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—¿O sea que…? —la animo a continuar. Ahora se escuchan tiros a cada momento, siempre lejanos, pero ni Adelaida ni yo nos volvemos a espiar la calle.

—O sea que el tema no se toca nunca delante de Juancito —continúa. La escucho y me esfuerzo por interesarme en su relato, pero sigo viendo y oliendo la carnicería.

Era un asunto tabú, ahí, en el fondo de su relación matrimonial, socavándola como un ácido lento. Juan Zárate quería mucho al muchacho, pero a ella no le había perdonado ese pacto, el precio que le hizo pagar por hacerla su esposa. La historia tomó rumbos inesperados el día que Juancito —había terminado el Colegio y entrado a Farmacia— descubrió que su padre tenía una amante. ¿Don Juan Zárate una amante? Sí, y con casa puesta. A Adelaida no le había producido celos sino hilaridad pensar que semejante vejete, arrastrando los pies, la vista en ruinas, pudiera tener una amante. La hacía morirse de risa. Una mujer tiene celos cuando quiere y ella a Juan Zárate nunca lo había querido, más bien soportado con estoicismo. Sólo la irritó que, con la mugre que ganaba, mantuviera dos casas…

—Pero, en cambio, a mi hijo lo voló, lo enloqueció —añade, en estado de hipnosis—. Empezó a amargarse, a consumirse. Que su padre tuviera una querida le pareció el fin del mundo. ¿Era por lo que había sido educado tan beato? En un niño yo hubiera entendido esa reacción. Pero, en un hombrecito de veinte años, que sabe ya las cosas de la vida ¿cómo se puede entender?

—Era por usted que el muchacho sufría —le digo.

—Era por la religión —insiste Adelaida—. Juan lo educó así, beato de golpes en el pecho. Se volvió loco. No aceptaba que su padre, habiéndole enseñado a ser un católico a carta cabal, fuera un hipócrita. Decía esas cosas y tenía ya veinte años.

Calla porque esta vez los tiros suenan más cerca. Observo la ventana: no debe ser nada alarmante cuando los centinelas se muestran tranquilos, en lo alto de las alambradas. Miran hacia el Sur, como si el tiroteo viniera de San Isidro o Miraflores.

—Tal vez lo heredó de Mayta —le digo—. De chico, era así: un creyente a machamartillo, convencido de que se debía actuar rectilíneamente en todo momento. No aceptaba compromisos. Nada lo irritaba tanto como que alguien creyera una cosa e hiciera otra. ¿No le contó lo de la huelga de hambre para parecerse a los pobres? La gente así no suele ser feliz en la vida, señora.

—Lo vi sufrir tanto que se me ocurrió que lo ayudaría diciéndole la verdad —murmura Adelaida, con la cara desencajada—. Yo también me volví loca ¿no?

—Sí, me voy, pero un último favor —dijo Mayta y, apenas estuvo de pie, lamentó no haber partido antes—. No digas a nadie que me has visto. Por ningún motivo.

A ella, esos secretos, precauciones, desconfianzas, temores, nunca habían acabado de convencerla, nunca había podido tomarlos en serio, pese a que, mientras estuvo con él, vio muchas veces llegar a la policía a su casa. Siempre le había hecho el efecto de un juego de viejos que se hacen los niños, un delirio de persecución que envenena la existencia. ¿Cómo se puede aprovechar la vida con el temor constante de una conjura universal contra uno de los soplones, el Ejército, el Apra, los capitalistas, los estalinistas, de los imperialistas, etcétera, etcétera? Las palabras de Mayta le recordaron la pesadilla que había sido oír cuidado, no lo repitas, no lo digas, no se debe saber, nadie puede…, varias veces al día. Pero no discutió: muy bien, no lo diría. Mayta asintió y, con media sonrisa, haciéndole adiós, se alejó apresurado, con esa caminadita suya de hombre que tiene ampollas en las plantas de los pies.

—No lloró, no hubo ningún drama —añade Adelaida, mirando el vacío—. Me hizo pocas preguntas, como por simple curiosidad. ¿Cómo era Mayta? ¿Por qué nos divorciamos? Y nada más. Pareció quedarse tranquilo, tanto que pensé: «No servirá de gran cosa habérselo contado».

Pero, al día siguiente, el muchacho desapareció. Han pasado diez años y Adelaida no lo ha vuelto a ver. Se le corta la voz y la veo estrujarse las manos como si quisiera despellejárselas.

—¿Es de católicos eso? —murmura—. Cortar para siempre con su madre por lo que, en el peor de los casos, sólo pudo ser un error. Todo lo que hice ¿no fue por él, acaso?

Lo habían buscado hasta con la policía, aunque el muchacho ya estaba rozando la mayoría de edad. Me apena ver lo atormentada que está y comprendo que ha cargado también este episodio en la cuenta de agravios de Mayta, pero, al mismo tiempo, me siento desasido de su dolor, cerca de Mayta, siguiéndolo por las calles de Lince hacia la Avenida Arequipa, en busca del colectivo. ¿Iba con el pecho encogido por la acidez de la visita a su ex–mujer y la frustración de no haber visto a ese hijo al que seguramente no vería ya nunca? ¿Estaba desmoralizado, dolido? Estaba eufórico, cargado de energía, impaciente, distribuyendo mentalmente las horas que le quedaban en Lima. Sabía sobreponerse a los reveses mediante un salto emotivo, sacar de ellos fuerzas para la tarea que tenía delante. Antes, esa ocupación simple, precisa, cotidiana, artesanal, que lo sacaba del abatimiento y la autocompasión era pintar paredes, la imprenta de Cocharcas, repartir volantes en la Avenida Argentina y la Plaza Dos de Mayo, corregir pruebas, traducir para Voz Obrera un artículo del francés. Ahora, era la revolución, en carne y hueso y con todas sus letras, la real, la verdadera, la que comenzaría de un momento a otro. Pensó: «La que tú vas a comenzar». ¿Iba a perder el tiempo torturándose por enredos domésticos? Revisó sus bolsillos, sacó la lista, releyó las cosas por comprar. ¿Tendría su liquidación lista en la France Presse?

—Los primeros días, pensé que se había matado —dice Adelaida, frotándose las manos con furia—. Que tendría que matarme yo también para pagar su muerte.

No supieron nada de él semanas, meses, hasta que un día Juan Zárate recibió una carta. Serena, medida, bien pensada. Le agradecía lo que había hecho por él, le decía que ojalá pudiera retribuirle su generosidad. Se disculpaba por haber partido de esa manera brusca, pero, era mejor evitar una explicación difícil para ambos. No debía inquietarse por él. ¿Está en lo alto de la serranía que empieza a borrar la noche? ¿Es uno de los hombres que salta, va, viene, vuelve, entre los sobrevivientes —la metralleta al hombro, el revólver en la cintura— tratando de poner orden en el caos?