—¿Sabía alguno de ustedes manejar un arma?
—En la Instrucción Pre–Militar nos dieron algunas clases de tiro. Tal vez alguien había disparado una escopeta. Pero remediamos la deficiencia ahí mismo. Fue lo primero que se le ocurrió a Vallejos, después de los abrazos: enseñarnos lo que era un Máuser.
Mientras el Subteniente daba a los josefinos una clase de manejo del fusil, Mayta explicó a Condori y Zenón Gonzales lo ocurrido. No protestaron al saber que, por lo visto, no contaban con nadie más; no se indignaron al saber que los revolucionarios podían ser sólo ellos y ese grupito de imberbes. Lo escucharon serios, sin hacer una pregunta. Vallejos ordenó a dos muchachos conseguir taxis. Felicio Tapia y Huasasquiche partieron a la carrera. Entonces, Vallejos reunió a Mayta y los campesinos. Había reestructurado el plan de acción. Divididos en dos grupos, tomarían la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil. Mayta escuchaba y, con el rabillo del ojo, seguía las reacciones de los comuneros. ¿Diría Gonzales: «Ya ves que tenía razón de dudar»? No, no dijo nada; con el fusil en la mano, escuchaba al Subteniente, inescrutable:
—¡Ahí vienen los taxis! —gritó Perico Temoche, desde el portón.
—No fui nunca taxista de verdad —me asegura el señor Onaka, mostrando con gesto melancólico los vacíos anaqueles de su tienda, que solían estar repletos de comestibles y artículos domésticos—. Yo fui siempre administrador y dueño de este almacén. Aunque no lo crea, era el mejor surtido de Junín.
La amargura tuerce su cara amarilla. El señor Onaka ha sido una víctima predilecta de los rebeldes, que han asaltado un sinfín de veces su tienda. «Ocho, me precisa. La última, hace tres semanas, con los «marines» ya aquí. O sea que, gringos o no gringos, es la misma vaina de siempre. Se presentaron a las seis, enmascarados, cerraron la puerta y dijeron: ¿Dónde tienes escondidos los víveres, perro? ¿Escondidos? Busquen y llévense lo que encuentren. Si por culpa de ustedes yo soy un calato. No encontraron nada, por supuesto. ¿No quieren llevarse a mi mujer, más bien? Si es lo único que me han dejado. Ya les perdí el miedo ¿ve? Se lo dije, la última vez: ¿Por qué no me matan? Dense gusto, acaben con este hombre al que han envenenado la vida. No gastamos pólvora en gallinazos, me dijo uno de ellos. Y todo eso a las seis de la tarde, con policías, soldados y «marines» por las calles de Jauja. ¿No es ésa la prueba de que son, todos, la misma carnada de ladrones?» Resopla, toma aire y echa una mirada a su esposa, que, reclinada sobre el mostrador, trata de leer el periódico, pegando las páginas a los ojos. Los dos son muy viejitos.
—Como ella bastaba para atender a los clientes, yo me hacía con el Ford unas carreritas de taxi —sigue el señor Onaka—. Ésa fue la mala suerte que me enredó en lo de Vallejos. Por eso malogré el carro y tuve que gastar fortunas en la compostura. Por eso me gané un coscorrón que me abrió esta ceja y estuve preso, mientras hacían las averiguaciones y descubrían que yo no era cómplice sino víctima.
Estamos en un rincón de su decaída bodega, de pie, cada uno a un lado del mostrador. Al otro extremo, la señora Onaka aparta la vista de su periódico cada vez que entra un cliente a comprar velas o cigarrillos, lo único que parece abundar en la tienda. Los Onaka son de origen japonés —nieto y nieta de inmigrantes— pero en Jauja les dicen «los chinos», confusión que al señor Onaka no le importa. A diferencia del Doctor Cordero Espinoza, él no toma sus desgracias con humor y filosofía. Se lo nota desmoralizado, rencoroso con el mundo. Él y Cordero Espinoza son las únicas personas, entre las decenas con las que he conversado en Jauja, que hablan abiertamente contra los «terrucos». Los demás, aun aquellos que han sido víctimas de atentados, guardan mutismo total sobre los revolucionarios.
—Acababa de abrir la bodega y en eso se me apareció el hijito de los Tapia, los de la calle Villarreal. Una carrera urgente, señor Onaka. Hay que llevar al hospital a una señora enferma. Prendí el carro, el chiquito Tapia se sentó a mi lado y el teatrero iba diciéndome: «Apúrese, que la señora se muere». Frente a la cárcel había otro taxi, cargando unos fusiles. Me cuadré detrás. Le pregunté al Subteniente Vallejos: ¿Quién es la del desmayo? Ni me contestó. En eso, el otro, el de Lima, ¿Mayta, no?, me plantó su metralleta en el pecho: Obedezca si no quiere que le pase nada. Sentí que se me salía la caca, con perdón de la expresión. Ahí sí que tuve miedo. Bueno, eran los primeros que veía. Qué bruto fui. Entonces tenía bastante platita. Hubiera podido irme con mi mujer. Estaríamos pasando una vejez tranquila.
Condori, Mayta, Felicio Tapia, Cordero Espinoza y Teófilo Puertas subieron al auto luego de cargar la mitad de las municiones y de los fusiles. Mayta ordenó a Onaka partir: «Al menor intento de llamar la atención, disparo». Iba en el asiento de atrás y tenía la boca totalmente reseca. Pero sus manos sudaban. Apretados a su lado, el brigadier y Puertas se habían sentado sobre los fusiles. Adelante, con Felicio Tapia, iba Condori.
—No sé como no choqué, cómo no atropello a alguien —musita la boca sin dientes del señor Onaka—. Creía que eran ladrones, asesinos, escapados de la cárcel. ¿Pero cómo podía estar el Subteniente con ellos? ¿Qué podían hacer entre asesinos el hijito de los Tapia y el hijito de ese caballerazo, el Doctor Cordero? Me dijeron que la revolución y que no se qué. ¿Qué es eso? ¿Cómo se come eso? Me hicieron llevarlos hasta el Puesto de la Guardia Civil, en el Jirón Manco Capac. Ahí se bajaron el de Lima, Condori y el chiquito Tapia. Dejaron a los otros dos cuidándome y Mayta les dijo: Si trata de escapar, mátenlo. Después, los chicos juraron que era teatro, que jamás me hubieran disparado. Pero ahora sabemos que los niños también matan con hachas, piedras y cuchillos ¿no? En fin, ahora sabemos muchas cosas que en ese tiempo nadie sabía. Tranquilos, muchachos, no se les vaya a disparar, ustedes me conocen, yo no mato una mosca, yo a ustedes les he fiado muchas veces. ¿Por qué me hacen esto? Y, además, ¿qué va a pasar ahí adentro? ¿Qué han ido a hacer ésos en el Puesto? La revolución socialista, señor Onaka, me dijo Corderito, ese al que le quemaron la casa y que por poco dinamitan el bufete. ¡La revolución socialista! ¿Qué? ¿Qué cosa? Creo que es la primera vez que oí la palabrita. Ahí me enteré que cuatro viejos y siete josefinos habían escogido mi pobre Ford para hacer una revolución socialista. ¡Ay, carajo!
En la puerta del Puesto no había centinelas y Mayta hizo una señal a Condori y a Felicio Tapia: entraría primero, que lo cubrieran. Condori parecía tranquilo pero Tapia estaba muy pálido y Mayta vio sus manos amoratadas por la fuerza con que apretaba el fusil. Entró a la habitación doblado y con la metralleta sin seguro, gritando:
—¡Arriba las manos o disparo!
En el cuarto medio a oscuras había un hombre en calzoncillos y camiseta a quien su aparición sorprendió en un bostezo que se le congeló en expresión estúpida. Se lo quedó mirando y sólo cuando vio aparecer, detrás de Mayta, a Condori y a Felicio Tapia, apuntándolo con sus fusiles, alzó los brazos.
—Cuídenlo —dijo Mayta y corrió al fondo. Atravesó un pasillo angosto, que daba a un patio de tierra: dos guardias, con el pantalón y los botines del uniforme pero sin camisa, se estaban lavando las caras y los brazos en una batea de agua jabonosa. Uno le sonrió, como tomándolo por un colega.
—¡Arriba las manos o disparo! —dijo Mayta, esta vez sin gritar—. ¡Arriba las manos, carajo!
Los dos obedecieron y uno de ellos, por la brusquedad del movimiento, echó la batea al suelo. El agua oscureció la tierra. «Mucha bulla, mierda», protestó una voz soñolienta.