—La carta venía de Pucallpa —dice Adelaida—. A mí no me nombraba siquiera.
Sí, ahí estaba su liquidación, en billetes y no en cheque: cuarenta y tres mil soles. Le creció el corazón. Había calculado treinta y cinco mil soles a lo más. Era la primera cosa buena que le pasaba en estos días: ocho mil soles extras. Agotaría la lista y aún le sobraría. Naturalmente que no se despidió de los redactores de France Presse. Cuando el director le preguntó si podía hacer un reemplazo el domingo, le respondió que se iba a Chiclayo. Salió animado, apresurado, hacia la Avenida Abancay. Nunca había tenido paciencia para ir de compras, pero esta vez recorrió varias tiendas en busca del mejor pantalón vaquero color caqui, resistente al clima duro, el terreno áspero y la acción enérgica. Compró dos, en comercios distintos, y, luego, a un ambulante de la vereda, un par de zapatillas. El vendedor le prestó su banquito, apoyado contra los muros de la Biblioteca Nacional, para probárselas. Entró a una farmacia del Jirón Lampa. Estuvo a punto de sacar la lista y entregársela al boticario, pero se contuvo, repitiéndose, como miles de veces en su vida: «las precauciones nunca bastan». Decidió comprar en varias farmacias las vendas, los desinfectantes, los coagulantes para heridas, las sulfas y el resto de artículos de primeros auxilios que le había dictado Vallejos.
—¿Y desde entonces no lo han visto?
—No lo he visto yo —dice Adelaida.
Juan Zárate sí. De vez en cuando venía a Lima, desde Pucallpa o Yurimaguas, donde estuvo trabajando en unos aserraderos, y almorzaban juntos. Pero desde que comenzó todo eso —los atentados, los secuestros, las bombas, la guerra— dejó de escribir y de venir: o había muerto o era uno de ellos. Ha caído la noche y los sobrevivientes se han tendido unos sobre otros, para resistir el frío en las tinieblas cusqueñas. La muchedumbre, en sueños, delira, escuchando aviones y bombas espectrales, que multiplican los del día. Pero el hijo de Mayta no duerme: en la pequeña gruta de la jefatura, discute, trata de que prevalezca su punto de vista. La gente debe volver al Cusco apenas se disipen los miasmas de los incendios y empezar la reconstrucción. Hay comandantes de otro parecer: allá serán blancos demasiado fáciles de nuevos bombardeos y matanzas como la de hoy desmovilizan a las masas. Es preferible que la gente permanezca en el campo, diseminada en distritos, anejos y campamentos menos vulnerables a los ataques por aire. El hijo de Mayta replica, argumenta, alza la voz y, en el resplandor de la pequeña fogata, su cara luce curtida, con cicatrices, grave. No se ha despojado de la metralleta del hombro ni del revólver de la cintura. El cigarrillo entre sus dedos se ha apagado y no lo sabe. Su voz es la de un hombre que ha vencido todas las penurias —el frío, el hambre, la fatiga, la fuga, el terror, el crimen— y está seguro de la victoria inevitable e inminente. Hasta ahora no se ha equivocado y todo le confirma que en el futuro tampoco se equivocará.
—Las raras veces que venía, buscaba a Juan y salían juntos —repite Adelaida—. A mí nunca me buscó, ni me llamó ni permitió que Juan le tocara siquiera la posibilidad de verme. ¿Usted puede entender un rencor así, un odio así? Al principio le escribí muchas cartas. Después, acabé por resignarme.
—Ya se ha pasado la hora —le recuerdo.
Recibió el paquete, entregó el recibo y salió. Con las sulfas y el mercuro–cromo de la última farmacia había agotado la lista. Los paquetes eran grandes, pesados, y al llegar a su cuartito del Jirón Zepita le dolían los brazos. Tenía la maleta lista: las chompas, las camisas y, en medio, cuidadosamente abrigada, la metralleta que le regaló Vallejos. Acomodó las medicinas y echó un vistazo a los libros alborotados. ¿Vendría Blacquer a llevárselos? Salió, escondió la llave entre las dos tablas sueltas del rellano. Si no venía, el dueño los remataría para pagarse el alquiler. ¿Qué podía importar todo eso, ahora? Tomó un taxi, hasta el Parque Universitario. ¿Qué podían importar su cuarto, sus libros, Adelaida, su hijo, sus ex–camaradas, ahora? ¿Qué podía importar Lima, ahora? Sentía su pecho agitado mientras el chófer colocaba la maleta en la parrilla. El colectivo partiría a Jauja dentro de unos minutos. Pensó: «Éste es un viaje sin regreso, Mayta».
Me levanto, le entrego el dinero, le agradezco y ella me acompaña hasta la puerta y la cierra apenas traspongo el umbral. Me resulta extraño ver, en la tarde que declina, la fachada impostora del castillo Rospigliosi. Una vez más debo someterme al registro de los avioneros. Me dejan pasar. Mientras avanzo, entre casas cerradas a piedra y lodo, adelante y atrás, a izquierda y derecha, los ruidos ya no son sólo tiros. También explosiones de granadas, cañonazos.
VIII
Parece un personaje del Arcimboldo: su nariz es una sarmentosa zanahoria, sus cachetes dos membrillos, su mentón una protuberante patata llena de ojos y su cuello un racimo de uvas a medio despellejar. Su fealdad resulta simpática de tan impúdica; se diría que Don Ezequiel la engalana con esos pelos grasientos que le cuelgan en flecos por los hombros. Su cuerpo parece aún más fofo embutido en el pantalón bolsudo y la chompa con remiendos. Sólo uno de sus zapatos lleva pasador; el otro amenaza salirse a cada paso. Y, sin embargo, no es un mendigo sino el dueño de la Tienda de Muebles y Artículos para el Hogar, en la Plaza de Armas de Jauja, junto al Colegio del Carmen y la Iglesia de las Madres Franciscanas. Las lenguas jaujinas dicen que, ahí donde uno lo ve, es el comerciante más rico de la ciudad. ¿Por qué no ha huido, como otros? Los insurrectos lo raptaron hace unos meses y es vox populi que pagó un alto rescate; desde entonces no lo molestan porque, dicen, paga el «cupo revolucionario».
—Ya sé quién lo mandó acá, ya sé que fue el hijo de puta del Chato Ubilluz —me para en seco, apenas me ve asomar por su tienda—. Vino por gusto, no sé nada ni vi nada ni estuve comprometido en esa cojudez de mierda. No tenemos nada que hablar. Ya sé que está escribiendo sobre Vallejos. No me meta en esto o aténgase a las consecuencias. Se lo digo sin enojarme, para que le entre clarito en la tutuma.
En realidad, me lo dice con los ojos hirviendo de indignación. Grita de tal modo que una de las patrullas que recorren la Plaza se aproxima a preguntar si ocurre algo. No, nada. Cuando se van, hago el número de costumbre: no hay motivo para alarmarse, Don Ezequiel, no pienso nombrarlo ni una sola vez. Tampoco figurará en mi historia el Subteniente Vallejos ni Mayta ni ninguno de los protagonistas y nadie podrá identificar en ella lo que realmente ocurrió.
—¿Y entonces para qué mierda ha venido a Jauja? —me replica, gesticulando con unos dedos como garfios—. ¿Para qué mierda está haciendo preguntas por calles y plazas sobre lo que pasó? ¿Para qué toda esa chismografía de mierda?
—Para mentir con conocimiento de causa —digo, por centésima vez en el año—. Déjeme por lo menos explicárselo, Don Ezequiel. No le quitaré ni dos minutos. ¿Me permite? ¿Puedo entrar?
La luz que baña el aire de Jauja es de amanecer: primeriza, balbuciente, negruzca, y, en ella, el perfil de la Catedral, los balcones del contorno, el jardincillo enrejado y con árboles del centro de la Plaza, se hacen y deshacen. El vientecillo cortante pone la piel de gallina. ¿Eran los nervios? ¿Era el miedo? No estaba nervioso ni asustado, apenas ligeramente ansioso, y no por lo que iba a ocurrir sino por la maldita altura que, a cada instante, le recordaba su corazón. Había dormido unas horas, pese al frío que se colaba por los vidrios rotos, y pese a que los sillones de la peluquería no eran la cama ideal. Lo había despertado a las cinco un quiquiriquí y lo primero que pensó, antes de abrir los ojos, fue: «Ya es hoy». Se levantó, se desperezó en la oscuridad, y, chocando con las cosas, fue hasta la palangana llena de agua. El líquido glacial lo despertó del todo. Había dormido vestido y sólo tuvo que calzarse las botas, cerrar su maletín y esperar. Se sentó en una de las sillas donde Ezequiel rapaba a sus clientes y, cerrando los ojos, recordó las instrucciones. Estaba confiado, sereno, y, si no hubiera sido por ese ahogo, se hubiera sentido feliz. Momentos después oyó abrirse la puerta. En el resplandor de una linterna, vio a Ezequiel. Le traía café caliente, en un tazón de lata.