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—¿Dormiste muy incómodo?

—Dormí muy bien —dijo Mayta—. ¿Ya son las cinco y media?

—Falta poco —susurró Ezequiel—. Sal por atrás y no hagas ruido.

—Gracias por la hospitalidad —se despidió Mayta—. Buena suerte.

—Mala suerte, más bien. Toda mi culpa fue ser buena gente, un gran cojudo. —Su nariz se hincha y destacan innumerables venitas vinosas; sus ojos bullen, frenéticos—. Mi culpa fue compadecerme de un foráneo que no conocía y dejarlo dormir una sola noche en mi peluquería. ¿Y quién me metió el dedo a la boca con el cuentanazo de que el pobre no tenía techo y si no me importaría alojarlo? ¡Quién si no el hijo de puta del Chato Ubilluz!

—Han pasado veinticinco años, Don Ezequiel —trato de apaciguarlo—. Es historia vieja, ya nadie se acuerda. No se enoje así.

—Me enojo porque, no contento de hacerme lo que me hizo, ahora ese perro anda diciendo que me he vendido a los terroristas. A ver si el Ejército me fusila y se libra así de mi existencia —bufa Don Ezequiel—. Me enojo porque al cerebro de la cojudez no le pasó nada. Y a mí, que no sabía nada ni entendía nada ni vi nada, me encerraron en la cárcel, me rompieron las costillas y me tuvieron orinando sangre por las patadas que me dieron en los riñones y en los huevos.

—Pero usted salió de la cárcel y volvió a empezar y ahora es un hombre que Jauja envidia, Don Ezequiel. No se ponga así, no se sulfure. Olvídese.

—No puedo olvidarme si usted viene a fregarme la paciencia para que le cuente cosas que no sé —ruge él, accionando como si fuera a arañarme—. ¿No es lo más cojonudo? El que menos sabía lo que pasaba fue el único que se jodió.

Recorrió el pasadizo, se aseguró de que no hubiera nadie en la calle, abrió, salió y cerró tras él la puertecita falsa de la peluquería. En la Plaza no había un alma y la tímida luz apenas le permitía ver dónde pisaba. Fue hasta la banca. Los de Ricrán no habían llegado. Se sentó, puso el maletín entre sus pies, se protegió la boca con el cuello de su chompa y hundió sus manos en los bolsillos. Tenía que ser una máquina. Era algo que recordaba de las clases de Instrucción Pre–Militar: un autómata lúcido, que no se atrasa ni adelanta, y, sobre todo, que nunca duda, un combatiente que aplica lo programado con la precisión de una mezcladora o de un torno. Si todos actuaban así, la prueba más difícil, la de hoy, sería franqueada. La segunda resultaría más fácil, y, salvando una y otra, la victoria estaría un día a la vista. Oía gallos invisibles; detrás, entre las hierbas del jardincillo, croaba un sapo. ¿Se atrasaban? El camión de Ricrán estacionaría en la Plaza de Santa Isabel, donde confluían los vehículos que traían productos para el Mercado. Desde allí, repartidos en grupos, ganarían sus emplazamientos. Ni siquiera sabía los nombres de los dos camaradas que vendrían a reunirse con él para ir a la cárcel, y, luego, a la Compañía de Teléfonos. «¿Qué santo es hoy?» «San Edmundo Dantés.» Bajo la chompa que le cubría media cara, sonrió: la contraseña se le había ocurrido acordándose de El conde de Montecristo. En eso llegó el josefino, puntual. Se llamaba Felicio Tapia y estaba con su uniforme —pantalón y camisa caqui, Cristina del mismo color, una chompa gris— y libros bajo el brazo. «Van a ayudarnos a empezar la revolución y se meterán al colegio», pensó. «Tenemos que apurarnos para que no se pierdan la primera clase.» Cada uno de los grupos tenía adscrito a un josefino como mensajero, por si necesitaba comunicar algún imprevisto. Una vez que cada grupo iniciara la retirada, el josefino debía reanudar su vida normal.

—Los de Ricrán se están atrasando —dijo Mayta—. ¿No se habrá cerrado la cordillera?

El chiquillo observó las nubes:

—No, no ha llovido.

Era improbable que una lluvia o un huayco cerrara el tránsito en esta época. Si así ocurría, estaba previsto que la gente de Ricrán se fuera por las sierras a Quero. El josefino miraba a Mayta con envidia. Era muy jovencito, con dientes de conejo y un comienzo de bozo.

—¿Tus compañeros son tan puntuales como tú?

—Roberto ya está en la esquina del Orfelinato y a Melquíades lo vi yéndose a Santa Isabel.

Aclaraba rápidamente y Mayta lamentó no haber revisado una última vez la metralleta. La tenía en el maletín y no dejaba de pensar en ella, y, antes de echarse a dormir, abrió y cerró el seguro, verificando la carga. ¿Qué falta hacía una nueva revisión? La Plaza estaba ahora algo movida. Pasaban mujeres con mantas sobre la cabeza, en dirección a la Catedral, y, de cuando en cuando, una camioneta o un camión cargados de fardos o barriles. Eran las seis menos cinco. Se puso de pie y cogió el maletín.

—Corre a Santa Isabel y, si ha llegado el camión, dices a los de mi grupo que vayan de frente a la cárcel. A las seis y media les abriré la puerta. ¿Entendido?

—Yo no tengo pelos en la lengua y lo digo tal cuaclass="underline" el responsable de todo no fue Vallejos ni el foráneo sino Ubilluz. —Don Ezequiel se rasca los pellejos bulbosos del pescuezo con sus uñas negras y resopla—: De lo que pasó y de lo que no pasó esa mañana. Pierde el tiempo chismeando con unos y otros.

Basta con él. Esa basura es el único que sabe con pelos y detalles toda la mierda de historia.

Apaga su voz una radio a todo volumen, que transmite en inglés. Es la estación destinada a los «marines» y aviadores norteamericanos, para los que se ha requisado la Unidad Escolar San José.

—¡Ya está la maldita radio de los gringos conchas de su madre! —ruge Don Ezequiel, tapándose los oídos.

Le digo que me ha sorprendido no ver hasta ahora a «marines» por las calles, que todas las patrullas que cruzan las esquinas sean de guardias y soldados peruanos.

—Deben estar durmiendo la mona o descansando después de tanto cachar —brama, hecho una fiera—. Han corrompido a todo Jauja, han convertido en prostitutas hasta las monjas. ¿Cómo no iba a ser así si aquí todos nos morimos de hambre y ellos tienen dólares? Dicen que hasta el agua se la traen en aviones. No es verdad que con su plata ayuden al comercio local. Ni uno solo ha entrado a comprarme nada, por ejemplo. Sólo gastan en cocaína, eso sí a cualquier precio. Mentira que vinieran a pelear con los comunistas. Han venido a coquearse y a tirarse a las jaujinas. Hasta hay negros entre ellos, qué tal concha.

Aunque estoy atento a la rabieta de Don Ezequiel, ni un instante descuido a Mayta, en esa madrugada de hace un cuarto de siglo, en esa Jauja sin revolucionarios ni «marines», caminando por la matutina calle de Alfonso Ugarte, con el maletín de la metralleta. ¿Iba preocupado por la tardanza del camión? Seguramente. Por más que se hubiera previsto la posibilidad de una tardanza, debía producirle cierta inquietud esa primera contrariedad, aun antes de que empezara a materializarse el plan. Plan que, en medio de la telaraña de tergiversaciones y fabulaciones, creo identificar bastante bien hasta el momento en que los revolucionarios, a eso de media mañana, debían salir de Jauja en dirección al puente de Molinos. A partir de ahí me pierdo en las contradictorias versiones. Tengo cada vez más la seguridad de que sólo un núcleo ínfimo

—acaso sólo Vallejos y Ubilluz, acaso sólo ellos y Mayta, acaso sólo el Subteniente— sabía exactamente todo lo que harían: esta decisión de dejar en ignorancia al resto los perjudicó terriblemente. ¿En qué pensaba Mayta en la última cuadra de Alfonso Ugarte, cuando veía ya. a mano izquierda, los muros de adobe y los aleros de tejas de la cárcel? Que, a su derecha, detrás de los visillos de la casa de Ubilluz, el Chato y los camaradas de La Oroya, Casapalca y Morococha, acantonados ahí desde la víspera o desde horas atrás, acaso lo estarían viendo pasar. ¿Debía avisarles que el camión no llegó? No, no debía alterar por ningún motivo las instrucciones. Por lo demás, al verlo solo habrían comprendido que el camión se había atrasado. Si llegaba en la siguiente media hora, los de Ricrán alcanzarían las acciones. Y, si no, se reunirían con ellos en Quero, adonde debían acudir los demorados. Llegó hasta la fachada de piedra de la cárcel, y, como había dicho el Alférez, no había centinela. La puerta aherrumbrada se abrió y apareció Vallejos. Con un dedo en los labios, tomó de un brazo a Mayta y lo hizo entrar cerrando el portón luego de comprobar que no lo acompañaba nadie. Con un ademán le indicó que regresara a la Alcaidía y desapareció. Mayta observó el zaguán abierto, con columnas, en el cuarto del frente decía Prevención, y el patiecito con guindos de hojas largas y finas, cargadas de racimos. En la habitación donde estaba había un escudo, un pizarrón, un escritorio, una silla y una ventanita por cuyos cristales turbios se adivinaba la calle. Seguía con el maletín en las manos, sin saber qué hacer, cuando volvió Vallejos.