¿Cuántos habría ahí adentro? Condori estaba a su lado y Mayta le susurró «Llévate a éstos», sin apartar la mirada del cuarto de donde había salido la protesta. Cruzó el patiecillo a la carrera, encogido, pasó bajo una enredadera trepadora, y, en el umbral de la pieza, se detuvo en seco, conteniendo el ¡arriba las manos! que iba a dar. Era el dormitorio. Había dos filas de camas camarote, pegadas a la pared, y, en tres de ellas, tipos echados, dos durmiendo y el tercero fumando boca arriba. De una radio de pilas, a su lado, salía un huaynito. Al ver a Mayta, el hombre se atoró y se incorporó de un salto, mirando fijo la metralleta.
—Creí que era broma —balbuceó, soltando el cigarro y llevándose las manos a la cabeza.
—Despierta a ésos —dijo Mayta, señalando a los dormidos—. No me obligues a disparar que no quiero matarte.
Sin darle la espalda ni quitar los ojos del arma, el guardia se fue moviendo de costado, como un cangrejo, hasta sus compañeros. Los sacudió a manazos:
—Despierten, despierten, no sé qué está pasando.
—Yo esperaba tiros, un gran ruido. Ver a Mayta, Condori y el hijito de los Tapia, ensangrentados, y que en la pelotera los guardias me dispararan creyéndome asaltante —dice el señor Onaka—. Pero no hubo un solo tiro. Antes de saber qué sucedía adentro, llegó el taxi con Vallejos. Ya había capturado la Comisaría del Jirón Bolívar y metido en un calabozo al Teniente Dongo y a tres guardias. Les preguntó a los mocosos: ¿Todo va bien? No sabemos. Yo le rogué: Déjeme ir, Subteniente, tengo a mi esposa muy enferma. No se asuste, señor Onaka, lo necesitamos porque ninguno de nosotros sabe manejar. Mire usted el tamaño de la cojudez: iban a hacer la revolución y ni siquiera sabían manejar un auto.
Cuando Vallejos y Zenón Gonzales entraron al Puesto, Mayta, Condori y Tapia acababan de encerrar en el dormitorio a los guardias, atados a los catres. Los fusiles y las pistolas estaban alineados a la entrada.
—No hubo ningún problema—dijo Mayta, aliviado, al verlos llegar—. ¿Y en la Comisaría?
—Ninguno —contestó Vallejos—. Muy bien, los felicito. Tenemos diez fusiles más, pues.
—Van a faltar brazos para tantos —dijo Mayta.
—No van a faltar —repuso el Subteniente, mientras revisaba los nuevos Máuseres—. En Uchubamba sobran ¿no Condori?
Parecía mentira que todo estuviera saliendo tan fácil, Mayta.
—Cargaron un montón de fusiles más en mi Ford —suspira el señor Onaka—. Me ordenaron a la Oficina de Teléfonos y qué me quedaba sino ir.
—Al llegar a mi trabajo, había un par de autos y reconocí en uno al chino de la bodega, ese Onaka, ese carero —dice la señora Adriana Tello, viejecita arrugada y menuda, de voz firme y manos nudosas—. Tenía tal cara que pensé se ha levantado con el pie izquierdo o es un chino neurótico. Apenas me vieron, se bajaron unos tipos y se metieron conmigo a la oficina. ¿Por qué me iba a llamar la atención? En esos tiempos ni siquiera había robos en Jauja, mucho menos revoluciones, ¿por qué me iba? Esperen, todavía no es hora. Pero, como si oyeran llover, se saltaron el mostrador y uno volcó la mesa de Asuntita Asís, que en paz descanse. ¿Qué es esto? ¿Qué hacen? ¿Qué quieren? Inutilizar el teléfono y el telégrafo. Fuera caray, ya me quedé sin trabajo. Jajá, le juro que eso fue lo que pensé. No sé cómo me queda humor todavía con las cosas que pasan. ¿Ha visto la desvergüenza de estos gringos que han venido dizque para ayudarnos? Ni saben hablar cristiano y se pasean con sus fusiles y se meten a las casas, qué prepotencia. Como si fuéramos su colonia. Ya no quedan patriotas en nuestro Perú cuando aguantamos esta humillación.
Al ver que Mayta y Vallejos abrían a puntapiés la caseta de la telefonista y comenzaban a destrozar el tablero con las cachas de sus metralletas y a arrancar los cordones, la señora Adriana Tello trató de salir a la calle. Pero Condori y Zenón Gonzales la sujetaron mientras el Subteniente y Mayta acababan la demolición.
—Ahora estamos tranquilos —dijo Vallejos—. Con los guardias prisioneros y el teléfono cortado, no hay peligro inmediato. No es necesario separarse.
—¿Estará en Quero la gente con los caballos? —pensó Mayta en voz alta. Vallejos se encogió de hombros: de quién se podía fiar uno ahora.
—De los campesinos —murmuró Mayta, señalando a Condori y a Zenón Gonzales, quienes a una indicación del Alférez, habían soltado a la mujer, que salió despavorida a la calle—. Si llegamos a Uchubamba, estoy seguro que no nos fallarán.
—Claro que llegaremos —sonrió Vallejos—. Claro que no nos fallarán.
Irían a pie a la Plaza, camarada. Vallejos ordenó a Gualberto Bravo y Perico Temoche que llevaran los taxis a la esquina de la Plaza de Armas y Bolognesi. Ése sería el punto de reunión. Se puso a la cabeza de los restantes y dio una orden que a Mayta le escarapeló el cuerpo: «De frente ¡marchen!». Debían formar un grupo extraño, impredecible, inadivinable, desconcertante, esos cuatro adultos y cinco escolares armados, marchando por las calles adoquinadas hacia la Plaza de Armas. Atraerían las miradas, inmovilizarían a la gente en las veredas, la harían salir a las ventanas y a las puertas. ¿Qué pensaban los jaujinos que los veían pasar?
—Estaba afeitándome, porque entonces me levantaba tardecito —dice Don Joaquín Zamudio, ex–sombrerero, ex–comerciante y ahora vendedor de lotería en los portales de Jauja—. Desde mi cuarto los vi y pensé que ensayaban para Fiestas Patrias. ¿Desde ahora? Saqué la cabeza y pregunté: ¿Qué desfile es éste? El Alférez, en vez de contestarme, chilló: «Viva la Revolución». Todos corearon: «Viva, viva». ¿Qué revolución es ésta?, les pregunté, creyendo que estábamos jugando a algo. Y Corderito me respondió: «La que estamos haciendo, la socialista». Después supe que, así como los vi, marchando y vivando, se iban a robar dos Bancos.
Desembocaron en la Plaza de Armas y Mayta vio pocos transeúntes. Se volvían a observarlos, con indiferencia. Un grupo de indios con ponchos y atados, sentados en una banca, movieron las cabezas, siguiéndolos. No había gente para una manifestación todavía. Era ridículo estar marchando, no de revolucionarios sino de boy scouts. Pero Vallejos había dado el ejemplo y los josefinos y Condori y Gonzales lo hacían, de modo que no tuvo más remedio que ponerse al paso. Tenía una sensación ambigua, exaltación y ansiedad, porque, aunque los policías estuvieran encerrados, las armas en su poder y el teléfono y el telégrafo cortados ¿no era tan vulnerable el grupito que formaban? ¿Se podía empezar una revolución así? Apretó los dientes. Se podía. Tenía que poderse.
—Entraron por la puerta principal, poco menos que cantando —dice Don Ernesto Duran Huarcaya, ex–Administrador del Banco Internacional y hoy inválido con cáncer generalizado, en su camita del Sanatorio Olavegoya—. Los vi desde la ventana y pensé ni siquiera igualan los pasos, marchan pésimo. Después, como se dirigían derechito al Internacional, dije ya se viene otro sablazo con el cuento de la kermesse, el desfile o la representación. Salí de la curiosidad ahí mismo porque nada más entrar nos apuntaron y Vallejos gritó: «Venimos a llevarnos la plata que pertenece al pueblo y no a los imperialistas». Ah, esto yo no lo aguanto. Ah, yo me les enfrento a éstos.
—Se metió a cuatro patas bajo su escritorio —dice Adelita Campos, jubilada del Banco y vendedora de cocimientos de hierbas—. Muy machito para resondrarnos por una tardanza o para alargar la mano cuando una pasaba junto a él. Pero cuando vio los fusiles, zas, a cuatro patas bajo su escritorio, sin ninguna vergüenza. Si el Administrador hacía eso ¿qué nos tocaba a los empleaditos? Estábamos asustados, por supuesto. Más de los chicos que de los viejos. Porque andaban gritando como verracos «Viva el Perú», «Viva la Revolución» y de puro excitados se les podía escapar un tiro. Quien tuvo la gran idea fue el recibidor, el viejito Rojas. Qué será de él. Supongo que ya se murió, o, diré, que lo mataron, porque, tal como anda la vida en Jauja, la gente aquí no se muere, a la gente la matan. Y nunca se sabe quién.