—No se vayan —dijo, suavemente, el Camarada Medardo—. Tengo un pedido de reconsideración, camaradas.
—Estamos en trincheras distintas, pero los dos somos revolucionarios
—dijo Mayta—. Y en algo más nos parecemos: para ti y para mí las cuestiones personales están subordinadas a las políticas. Así que déjate de renegar y conversemos.
¿Una reconsideración? Todos los ojos giraron hacia el Camarada Medardo. Había tanto humo que, desde su rincón, junto al alto de números de Voz Obrera, Mayta veía las caras borrosas.
—¿Estaba desesperado, abrumado, sintiendo que la tierra se le abría?
—Estaba confiado, sereno y hasta optimista, o lo aparentaba muy bien
—niega con la cabeza Blacquer—. Quería mostrarme que la expulsión no le había hecho mella. A lo mejor era cierto. ¿Has conocido a esos hombres que a la vejez descubren el sexo o la religión? Se vuelven ansiosos, ardientes, incansables. Estaba así. Había descubierto la acción y parecía un chiquillo.
Daba una impresión ridícula, como esos viejos que tratan de bailar los bailes modernos. Al mismo tiempo, era difícil no tenerle cierta envidia.
—Hemos sido enemigos por razones ideológicas, por esas mismas razones podemos ser ahora amigos —le sonrió Mayta—. La amistad y la enemistad, entre nosotros, es un problema puramente táctico.
—¿Vas a hacer tu autocrítica y a pedir tu inscripción en el Partido? —terminó por reírse Blacquer.
El revolucionario fogueado, menguante, que, un buen día, descubre la acción y se lanza a ella sin reflexionar, impaciente, esperanzado en que los combates, marchas, lo resarcirán en pocas semanas o meses de años de impotencia: es el Mayta de esos días, el que percibo mejor entre todos los Maytas. ¿Eran para él, la amistad, el amor, algo que administraba políticamente? No: ésas eran palabras para ganarse a Blacquer. Si hubiera gobernado así sus sentimientos e instintos, no hubiera llevado la doble vida que llevó, el desgarro que debió ser congeniar al militante clandestino entregado a la absorbente tarea de cambiar el mundo y al apestado que, nocturnamente, buscaba mariquitas. No hay duda que era capaz de apelar a los grandes recursos, lo prueba este último intento de conseguir lo imposible, la adhesión de sus archienemigos para una rebelión incierta. Pasan dos, tres microbuses sin que Blacquer pueda tomarlos. Decidimos bajar por Larco, tal vez en Benavides sea más fácil.
—Que esto se sepa no va a beneficiar a nadie salvo a la reacción. Y, en cambio, perjudicará al Partido —explicó delicadamente el Camarada Medardo—. Nuestros enemigos se van a frotar las manos, incluso los del otro POR. Ahí están, van a decir, despedazándose una vez más en luchas intestinas. No me interrumpas, Joaquín, no voy a pedir un acto de perdón cristiano ni nada que se parezca. Sí, ya explico a qué clase de reconsideración me refiero.
La atmósfera del garaje del Jirón Zorritos se había distendido; el humo era tan espeso que a Mayta le ardían los ojos. Notó que escuchaban a Moisés con alivio aflorando a las caras, como si, sorprendidos de haberlo derrotado tan fácil, agradecieran que alguien les brindara una coartada para salir de allí con la conciencia tranquila.
—El Camarada Mayta ya ha sido sancionado. Lo sabe él y lo sabemos nosotros — añadía el Camarada Medardo—. No va a volver al POR(T), no por ahora, no en las actuales circunstancias. Pero, camaradas, él lo ha dicho. Los planes de Vallejos siguen en pie. El alzamiento se va a producir con o sin nosotros. Esto, querámoslo o no, va a afectarnos.
¿Adónde iba Moisés? A Mayta lo sorprendió que se refiriera a él llamándolo todavía «camarada». Sospechó hacia dónde y, en un instante, se disiparon el abatimiento y la cólera que había sentido al ver alzarse todos los brazos apoyando la moción: había que aprovechar al vuelo esa chance.
—El trotskismo no entra en la guerrilla —dijo—. El POR(T) ha decidido por unanimidad darnos la espalda. El otro POR ni está enterado del asunto. El plan es serio, sólido. ¿No te das cuenta? El Partido Comunista tiene la gran oportunidad de llenar el vacío.
—De poner la cabeza en la guillotina. ¡Gran privilegio! —gruñó Blacquer—. Tómate ese café y, si quieres, cuéntame tus amores trágicos con los troscos. Pero de la insurrección ni una palabra, Mayta.
—No lo decidan ahora, ni en una semana, tómense el tiempo que haga falta — prosiguió Mayta, sin hacerle caso—. El obstáculo principal para ustedes era el POR(T). Ya no existe. La insurrección es ahora, únicamente, de un grupo obrero–campesino de revolucionarios independientes.
—¿Revolucionario independiente, tú? —silabeó Blacquer.
—Compra el próximo número de Voz Obrera (T) y te convencerás —dijo Mayta—. Eso me he vuelto: un revolucionario sin partido. ¿Ves? Tienen la gran oportunidad. De dirigir, de estar a la cabeza.
—Esa fue la renuncia que leíste —dice Blacquer. Se saca los anteojos para echarles el vaho de su boca y limpiarlos con el pañuelo—. Un simulacro. No creía en esa renuncia ni el que la firmaba ni los que la publicaron. ¿Para qué estaba ahí, entonces? ¿Para embaucar a los lectores? ¿Cuáles lectores? ¿Acaso tenía un solo lector Voz Obrera (T) fuera de los, ¿cuántos dijiste?, ¿siete?, ¿de los siete troscos? Así se escribe la historia, camarada.
Todas las tiendas de la Avenida Larco están cerradas, pese a ser temprano. ¿Son las noticias de la invasión en el Sur el motivo? En este sector hay menos gente que en la Diagonal o en el Parque. Y hasta las bandas de pordioseros que usualmente pululan por aquí, entre los autos, son más ralas que de costumbre. La pared de la Municipalidad luce una enorme inscripción hecha con pintura roja —«Se acerca la victoria de la guerra popular»— y la hoz y el martillo. No estaba cuando pasé por aquí, hace tres horas. ¿Un comando llegó con sus botes y brochas y la pintó delante de los policías? Pero me doy cuenta que no hay policías cuidando el edificio.
—Que, por lo menos, evite hacerle más daño al Partido, démosle esa oportunidad — prosiguió cautelosamente el Camarada Medardo—. Que renuncie. Publicaremos su renuncia en Voz Obrera (T). Quedará prueba, al menos, de que no hay responsabilidad del Partido en lo que pueda ir a hacer a Jauja. Reconsideración en ese sentido, camaradas.
Mayta vio que varios miembros del Comité Central del POR(T) movían las cabezas, aprobando. La propuesta de Moisés/Medardo tenía posibilidades de ser aceptada. Recapacitó, hizo un balance veloz de las ventajas y desventajas. Sí, era el mal menor. Alzó la mano: ¿podía hablar?
En Benavides hay tanta gente esperando los microbuses como en La Tiendecita Blanca. Blacquer se encoge de hombros: paciencia. Le digo que me quedaré con él hasta que suba. Aquí, sí, varios hablan de la invasión.
—Con el tiempo, he llegado a darme cuenta que no era tan demente —dice Blacquer—. Si el foco hubiera durado, las cosas hubieran podido pasar según el cálculo de Mayta. Si la insurrección prendía, el Partido se hubiera visto obligado a entrar, a tratar de tomar el mando. Como ha pasado con ésta. ¿Quién se acuerda que los dos primeros años estuvimos en contra? Y ahora le disputamos la dirección a los maoístas ¿no? Pero el Camarada Cronos no perdona. Hizo sus cálculos veinticinco años antes de tiempo.
Intrigado por la manera como habla del Partido, le pregunto si finalmente fue readmitido o no. Me responde de una manera críptica: «Sólo a medias». Una señora con una niña en brazos que parecía estarlo oyendo, súbitamente nos interrumpe: «¿Cierto que han entrado los rusos? ¿Qué les hemos hecho? ¿Qué le va a pasar a mi hija, ahora?». La niña grita, también. «Cálmese, no va a pasar nada, son puras bolas», la consuela Blacquer, a la vez que hace señas a un recargado microbús que sigue de largo. En medio de un clima que no era ni por asomo el de minutos atrás, el Secretario General susurró que la propuesta del Camarada Medardo era razonable: evitaría que los divisionistas del otro POR se aprovecharan. Lo miró: no había inconveniente en que se pronunciara el interesado. «Tienes la palabra, Mayta».