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Pero el muchacho no se movió ni dejó de mirarlo de esa manera en la que había provocación y algo de burla.

—Ya no somos ni camaradas ni amigos —dijo Mayta—. ¿Qué mierda quieres?

—Que me la chupes —dijo el muchacho, despacito, mirándolo a los ojos y tocándole la rodilla con los cinco dedos.

VII

—¿Qué haces aquí, Mayta? —exclamó Adelaida—. ¿A qué has venido?

El castillo Rospigliosi está en el límite de Lince y Santa Beatriz, barrios ahora indiferenciables. Pero cuando Mayta se casó con Adelaida había entre ellos una lucha de clases. Lince fue siempre modesto, un barrio de clase media tirando para proletaria, de casitas estrechas e incoloras, conventillos y callejones, veredas con grietas y jardincillos montuosos. Santa Beatriz, en cambio, fue un barrio pretencioso, en el que unas familias acomodadas construyeron mansiones de estilo «colonial», «sevillano» o «neogótico», como este monumento a la extravagancia que es el castillo Rospigliosi, un castillo con almenas y ojivas de cemento armado. Los vecinos de Lince miraban con resentimiento y envidia a los de Santa Beatriz, porque éstos, a su vez, los miraban por sobre el hombro y los choleaban.

—Quisiera conversar un momento contigo —dijo Mayta—. Y, si no te importa, ver a mi hijo.

Ahora Santa Beatriz y Lince son la misma cosa; el primero decayó y el segundo mejoró hasta que se encontraron en un punto intermedio: barrio informe, de empleados, comerciantes y profesionales ni ricos ni paupérrimos pero con problemas para llegar a fin de mes. Esa medianía parece bien representada por el marido de Adelaida, Don Juan Zárate, funcionario de Correos y Telégrafos con muchos años de servicio. Su foto está junto a la ventana sin cortinas por la que puedo observar el castillo Rospigliosi: como allí funciona una dependencia del Ministerio de Aviación, lo rodean alambradas y sacos de arena, por sobre los que asoman cascos y fusiles de centinelas. Una de esas patrullas me detuvo al venir aquí y me registró de pies a cabeza antes de dejarme pasar. Los avioneros estaban muy nerviosos, los dedos en los gatillos. No es para menos, dados los acontecimientos. En la foto, Don Juan Zárate aparece de terno y corbata, serio, y Adelaida, prendida de su brazo, está también adusta.

—Es de cuando nos casamos, en Cañete. Fuimos a pasar tres días a casa de un hermano de Juan. Estaba de siete meses. ¿Apenas se me nota, no? En efecto, nadie diría que era una mujer con una gravidez tan avanzada.

La foto debe tener cerca de treinta años. Es extraordinario lo bien conservada que está la que fue, por corto tiempo, mujer de mi condiscípulo salesiano.

—Embarazada de Mayta —añade Adelaida.

La escucho con atención y la observo. No salgo de la sorpresa que me produjo verla, al entrar a la lóbrega casita. Sólo había hablado con ella por teléfono y nunca imaginé que esa voz áspera correspondiera a una mujer todavía atractiva, pese a sus años. Tiene unos cabellos grises ondulados que le llegan a los hombros y una cara de facciones suaves, en la que destacan unos labios carnosos y unos ojos profundos. Cruza las piernas: lisas, torneadas, largas, firmes. Cuando fue mujer de Mayta, debía ser una belleza.

—A buena hora te acuerdas de tu hijo —exclamó Adelaida.

—Siempre me acuerdo de él —repuso Mayta—. Una cosa es que no lo vea y otra que no piense en él. Hicimos un pacto y lo cumplo.

Pero hay en ella algo desolado, abatimiento, una expresión de derrota. Y una total indiferencia: no parece importarle que los insurrectos hayan tomado el Cusco y establecido allí un gobierno, ni los tiroteos indescifrables de anoche en las calles de Lima, ni si es falso o cierto que cientos de «marines» han desembarcado en las últimas horas en la base de La Joya, en Arequipa, para reforzar al Ejército que parece haberse desmoronado en todo el frente Sur. No menciona siquiera una vez los sucesos que tienen en vilo a toda Lima y que —pese al triunfo que es para mí estar conversando con ella— me distraen con imágenes recurrentes de banderas rojas, erupción de fusiles y gritos de victoria en las calles cusqueñas.

—No lo cumples cuando te atreves a presentarte en mi casa —dijo Adelaida, apartándose un fleco de cabellos de la frente—. ¿No sabes el lío que me puedes traer con mi marido?

Mientras la oigo contar que su matrimonio con Juan Zárate se adelantó para que el hijo de Mayta naciera con otro apellido y otro padre, en un hogar constituido, me repito que hago mal en distraerme: me queda poco tiempo. Es un premio a mi constancia estar aquí. Adelaida se negó muchas veces a recibirme, y, la tercera o cuarta vez, me colgó el teléfono. Ha sido preciso insistir, rogar, jurarle que ni su nombre ni el de Juan Zárate ni el de su hijo aparecerán jamás en lo que yo escriba, y, finalmente, proponerle que, como se trata de un trabajo —contarme su vida con Mayta y esa última entrevista, horas antes de que él partiera a Jauja—, fijara una retribución por el tiempo que le haré perder. Me ha concedido una hora de conversación por doscientos mil soles. Callará lo que le parezca «demasiado privado».

—Se trata de una circunstancia especial —insistió Mayta—. Me iré ahora mismo, te juro.

—Creí que necesitaba esconderse y no tenía adónde ir —dice Adelaida—. Lo de toda la vida. Porque, desde que lo conocí hasta que nos separamos, vivió sintiéndose perseguido. Con razón o sin ella. Y lleno de secretos, incluso para mí.

¿Llegó a quererlo? No pudo tener otra razón para estar con él. ¿Cómo lo había conocido? En una tómbola, en la Plaza Sucre. Ella apostó al 17 y el que estaba a su lado al 15. La rueda se paró justo en el 15. «Ay, qué suerte. Es el osito», exclamó Adelaida. Y su vecino: «Te lo puedo regalar. ¿Me permites que te lo regale? Presentémonos. Yo me llamo Mayta».

—Bueno, entra, prefiero que la chismosa del frente no me vea contigo aquí en la calle —le abrió por fin la puerta Adelaida—. Sólo cinco minutos, por favor. Si te descubre aquí, Juan se enojaría muchísimo. Ya me diste bastantes dolores de cabeza en la vida.

¿Por su agitación y nerviosismo, no sospechó que esa insólita visita se debía a que estaba en vísperas de hacer algo extraordinario? Ni remotamente. Porque, además, no lo notó nervioso ni excitado. Como siempre, nomás: tranquilo, mal vestido, un poco más flaco. Cuando tuvieron cierta confianza, Mayta le confesó que el encuentro en la tómbola de la Plaza Sucre no fue casuaclass="underline" la había visto, seguido, había rondado por los alrededores buscando meterle conversación.

—Me hizo creer que se había enamorado de mí a primera vista —añade Adelaida, con tono sarcástico. Cada vez que lo nombra algo en ella se amarga. A pesar de los años, hay, pues, una herida que supura—. Una gran farsa, en la que caí como cacasena. No estuvo nunca enamorado de mí. Y por su gran egoísmo ni siquiera llegó a darse cuenta del daño que me hizo.

Mayta echó una mirada en torno: un mar de banderas rojas, un mar de puños en alto, un bosque de fusiles y diez mil gargantas rajadas de tanto gritar. Le pareció incomprensible estar aquí, en la casa de Adelaida y que entre estos sillones con forro de plástico y estas paredes de pintura raída viviera un niño que, aunque llevara otro nombre, fuera hijo mío. Sentí profundo malestar. ¿Hice bien en venir? ¿No era otro gesto sentimental esta visita, sin sentido ni finalidad? ¿No maliciaría Adelaida algo raro? ¿Eso que cantaban era la Internacional en quechua?

—Me voy de viaje y no sé cuándo volveré al Perú —le explicó Mayta, sentándose en el brazo del sillón más próximo—. No quisiera irme sin conocerlo. ¿Te importaría que lo viera un momento?

—Claro que me importaría mucho —lo cortó Adelaida con brusquedad—. No lleva tu nombre, Juan es el único padre que conoce. ¿No sabes lo que me costó conseguirle un hogar normal y un padre de verdad? Eso no me lo vas a echar abajo ahora.

—No quiero echarlo abajo —dijo Mayta—. He respetado siempre nuestro acuerdo. Simplemente, quiero conocerlo. No le diré quién soy, y, si quieres, ni le hablaré.