—En realidad, estoy y no estoy aquí —le guiñó un ojo con burla—. Porque debería estar en Jauja. Vivo allá, soy el jefe de la cárcel. No debería moverme, pero me doy mis escapadas cuando se presenta la ocasión. ¿Conoces Jauja?
—Conozco otras partes de la sierra —dijo Mayta—. Jauja, no.
—¡La primera capital del Perú! —hizo el payaso Vallejos—. ¡Jauja! ¡Jauja! ¡Qué vergüenza que no la conozcas! Todos los peruanos deberían ir a Jauja.
Y, casi sin transición, Mayta lo oyó enfrascarse en un discurso indigenista: el Perú verdadero estaba en la sierra y no en la costa, entre los indios y los cóndores y los picachos de los Andes, y no aquí, en Lima, ciudad extranjerizante y ociosa, antiperuana, porque desde que la fundaron los españoles había vivido con la mirada en Europa y en Estados Unidos, de espaldas al Perú. Eran cosas que Mayta había oído y leído muchas veces, pero sonaban distintas en boca del Alférez. La novedad estaba en la manera despercudida y sonriente que las decía, arrojando argollas de humo gris. Había en su manera de hablar algo espontáneo y vital que mejoraba lo que decía. ¿Por qué este muchacho le traía esa nostalgia, esa sensación de algo definitivamente extinto? «Porque es sano, pensó Mayta. No está maleado. La política no ha matado en él la alegría de vivir. No debe haber hecho jamás política de ninguna clase. Por eso es tan irresponsable, por eso dice todo lo que se le viene a la cabeza.» En el Alférez no había el menor cálculo, segundas intenciones, una retórica prefabricada. Estaba aún en esa adolescencia en que la política consistía exclusivamente en sentimientos, indignación moral, rebeldía, idealismo, sueños, generosidad, mística. Sí, esas cosas todavía existen, Mayta. Ahí las tenías, encarnadas —quién lo hubiera dicho, carajo— en un oficialito. Oye lo que dice. La injusticia era monstruosa, cualquier millonario tenía más plata que un millón de pobres, los perros de los ricos comían mejor que los indios de la sierra, había que acabar con esa iniquidad, alzar al pueblo, invadir las haciendas, tomar los cuarteles, sublevar a la tropa que era parte del pueblo, desencadenar las huelgas, rehacer la sociedad de arriba abajo, establecer la justicia. Qué envidia. Ahí estaba, jovencito, delgado, buen mozo, risueño, locuaz, con sus invisibles alitas, creyendo que la revolución era una cuestión de honestidad, de valentía, de desprendimiento, de audacia. No sospechaba y acaso no llegaría nunca a saber que la revolución era una larga paciencia, una infinita rutina, una terrible sordidez, las mil y una estrecheces, las mil y una vilezas, las mil y una… Pero ahí estaba el caldito de pollo y a Mayta se le hizo agua la boca al sentir el aroma del plato humeante que Alci puso en sus manos.
—Qué trabajo y, también, qué gastadera, cada cumpleaños —recuerda Doña Josefa—. Quedaba endeudada un montón de tiempo. Rompían vasos, sillas, floreros. La casa amanecía como después de una guerra o un terremoto. Pero yo me daba el trabajo cada año porque ya era una institución en el barrio. Muchos parientes y amigos se veían ese único día al año. Lo hacía también por ellos, para no defraudarlos. Aquí, en Surquillo, la fiesta de mi cumpleaños era como las fiestas patrias o la Navidad. Todo ha cambiado, ahora no está la vida para fiestas. La última fue el año que Alicita y su marido se fueron a Venezuela. Ahora, en mi cumpleaños, veo un rato la televisión y me acuesto.
Pasa una mirada tristona por el cuarto sin gente, como reponiendo en esas sillas, rincones, ventanas, a los parientes y amigos que venían a cantarle Happy Birthday, a festejar su buena mano para la cocina, y suspira. Ahora sí parece de setenta años. ¿Sabía si alguien, algún pariente, conservaba los cuadernos de apuntes y los artículos de Mayta? Renace su desconfianza.
—¿Qué parientes? —susurra, haciendo una mueca—. El único pariente que Mayta tenía era yo, y aquí nunca trajo ni una caja de fósforos, porque cada vez que lo perseguían éste era el primer sitio que la policía venía a rebuscar. Además yo nunca supe que fuera escritor ni nada que se le parezca.
Sí, escribía, y alguna vez yo leí los artículos que aparecían en esos periodiquitos — hojas, más bien— donde colaboraba, y que eran siempre, por supuesto, los que él mismo sacaba, y de los que ahora no parece quedar rastro ni en la Biblioteca Nacional ni en ninguna colección privada. Pero es normal que Doña Josefa no se enterara de la existencia de Voz Obrera ni de ninguna de las otras hojitas, como, por lo demás, la inmensa mayoría de gentes de este país, en especial aquellos para quienes eran escritas e impresas. De otro lado, Doña Josefa tenía razón: no era un escritor ni nada que se le parezca. Pero, por más que le pesara, un intelectual sí que lo era. Todavía recuerdo la dureza con que me habló de ellos, en esa última conversación, en la Plaza San Martín. No servían para gran cosa, según éclass="underline"
—Los de este país al menos —precisó—. Se sensualizan muy rápido, no tienen convicciones sólidas. Su moral vale apenas lo que un pasaje de avión a un Congreso de la Juventud, de la Paz, etc. Por eso, los que no se venden a las becas yanquis y al Congreso por la Libertad, se dejan sobornar por el estalinismo y se hacen rabanitos.
Notó que, Vallejos, sorprendido por lo que había dicho, y por el tono con que lo había dicho, lo miraba fijo, la cuchara inmóvil a medio camino de la boca. Lo había desconcertado y en cierta forma alertado. Mal hecho, Mayta, muy mal hecho. ¿Por qué se dejaba ganar siempre por el mal humor y la impaciencia cuando se hablaba de los intelectuales? ¿Qué otra cosa había sido León Davidovich? Lo había sido, y genial, y Vladimiro Illich también. Pero ellos, antes y sobre todo, habían sido revolucionarios. ¿No despotricabas contra los intelectuales por despecho, porque en el Perú todos eran reaccionarios o estalinistas y ni uno solo trotskista?
—Lo único que quiero decir es que no hay que contar mucho con los intelectuales para la revolución —trató de arreglar las cosas Mayta, alzando la voz para hacerse oír en medio de la huaracha La negra Tomasa—. No en primer lugar, en todo caso. En primer lugar están los obreros, y, luego, los campesinos. Los intelectuales a la cola.
—¿Y Fidel Castro y esos del 26 de Julio que están en las montañas de Cuba no son intelectuales? —replicó Vallejos.
—Quizá lo sean —admitió Mayta—. Pero esa revolución todavía está verde. Y no es una revolución socialista, sino pequeño–burguesa. Dos cosas muy distintas.
El Alférez se lo quedó mirando, intrigado.
—Por lo menos, piensas en esas cosas —recuperó su aplomo y su sonrisa, entre cucharadas de sopa—. Por lo menos, a ti no te aburre hablar de la revolución.
—No, no me aburre —le sonrió Mayta—. Al contrario.
Él sí que no se «sensualizó» nunca, mi condiscípulo Mayta. De las vagas impresiones que me dejaban de él esas rápidas entrevistas que teníamos a lo largo de los años, una de las más rotundas que guardo es la frugalidad que emanaba de su persona, de su atuendo, de sus gestos. Hasta en su manera de sentarse en un café, de examinar el menú, de ordenar algo al mozo y aun de aceptar un cigarrillo, había en él algo ascético. Era eso lo que daba autoridad, una aureola respetable, a sus afirmaciones políticas, por delirantes que pudieran parecerme y por huérfano de adeptos que estuviera. La última vez que lo vi, semanas antes de la fiesta en que conoció a Vallejos, tenía ya más de cuarenta años y llevaba lo menos veinte militando. Por más que se hurgara en su vida, ni sus más encarnizados enemigos podían acusarlo de haberse aprovechado, en una sola ocasión, de la política. Por el contrario, lo más constante de su trayectoria era haber dado siempre, con una especie de intuición infalible, todos los pasos necesarios para que le fuera peor, para atraerse problemas y enredos. «Es un suicidario», me dijo de él, una vez, un amigo común. «No un suicida, sino un suicidario, repitió, alguien que le gusta matarse a poquitos.» La palabreja chisporrotea en mi cabeza, inesperada, pintoresca, como ese verbo reflexivo que estoy seguro de haberle escuchado aquella vez, en su diatriba contra los intelectuales.