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—¿Y esa revolución la vas a hacer tú con tus amigotes del POR? —se rió Adelaida.

—Voy a tener que hacerla yo solito —le sonrió Mayta—. Ya no estoy en el POR. Renuncié anoche.

Despertó a la mañana siguiente y la idea estaba en su cabeza, perfeccionada durante el sueño. La acarició, le dio vueltas, la revolvió mientras se vestía, esperaba el ómnibus y zangoloteaba hacia el Banco de Crédito de Lince, y mientras cuadraba un arqueo de caja en su liliputiense escritorio. A media mañana, pidió permiso para ir al Correo. Juan Zárate seguía allí, detrás de los cristales cuarteados. Se las arregló para que la viera y, cuando la saludó, respondió a su saludo con una sonrisa en tecnicolor. Juan Zárate, por supuesto, se quitó las gafas, se acomodó el corbatín y salió corriendo a estrecharle la mano. El desbarajuste es totaclass="underline" las calles en escombros tienen más muertos, se derrumban nuevas casas y las aún en pie son saqueadas. Pocos, entre los que gimen, lloran, roban, agonizan o buscan a sus muertos, parecen oír las órdenes que imparten por las esquinas las patrullas rebeldes: «La consigna es abandonar la ciudad, camaradas, abandonar la ciudad, abandonar la ciudad».

—Me asombra que me atreviera —dice Adelaida, observando la foto de su luna de miel.

O sea que, en esa última entrevista, en esta salita, Mayta habló a la que había sido su mujer, de cosas íntimas e ideales: la revolución verdadera, la integral, la que suprimiría todas las injusticias sin infligir otras nuevas. O sea que, a pesar de los reveses y contrariedades de última hora, se sentía, como me aseguró Blacquer, eufórico y hasta lírico:

—Ojalá la nuestra señale el camino a las otras. Sí, Adelaida. Ojalá nuestro Perú dé el ejemplo al mundo.

—Lo mejor es la franqueza y así le voy a hablar —Adelaida no podía creer que esa seguridad y esa audacia fueran de ella, que, al tiempo que decía estas cosas, fuera capaz de sonreír, hacer poses y sacudirse el pelo de manera que el administrador de Correos de Lince la miraba extasiado—. Usted estaba loco por casarse conmigo ¿cierto, Juan?

—Tú lo has dicho, Adelaidita —Juan Zárate se adelantó sobre la mesita del cafetín de Petit Thouars donde tomaban un refresco—. Loco por ti y mucho más que eso.

—Míreme bien, Juan, y contésteme con sinceridad. ¿Todavía le gusto como hace años?

—Me gustas más —tragó saliva el administrador de Correos de Lince—. Estás todavía más linda, Adelaidita.

—Entonces, si quiere, puede casarse conmigo. —No le había fallado la voz y tampoco le falló ahora—. No quiero engañarlo, Juan. No estoy enamorada de usted. Pero trataré de quererlo, de amoldarme a sus gustos, lo respetaré y haré lo posible por ser una buena esposa.

Juan Zárate la miraba pestañeando; en su mano, el vaso de refresco se puso a temblar.

—¿Estás hablando en serio, Adelaidita? —articuló, por fin.

—Estoy hablando en serio. —Y tampoco ahora vaciló—: Sólo le pido una cosa. Que le dé su nombre al hijo que estoy esperando.

—Dame otro vasito de agua —dijo Mayta—. No se me quita esta sed, no sé qué me pasa.

—Que has pronunciado un discurso—dijo ella, levantándose. Siguió, desde la cocina— : No has cambiado nada. Estás peor, más bien. Ahora ya no sólo quieres hacer una revolución para los pobres sino también para los maricones. Te juro que me das risa, Mayta.

«Una revolución también para los maricones», pensé. «Sí, también para los pobres maricones.» No sentía el menor enojo por la carcajada de Adelaida: entre el humo y la pestilencia, se insinuaban las hileras de gentes que huían de la ciudad destruida, tropezando en los escombros, tapándose bocas y narices. Entre las ruinas habían quedado los muertos, los malheridos, los muy ancianos y los muy niños. Y saqueadores que, desafiando la asfixia, el fuego, las bombas esporádicas, se metían a las casas todavía en pie en busca de dinero y comida.

—Y él aceptó —concluyo—. Tenía que quererla mucho don Juan Zárate, señora.

—Nos casamos por la iglesia, mientras salía mi divorcio de Mayta —suspira Adelaida, mirando la fotografía de Cañete—. El divorcio demoró dos años. Entonces, nos casamos también por lo civil.

¿Cómo había tomado Mayta esta historia? Sin sorpresa, seguramente con alivio. Había hecho el simulacro de decirle que le preocupaba muchísimo que se casara de ese modo, sin que interviniera el sentimiento.

—¿No fue eso lo que hiciste tú conmigo? Con una diferencia. Tú me engañaste y yo, en cambio, a Juan se lo dije todo.

—Pero te falló el cálculo —dijo Mayta. Acababa de beberse el vaso de agua y se sentía abotagado—. ¿Recuerdas que te lo advertí? Desde un comienzo te previne que…

—No vayas a pronunciar otro discurso —lo interrumpió Adelaida.

Permanece callada, tamborileando en el brazo del sillón, y puedo leer en su cara que calcula si ha pasado la hora. Pero consulto mi reloj y faltan quince minutos. En eso, se escuchan tres tiros: uno aislado, otros dos, una ráfaga. En un mismo movimiento, Adelaida y yo miramos por la ventanilla: los centinelas han desaparecido, están sin duda agazapados detrás de las alambradas y sacos de arena. Pero, a la izquierda, una patrulla de avioneros avanza hacia el castillo Rospigliosi sin demostrar inquietud. Es verdad que los tiros sonaron bastante lejos. ¿Fusilamientos en las barriadas? ¿Han comenzado los combates en las afueras de Lima?

—¿Realmente funcionó? —retomo la conversación. Ella aparta la vista de la ventana y me mira: a la expresión de alarma que tuvo al oír los tiros ha sucedido, una vez más, esa cara agria que parece ser habitualmente la suya—. Lo del niño.

—Funcionó hasta que se enteró que Juan no era su padre —dice. Permanece con los labios separados, temblando, y sus ojos, que me miran con fijeza, empiezan a brillar.

—Bueno, eso no incumbe a la historia, no hace falta que hablemos de su hijo —me disculpo—. Volvamos a Mayta, más bien.

—No voy a pronunciar ningún otro discurso —la tranquilizó. Bebió el último sorbito del vaso: ¿y si tanta sed indicara fiebre, Mayta?—. Te voy a ser franco, Adelaida. Antes de irme, quería saber de mi hijo, pero también de ti. No me ha hecho bien venir. Esperaba encontrarte contenta, tranquila. Y, en cambio, te veo llena de rencor contra mí y contra todo el mundo.

—Si eso te consuela, te tengo menos rencor que el que me tengo yo misma. Porque yo me busqué todo lo que me ha pasado en la vida.

A lo lejos, estallan nuevamente tiros. Desde las abras, laderas, picachos y altiplanicies circundantes, la visión del Cusco es una humareda con ayes.

—No fue Juan sino yo quien se lo dijo —susurra, de manera entrecortada—. Juan no me lo perdona. Él siempre quiso a Juancito como a un hijo.

Y me cuenta la vieja historia que debe roerle los días y las noches, una historia en la que se mezclan la religión, los celos y el despecho. Juancito prefirió desde niño al padre postizo que a su madre, fue más pegado a él que a ella, quizá porque, de manera oscura, olfateaba que por culpa de Adelaida había una gran mentira en su vida.

—¿Quieres decir que tu marido lo lleva a misa cada domingo? —reflexionó en voz alta Mayta. La memoria me devolvió, en un remolino, los rezos, cánticos, comuniones y confesiones de la infancia, la colección de estampas multicolores que guardaba como objetos preciosos en el cuaderno de tareas—. Bueno, en eso al menos, tiene algo en común conmigo. A su edad, yo era de misa diaria.

—Juan es muy católico —dijo Adelaida—. Católico, apostólico, romano y beato, bromea él. Pero es la pura verdad. Y quiere que Juancito sea así, por supuesto.

—Por supuesto —asintió Mayta. Pero estaba pensando, por asociación, en esos muchachos del San José de Jauja que habían escuchado tan atentos, alelados casi, todo lo que les dijo sobre el marxismo y la revolución. Los vio: imprimían, en mimeógrafos ocultos bajo crudos y cajones, los comunicados que les hacía llegar la jefatura, repartían volantes a las entradas de las fábricas, de los colegios, en los mercados, en los cines. Los vio multiplicándose como los panes del Evangelio, reclutando cada día a decenas de muchachos tan humildes y abnegados como ellos, yendo y viniendo por riesgosos atajos y helados ventisqueros de la cordillera, sorteando las barreras y las patrullas del Ejército, deslizándose en las noches como gatos a los tejados de los edificios públicos y a las cumbres de los cerros para plantar banderas rojas con la hoz y el martillo, y los vi llegando, sudorosos, risueños, formidables, a los remotos campamentos con las medicinas, las informaciones, la tropa y los víveres que la guerrilla requería. Su hijo era uno de ellos. Eran muy jóvenes, de catorce, quince, dieciséis años. Gracias a ellos la guerrilla podía estar segura del triunfo. «Al asalto del cielo», pensé. Bajaremos al cielo del cielo, lo plantaremos en la tierra y cielo y tierra se confundían en esta hora crepuscular; las nubes cenizas de lo alto se encontraban con las nubes cenizas que exhalaban los incendios. ¿Y esos puntitos negros, volanderos, innumerables, que acudían de los cuatro puntos cardinales hacia el Cusco? No eran cenizas sino aves carniceras, voraces, hambrientas, que, aguijoneadas por el hambre, desafiando el humo y las llamas, caían en picada hacia las presas codiciables. Desde las alturas, los sobrevivientes, los parientes, los heridos, los combatientes, los internacionalistas, podían, con un mínimo de fantasía, escuchar la trituración afanosa, el picoteo enfebrecido, el aletear abyecto, y sentir el espantoso hedor.