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—Pero ¿por qué, señor Torres? ¿Qué tenía de raro una revisión de armamento?

—Lo raro era que el Subteniente se paseara con la metralleta al hombro. ¿Para qué, pues, estaba armado? ¿Y para qué, pues, teníamos que dejar el Máuser en la Prevención? Esto es rarísimo, mi Sargento. ¿De cuándo acá, pues, la moda de que un guardia se separe de su Máuser para la revista? No pienses tanto, Antolín, es malísimo para el ascenso, me dijo el Sargento. Obedecí, limpié mi Máuser y lo dejé en la Prevención, con mis noventa cartuchos. Y me fui a formar al patio. Pero oliéndome algo raro. No lo que pasaría, pues. Algo de los presos, más bien. Había como cincuenta en los calabozos. Un intento de fuga, no sé, algo.

«Ahora.» Mayta empujó la puerta. De tanto estar inmóvil se le habían acalambrado las piernas. Su corazón era un tambor batiente y lo dominaba una sensación de algo definitivo, irreversible, cuando emergió con su metralleta llena de grasa en el patiecito, ante los guardias formados, y se plantó delante de la Prevención. Dijo lo que tenía que decir:

—Espero que nadie me obligue a disparar, porque no quisiera matar a nadie.

Vallejos encaraba también con la metralleta a sus subordinados. Los ojos legañosos de los catorce guardias pendularon de él al Alférez, del Alférez a él, sin entender: ¿estamos despiertos o soñando? ¿Esto es verdad o pesadilla?

—Y, entonces, el Subteniente les habló ¿no es cierto, señor Torres? ¿Recuerda usted lo que les dijo?

—No quiero comprometerlos, yo me vuelvo rebelde, revolucionario socialista —mima y acciona Antolín Torres y la nuez sube y baja por su cuello, desbocada—. Si alguno quiere seguirme por su propia voluntad, que venga. Hago esto por los pobres, por el pueblo sufrido y porque los jefes nos han fallado. Y, usted, Sargento pagador, de mi quincena compre cerveza el domingo para todo el personal. Mientras el Subteniente discurseaba, el otro enemigo, el que vino de Lima, nos tenía cuadrados con su metralleta, cerrándonos el paso a los Máuseres. Caímos como cholitos, pues. La superioridad, luego, nos dio dos semanas de rigor.

Mayta lo había oído sin seguir lo que Vallejos les decía, por la excitación que lo colmaba. «Como una máquina, como un soldado.» El Subteniente arreó a los guardias hacia la cuadra y ellos obedecieron dócilmente, todavía sin entender. Vio que el Subteniente, después de encerrarlos, echaba cadena a la cuadra. Luego, con movimientos rápidos, precisos, la metralleta en la mano izquierda, corrió con una gran llave en la otra mano a abrir una puerta enrejada. ¿Estaban allí los de Uchubamba? Tenían que haber visto y oído lo que acababa de pasar. En cambio, los otros presos, en las celdas de la espalda del patio de los guindos, se hallaban demasiado lejos. Desde su puesto, junto a la Prevención, vio emerger a dos hombres detrás de Vallejos. Ahí estaban, sí, los camaradas que hasta ahora sólo conocía de nombre. ¿Cuál sería Condori y cuál Zenón Gonzales? Antes de que lo supiera, estalló una discusión entre Vallejos y el más joven, un blanconcito de pelos largos. Aunque a Mayta le habían dicho que los campesinos de la zona oriental solían tener piel y cabellos claros, se desconcertó: los agitadores indios que dirigieron la toma de la Hacienda Aína parecían dos gringuitos. Uno llevaba ojotas.

—¿Te vas a echar atrás, so carajo? —oyó decir a Vallejos, acercando la cara a uno de ellos— Ahora que comenzó, ahora que estamos en la candela ¿te vas a echar atrás?

—No me echo atrás —masculló éste, retrocediendo—. Es que… es que…

—Es que eres un amarillo, Zenón —gritó Vallejos—. Peor para ti. Vuelve a tu celda. Que te juzguen, que te enchironen, púdrete en el Frontón. No sé cómo no te pego un tiro, carajo.

—Espera, alto, vamos a hablar sin pelea —dijo Condori, interponiéndose. Era el de las ojotas y a Mayta lo alegró descubrir, allí, a alguien que podía ser de su edad—. No te calientes, Vallejos. Déjame solo un rato con Zenón.

El Subteniente, de tres trancos, vino al lado de Mayta.

—Mariconeó —dijo, ya sin la furia de hacía un momento, sólo con decepción—. Anoche estaba de acuerdo. Ahora viene con que tiene dudas, que mejor se queda acá y que después ya verá. Eso se llama miedo, no dudas.

¿Qué dudas movieron al joven dirigente de Uchubamba a provocar ese incidente? ¿Pensó, en el umbral de la rebelión, que eran demasiado pocos? ¿Dudó que él y Condori pudieran arrastrar al resto de la comunidad a la insurrección? ¿Tuvo una intuición de la derrota? ¿O, simplemente, vaciló ante la perspectiva de tener que matar y de que lo mataran?

El diálogo de Condori y Gonzales era en voz baja. Mayta oía palabras sueltas y, a ratos, los veía gesticular. En un momento, Condori cogió a su compañero del brazo. Debía tener cierta autoridad sobre éste, quien, aunque alegaba, mantenía una actitud respetuosa. Un momento después, ambos se acercaron.

—Ya está, Vallejos —dijo Condori—. Ya está. Todo bien. No ha pasado nada.

—Está bien, Zenón —le estiró la mano Vallejos—. Discúlpame por haberme calentado. ¿Sin rencores?

El joven asintió. Al estrecharle la mano, Vallejos repitió: «Sin rencores y que todo sea por el Perú, Zenón». Por su cara, Gonzales parecía más resignado que convencido. Vallejos se volvió hacia Mayta:

—Carguen las armas en los taxis. Voy a ver a los presos.

Se alejó hacia los guindos y Mayta corrió a la entrada. Por la ventanita de vigilancia del portón observó la calle. En vez de los taxis, de Ubilluz y los mineros de La Oroya, vio a un grupito de escolares josefinos, encabezados por Cordero Espinoza, el brigadier.

—¿Qué hacen aquí? —los interpeló—. ¿Por qué no están en sus puestos?

—Porque no había nadie en sus puestos, porque todos habían desaparecido —dice Cordero Espinoza, con un bostezo que entibia su sonrisa—. Porque nos habíamos cansado de esperar. No había a quien servir de chasquis. A mí me tocaba la Comisaría. Estuve allí tempranito y nada. Al rato, Hernando Huasasquiche vino a decirme que el Profe Ubilluz no estaba en su casa ni en ninguna parte. Y que lo habían visto manejando su camión, por la carretera. Poco después supimos que los de Ricrán se habían hecho humo, que los de La Oroya no habían venido o se habían regresado. ¡La espantada general! Nos reunimos en la Plaza. Estábamos con las caras largas, haciendo tiempo para ir a clases. Nos habían hecho una mala pasada, nos habían tenido jugando a la serial. En eso se apareció Felicio Tapia. Nos dijo que el limeño sí había ido a la cárcel, después de esperar en vano a los de Ricrán. Así que nos fuimos a la cárcel a ver qué pasaba. Vallejos y Mayta habían encerrado a los guardias, capturado los fusiles y libertado a Condori y Gonzales. ¿Se imagina usted una situación más ridícula?

Al Doctor Cordero Espinoza no le falta razón. ¿Cómo no llamarla ridícula? Han tomado la cárcel, tienen catorce fusiles y mil doscientas balas. Pero se han quedado sin revolucionarios porque ni uno solo de los treinta o cuarenta conjurados ha comparecido. ¿Fue lo que pensó Mayta al espiar por la ventanita y encontrarse sólo con siete niños uniformados?

—¿No ha venido nadie? ¿Ninguno? ¿Nadie?

—Hemos venido nosotros —dijo el chiquillo de cabeza semirrapada y, en su aturdimiento, Mayta recordó lo que Ubilluz dijo de él al presentárselo: «Cordero Espinoza, brigadier de año, primero de su clase, un cráneo»—. Pero los demás parece que se han corrido.

¿Pasmo, rabia, una intuición de catástrofe lo abrumaron? ¿O, más bien, la quieta confirmación de algo que, sin identificar del todo, íntimamente temía desde esa madrugada, al no llegar a la Plaza los hombres de Ricrán, o, acaso, desde que en Lima sus camaradas del POR(T) decidieron apartarse, o desde que comprendió que su gestión con Blacquer para asociar al Partido Comunista al alzamiento era inútil? ¿Desde alguno de esos momentos, sin decírselo claramente, aguardaba sin embargo este tiro de gracia? ¿La revolución ni siquiera empezaría? Pero si ya ha empezado, Mayta, no te das cuenta acaso, ya ha empezado.