo, me han expulsado del POR(T).

—Y, por recibirlo, me expulsaron a mí —dice Blacquer con su tonito desabrido—. Diez años después.

—¿Tus problemas con el Partido fueron por esas conversaciones?

Hemos dejado el Haití y caminamos por el Parque de Miraflores, hacia la esquina de Larco donde Blacquer tomará el microbús. Una masa espesa deambula entre los vendedores de baratijas regadas por el suelo, que se enredan en las piernas de los transeúntes. La efervescencia con motivo de la invasión es general, nuestra charla va salpicada de voces: «cubanos», «bolivianos», «bombardeos», «marines», «guerra», «rojos».

—No, no es verdad —me aclara Blacquer—. Mis problemas fueron porque comencé a cuestionar la línea de la dirección. Pero me sancionaron por razones que, en apariencia, no tenían que ver con mis críticas. Entre muchos otros cargos, salió a relucir un supuesto acercamiento mío al trotskismo. Se dijo que yo había propuesto al Partido un plan de acción conjunta con los troscos. Lo de siempre: descalificar moralmente al crítico, de manera que todo lo que venga de él, por venir de él, sea basura. Nadie nos ha ganado en eso, nunca.

—O sea, que también fuiste víctima de los acontecimientos de Jauja —le digo.

—En cierta forma. —Se vuelve a mirarme, con su vieja cara color pergamino humanizada por media sonrisa—. Existían otras pruebas de mi colusión con los troscos, pero ésas no las conocían. Porque yo heredé los libros de Mayta, cuando se fue a la sierra.

—No tengo a quién dejárselos —dije, tomándolo a la broma—. Me he quedado sin camaradas. Más vale tú que los soplones. Considéralo así, para que no tengas escrúpulos. Quédate con mis papeles y culturízate.

—Había gran cantidad de caca trotskista, que leí a escondidas, como leíamos a Vargas Vila en el colegio —se ríe Blacquer—. A escondidas, sí. Les arranqué la página donde Mayta había puesto sus iniciales, para que no quedara huella del crimen.

Vuelve a reírse. Hay un corro de gente adelantando las cabezas, tratando de oír un boletín de noticias en la radio portátil que un transeúnte tiene en alto. Alcanzamos el final de un comunicado: la Junta de Restauración Nacional denuncia a la comunidad de naciones la invasión del territorio patrio por fuerzas cubano–boliviano–soviéticas, que, desde esta madrugada, han violado el sagrado suelo peruano por tres puntos de la frontera, en el departamento de Puno. A las ocho de la noche, la Junta se dirigirá al país por radio y televisión para informar sobre esta inaudita afrenta que ha galvanizado a los peruanos, unidos ahora como un solo puño en la defensa de… Era cierto, pues, han entrado. Es seguro, entonces, que los «marines» vendrán también, desde las bases que tienen en el Ecuador, si no lo han hecho ya. Retomamos nuestra caminata, entre gente estupefacta o asustada por las noticias.

—Gane quien gane, yo saldré perdiendo —dice, de pronto, Blacquer, más aburrido que alarmado—. Si los «marines», porque en sus listas debo figurar como viejo agente del comunismo internacional. Si los rebeldes, como revisionista, social–imperialista y extraidor a la causa. No seguiré el consejo del tipo del Haití. No pondré baldes de agua en mi cuarto. Para mí, los incendios pueden ser la solución.

En el paradero, frente a La Tiendecita Blanca, hay tal amontonamiento que deberá esperar mucho antes de subir a un microbús. En los años que pasó en el limbo de los expulsados, me dice, entendió mejor al Mayta de aquel día. Yo lo oigo pero ando apartado de él, reflexionando. Que los sucesos de Jauja sirvieran, años después, aunque fuera indirectamente, para contribuir a despeñar a Blacquer por la pendiente de nulidad en que ha vivido, es una prueba más de lo misteriosas e imprevisibles que son las ramificaciones de los acontecimientos, esa complejísima urdimbre de causas y efectos, reverberaciones y accidentes, que es la historia humana. Por lo visto, no le guarda rencor a Mayta por las visitas intempestivas. Incluso, parecería que a la distancia le ha cobrado estima.

—Nadie se abstiene, puedes contar las manos —dijo Jacinto Zevallos—. Unanimidad, Mayta. Ya no perteneces al POR(T). Tú solito te has expulsado.

Reinaba silencio sepulcral y nadie se movía. ¿Debía irse? ¿Debía hablar? ¿Dejar las puertas abiertas o mentarles la madre?

—Hace diez minutos los dos sabíamos que éramos enemigos a muerte

—vociferó Blacquer, paseándose furioso frente a la silla de Mayta—. Y ahora actúas como si fuéramos camaradas de toda la vida. ¡Es grotesco!