—Quería ver si nadie te sintió —dijo éste en voz baja—. ¿No llegó el camión?
—Por lo visto, no. Mandé a Felicio a esperarlo y a decir a mi grupo que se presentara aquí a las seis y media. ¿Nos harán falta los de Ricrán?
—No hay problema —dijo Vallejos—. Escóndete ahí y espera, sin hacer ruido.
A Mayta lo fortaleció la calma y seguridad del Subteniente. Estaba con pantalón y botas de fajina y una chompa negra de cuello en vez de la camisa comando. Entró a la Alcaidía y el cuarto le pareció un gran closet, de paredes blancas. Ese mueble debía ser una armería, en esos nichos debían colocar los fusiles. Al cerrar la puerta quedó en la penumbra. Forcejeó para abrir su maletín, porque el seguro se había atrancado. Sacó la metralleta y se metió en los bolsillos las cajas de municiones. Tan bruscamente como había estallado, la radio se apagó. ¿Qué había sido del camión de Ricrán?
—Había llegado tempranito, a Santa Isabel, donde tenía que llegar —Don Ezequiel se echa a reír y es como si surtiera veneno de sus ojos, boca y orejas—. Y cuando empezó lo de la cárcel, ya se había ido. Pero no a Quero, donde se suponía que debía ir, sino a Lima. Y no llevándose a los comunistas ni las armas robadas. Nada de eso. ¿Qué se llevaba el camión? ¡Habas! Sí, carajo, como suena. El camión de la revolución, en el instante que la revolución comenzaba, partió a Lima con un cargamento de habas. ¿No me pregunta de quién era ese cargamento de habas?
—No se lo pregunto porque me va usted a decir que era del Chato Ubilluz —le digo.
Don Ezequiel lanza otra risotada monstruosa:
—¿No me pregunta quién lo manejaba? —Alza sus manos sucias y, como dando puñetes, señala la Plaza—: Yo lo vi pasar, yo lo reconocí a ese traidor. Yo lo vi. prendido del volante, con una gorrita azul de maricón. Yo vi los costales de habas. ¿Qué carajo pasa? ¡Qué iba a pasar! Que ese maldito cabrón acababa de meternos el dedo, a Vallejos, al foráneo y a mí.
—Dígame una sola cosa más y lo dejo en paz, Don Ezequiel. ¿Por qué no se fue usted también esa mañana? ¿Por qué se quedó tan tranquilo en su peluquería? ¿Por qué, al menos, no se escondió?
La cara frutal me considera horriblemente varios segundos, con furia morosa. Lo veo hurgarse la nariz, encarnizarse con los pellejos del pescuezo. Cuando me contesta, todavía se siente obligado a mentir:
—¿Por qué mierda iba a esconderme si no estaba comprometido en nada? ¿Por qué mierda?
—Don Ezequiel, Don Ezequiel —lo amonesto—. Han pasado veinticinco años, el Perú se acaba, la gente sólo piensa en salvarse de una guerra que ya ni siquiera es entre nosotros, usted y yo podemos quedar muertos en el próximo atentado o tiroteo, ¿a quién le importa ya lo que pasó ese día? Cuénteme la verdad, ayúdeme a terminar mi historia antes de que a usted y a mí nos devore también este caos homicida en que se ha convertido nuestro país. Usted tenía que ayudar a cortar los teléfonos y contratar unos taxis, pretextando una pachamanca en Molinos. ¿Recuerda a qué hora debía estar en la Compañía de Teléfonos? Cinco minutos después de que abrieran. Los taxis iban a esperar en la esquina de Alfonso Ugarte y La Mar, donde los capturaría el grupo de Mayta. Pero usted ni contrató los taxis ni fue a la Compañía de Teléfonos y al josefino que llegó hasta aquí a preguntarle qué pasaba, le respondió: «No pasa nada, todo se jodió, corre al colegio y olvídate que me conoces». Ese josefino es Telésforo Salinas, el Director de Educación Física de la Provincia, Don Ezequiel.
—¡Sarta de mentiras! ¡Infamias de Ubilluz! —ruge él, granate de disgusto—. Yo no supe nada y no tenía por qué esconderme ni escapar. Váyase, lárguese, desaparezca. ¡Calumniador de porquería! ¡Chismoso de mierda!
En el nicho en penumbra en el que estaba, la metralleta en las manos, Mayta no oía ningún ruido. Tampoco veía nada, salvo dos rayitos de luz, por las junturas de la puerta. Pero no tenía dificultad en adivinar, con precisión, que en ese instante Vallejos entraba a la cuadra de los catorce guardias y los despertaba con voz de trueno: «¡Atenciooooón!». «¡Limpieza de Máuseres!» Pues el comandante armero de Huancayo acababa de avisarle que vendría a pasar revista temprano por la mañana. «Tengan cuidado, sean maniáticos con el exterior y con el alma de los fusiles, cuidadito que alguno esté anillado y no me lo noten.» Pues el Subteniente Vallejos no quería recibir más resondrones del comandante armero. Los fusiles útiles y la munición de cada guardia republicano —noventa cartuchos— serían llevados a la Prevención. «¡A formar en el patio!» Entonces vendría su turno. Ya estaba la maquinaria en marcha, las piezas en funcionamiento, esto es la acción, esto era. ¿Habrían llegado los de Ricrán? Espiaba por las rendijas, esperando las siluetas de los guardias llevando sus Máuseres y municiones al cuartito del frente, uno detrás de otro, y entre ellos, Antolín Torres.
Es un guardia republicano jubilado que vive en la calle Manco Cápac, a medio camino entre la cárcel y la tienda de Don Ezequiel. Para evitar que el ex–peluquero me descerrajara un puñete o le diera una apoplejía he tenido que marcharme. Sentado en una banca de la majestuosa Plaza de Jauja —afeada ahora por los caballetes con alambres de las esquinas de la Municipalidad y la Subprefectura— pienso en Antolín Torres. He conversado con él esta mañana. Es un hombre feliz desde que los «marines» lo contrataron de guía y traductor (habla el castellano tan bien como el quechua). Antes tenía una chacrita, pero la guerra la destruyó y se estaba muriendo de hambre hasta que llegaron los gringos. Su trabajo consiste en acompañar a las patrullas que salen a recorrer las inmediaciones. Sabe que este trabajo le puede costar el pescuezo; muchos jaujinos le vuelven la espalda y la fachada de su casa está llena de inscripciones de «Traidor» y «Condenado a muerte por la justicia revolucionaria». Por lo que me ha dicho Antolín y las palabrotas de Don Ezequiel, las relaciones entre los «marines» y los jaujinos son malas o pésimas. Incluso la gente hostil a los insurrectos alienta un resentimiento contra estos extranjeros a los que no entienden y, sobre todo, que comen, fuman y no padecen ninguna privación en un pueblo donde hasta los antiguos ricos pasan penurias. Sesentón de cuello de toro y gran barriga, ayacuchano de Cangallo que se ha pasado la vida en Jauja, Antolín Torres tiene un castellano sabroso, brotado de quechuismos. «Que me maten, pues, los comunistas, me ha dicho. Pero, eso sí, me matarán bien comido, bien bebido y fumando rubios.» Es un narrador que sabe graduar los efectos con pausas y exclamaciones. Aquel día, hace veinticinco años, le tocaba entrar de servicio a las ocho, reemplazar como centinela en la puerta al guardia Huáscar Toledo. Pero Huáscar no estaba en la garita sino adentro, con los demás, terminando de engrasar el Máuser para la visita del comandante armero. El Subteniente Vallejos los apuraba y Antolín Torres malició algo.