Выбрать главу

—Conversamos un buen rato. A pesar de lo que le habían hecho, se puso eufórico hablando de la insurrección —dice Blacquer, prendiendo un cigarrillo—. Me enteré que era un asunto de días, pero no del lugar. No me imaginé nunca Jauja. Pensé que el Cusco, donde, por esa época, hubo tomas de tierras. Pero, una revolución en la cárcel de Jauja ¿a quién se le iba a ocurrir?

Escucho su risita desabrida, de nuevo. Sin ponernos de acuerdo, reanudamos la caminata, hacia el paradero de 28 de Julio. Pasan las horas y él está allí, sudoroso, la ropa arrugada y sucia, con ojeras violáceas y el crespo cabello alborotado, a la orilla del asiento, en la atestada salita pobretona de Blacquer: habla, gesticula, apoya sus verbos con ademanes perentorios y hay en sus ojos una convicción irreductible. «¿Se van a negar a entrar en la historia, a hacer la historia?», recrimina a Blacquer.

—Todo en este asunto resultó contradictorio —oigo decir a éste, media cuadra después—. Porque, el mismo POR(T) que expulsó a Mayta por querer meterlos en lo de Jauja, se lanzó, al poco tiempo, a algo todavía más estériclass="underline" las expropiaciones de Bancos.

¿Fue la entrada de Fidel Castro a La Habana, ocurrida en el entreacto, lo que transformó al prudente POR(T) que se había zafado de la conspiración de Mayta en el beligerante organismo que se puso a desvalijar los Bancos de la burguesía? Asaltaron precisamente esta agencia del Banco Internacional que estamos dejando atrás —en la operación fue capturado Joaquín— y, a los pocos días, el Banco Wiese de La Victoria, donde cayó Pallardi. Estas dos acciones desintegraron al POR(T). ¿O hubo, también, algo de mala conciencia, un afán de demostrar que, por más que hubieran dado la espalda a Mayta y a Vallejos, eran capaces de jugarse el todo por el todo?

—Ni remordimientos ni nada que se le parezca —dice Blacquer—. Fue Cuba. La Revolución Cubana rompió los tabúes. Mató al super ego que nos ordenaba resignarnos a que «las condiciones no estuvieran dadas», a que la revolución fuera una conspiración interminable. Con la entrada de Fidel a La Habana, la revolución pareció al alcance de todos los que se atrevieran a fajarse,

—Si no eres tú, el dueño de mi casa los rematará en La Parada —insistió Mayta—. Puedes recogerlos a partir del lunes. No son tantos, tampoco.

—Bueno, me quedaré con tus libros —se rindió Blacquer—. Digamos que te los guardaré, mientras tanto.

En el paradero de 28 de Julio hay el mismo atoro que en los anteriores. Un hombre de sombrero tiene una radio portátil, en la que —observado con ansiedad por los presentes— busca alguna estación que dé noticias. No la encuentra: todas transmiten música. Espero, junto con Blacquer, cerca de media hora, y en ese lapso pasan dos microbuses, cargados hasta el tope, sin detenerse. Entonces, me despido de él, pues quiero llegar a mi casa a tiempo para escuchar el mensaje de la Junta sobre la invasión. Desde la esquina de Manco Cápac, me vuelvo y Blacquer sigue allí, distinguible, con su facha ruinosa y su actitud perdida, al borde de la vereda, corno si no supiera qué hacer, adonde ir. Ése hubiera debido ser el estado de Mayta aquel día, luego de aquella sesión. Y sin embargo Blacquer me asegura que, después de hacerlo heredero de sus libros e indicarle dónde escondería la llavecita de su cuarto, se despidió de él rezumando optimismo. «Se creció con el castigo», ha dicho. Sin duda, es exacto: su capacidad de resistencia, su audacia, aumentaron con las contrariedades.

Aunque todas las tiendas están también cerradas, en esta parte de Larco las veredas siguen invadidas de vendedores de paisajes andinos, retratos, caricaturas, de artesanías y chucherías. Esquivo las mantas llenas de pulseras y collares que custodian muchachos de cabelleras y muchachas de saris. Respiro un aire de incienso. En este enclave de estetas y místicos callejeros no se advierte alarma, ni siquiera curiosidad, por los sucesos del Sur. Se diría que ni siquiera saben que la guerra ha tomado, en las últimas horas, un cariz mucho más grave y que en cualquier momento puede venírseles encima. En la esquina de Ocharán oigo ladrar un perro: es un ruido extraño, parece venir del pasado, pues desde que comenzó la hambruna los animales domésticos han desaparecido de las calles. ¿Cómo se sentía Mayta esa mañana, después de la larga noche, comenzada en el garaje del Jirón Zorritos, con su expulsión del POR(T) y el acuerdo de disfrazarla de renuncia, y que terminó con esa conversación en casa de Blacquer, al que las circunstancias trocaron de enemigo en su confidente y paño de lágrimas? Con sueño, hambre y fatiga, pero con la misma disposición de ánimo con que había regresado de Jauja y el mismo convencimiento de haber actuado bien. No lo habían expulsado por ver a Blacquer; habían acordado la marcha atrás antes. Su supuesta ira, las acusaciones de traición, habían sido un recurso para cerrar de entrada toda posibilidad de revisar lo decidido. ¿Había sido el miedo a pelear? No, había sido, más bien, el pesimismo, la abulia, la incapacidad psicológica de romper la rutina y pasar a la acción real. Había tomado un ómnibus, iba de pie, cogido del pasamanos, aplastado por dos negras con canastas. ¿No conocía esa actitud? «¿No ha sido la tuya tantos años?» No tenían fe en las masas por su falta de contacto con ellas, dudaban de la revolución y de sus propias ideas porque la vida de intrigas entre sectas los había atrofiado para la acción. Una de las negras se puso a reír, mirándolo, y Mayta se dio cuenta que hablaba solo. Se rió también. Con esa disposición de ánimo, preferible que se abstuvieran, hubieran sido un lastre. Sí, harían falta, en Lima ya no tendrían ayuda urbana. Pero a medida que la lucha registrara adhesiones, iría surgiendo una organización de apoyo, aquí y en todas partes. Los camaradas del POR(T), al ver que la vanguardia se prestigiaba y que las masas se incorporaban, lamentarían sus vacilaciones. También los rabanitos. La gestión con Blacquer era una bomba de tiempo, cuando vieran que el riachuelo se volvía torrente, recordarían que tenían abierta la puerta, que eran esperados. Vendrían, se plegarían. Estaba tan abstraído que no bajó en la esquina de su casa sino dos cuadras después.

Llegó al callejón agotado. En el patio, había una larga cola de mujeres con baldes, protestando porque la primera de ellas se eternizaba en el caño. Entró a su cuarto y se tendió en la cama sin siquiera quitarse los zapatos. No tenía ánimos para bajar y hacer la cola. Pero qué bueno hubiera sido, ahora, hundir los pies cansados en un lavador de agua fresquita. Cerró los ojos y, luchando contra el sueño, buscó las palabras para la carta que debía llevar, esa tarde, a Jacinto, a fin de que la incluyera en el número de Voz Obrera (T) componiéndose ya en la imprenta. Es un número de apenas cuatro páginas, un solo pliego, tan amarillo que al cogerlo —instalado frente al aparato de televisión, en el que, pese a ser las ocho, no aparecen aún los generales de la Junta— tengo la sensación de que se me va a deshacer en las manos. La renuncia no está en la primera página, dividida en dos largos artículos y un pequeño recuadro. El editorial, en negrita, llena la columna de la izquierda: «¡Alto, fascistas!». Se refiere a unos incidentes habidos en la sierra central, con motivo de una huelga en dos asientos mineros de la Cerro de Pasco Cooper Corporation. Al desalojar a los huelguistas, la policía hirió a varios y, al parecer, uno de ellos ha muerto. No es algo casual, sino parte del plan de intimidación y desmovilización de la clase obrera, fraguado por la policía, el ejército y la reacción acorde con los planes del Pentágono y la CÍA para América Latina. ¿De qué se trata, en resumidas cuentas? Han comenzado unas marchas militares, y, a las imágenes del escudo y la bandera, suceden, en el televisor, bustos y retratos de próceres. ¿Va a comenzar, por fin? De frenar el avance, cada día más impetuoso e incontenible, de las masas obreras hacia el socialismo. Esos métodos no pueden sorprender a quien ha aprendido las lecciones de la Historia: fueron empleados por Mussolini en Italia, Hitler en Alemania y ahora Washington los aplica en América Latina. Pero no tendrán éxito, serán contraproducentes, un abono fructífero, pues, como escribió León Trotski, para la clase obrera los golpes de la represión son como una poda para las plantas. Ahora sí, ahí están: el Marino, el Aviador, el Militar, y, detrás de ellos, los edecanes, los ministros, los jefes de las guarniciones y cuerpos militares de la región de Lima. Las caras sombrías parecen confirmar los peores rumores. El editorial de Voz Obrera (T) termina exhortando a obreros, campesinos, estudiantes y sectores progresistas a cerrar filas contra la conjura nazi–fascista. Cantan el Himno Nacional.