—Cuando los vi acercarse a mi ventanilla, abrí el cajón de la izquierda —dice el viejito Rojas, ex–cajero del Internacional, en su cubil de agonizante del Asilo de Ancianos de Jauja—. Allí tenía los depósitos de la mañana y el sencillo para los vueltos y los cambios, poca cosa. Levanté los brazos y recé: «Que caigan en la trampa. Madre Santa». Cayeron. Se fueron derechito al cajón abierto y sacaron lo que había: cincuenta mil soles y pico. Ahora es nada, en ese tiempo bastante, pero una migaja de lo que había en el cajón de la derecha: cerca de un millón de soles que no había pasado aún a la caja fuerte.
Eran aprendices, no como los que vinieron después. Shht, shht, no repita lo que he dicho, caballero.
—¿Eso es todo?
—Sí, sí, todo —tembló el cajero—. Es temprano, no hay movimiento todavía.
—Esta plata no es para nosotros sino para la revolución —lo interrumpió Mayta. Se dirigió a las caras incrédulas de los empleados—: Para el pueblo, para los que la han sudado. Esto no es robo, es expropiación. Ustedes no tienen por qué asustarse. Los enemigos del pueblo son los banqueros, los oligarcas, los imperialistas. Ustedes también son explotados por ellos.
—Sí, por supuesto —tembló el cajero—. Es verdad lo que usted dice, caballero.
Al salir a la Plaza, los muchachos siguieron dando vítores. Mayta, que llevaba la bolsa con el dinero, se acercó a Vallejos: vamos primero al Regional, no hay todavía gente para el mitin. Veía ralos paseantes que los miraban con curiosidad, sin acercarse.
—Pero al paso ligero —asintió Vallejos—, antes que nos tranquen la puerta.
Echó a correr y todos lo siguieron, alineándose en el mismo orden en que habían venido. A los pocos segundos, la carrera anuló en Mayta la capacidad de pensar. El ahogo, la presión en las sienes, el malestar volvieron, pese a que no iban de prisa, sino como calentando antes del partido. Cuando, dos cuadras más allá, se detuvieron en las puertas del Banco Regional, estrellitas silentes flotaban alrededor de su cabeza y tenía la boca de par en par. No te puedes desmayar ahora, Mayta. Entró con el grupo y, como en sueños, apoyado en el mostrador, viendo el espanto en la cara de la mujer que tenía al frente, oyó a Vallejos explicar «Ésta es una acción revolucionaria, venimos a recuperar la plata robada al pueblo» y que alguien protestaba. El Subteniente empujó a un hombre y lo abofeteó. Debía ayudar, moverse, pero no lo hizo porque sabía que, si dejaba este apoyo, se desplomaría. Con los dos codos en el mostrador, apuntando con su metralleta al grupo de empleados —algunos gritaban y otros parecían a punto de ir a defender al que había protestado— vio a Condori y a Zenón Gonzales sujetar de los brazos al hombre del escritorio grande al que Vallejos le había pegado. El Subteniente le acercaba la metralleta en actitud amenazadora. El hombre consintió por fin en abrir la caja fuerte que tenía junto a su escritorio. Cuando Condori acabó de pasar el dinero a la bolsa, Mayta empezaba a respirar mejor. Hubieras tenido que venir hace una semana, ir acostumbrando el cuerpo a la altura, no sabe hacer las cosas.
—¿Te sientes mal? —le preguntó Vallejos, al salir.
—Un poco de soroche, por la carrera. Hagamos el mitin con los que haya. Hay que hacerlo.
—Viva la Revolución —gritó, eufórico, un chiquillo.
—¡Viva! —rugieron los demás josefinos. Uno de ellos apuntó su Máuser al cielo y tronó un disparo. El primero del día. Los otros cuatro lo imitaron. Invadieron la Plaza dando vivas a la Revolución, lanzando tiros al aire y gritando a la gente que se acercara.
—Todo el mundo le ha dicho que no hubo mitin, porque nadie quiso oírlo. Ellos llamaban a la gente que andaba por la glorieta, por el atrio, por los portales y nadie iba —dice Anthero Huillmo, ex–fotógrafo ambulante y ahora ciego que vende novenas, estampas y rosarios de ocho de la mañana a ocho de la noche en la puerta de la Catedral—. Hasta a los camiones les rogaban «Paren», «Bájense», «Vengan». Ellos aceleraban, desconfiando. Pero sí hubo mitin. Estuve ahí, lo vi y lo oí. Ese tiempo era antes de la granada lacrimógena que por voluntad del Señor me quemó la cara. Ahora no hubiera podido pero entonces sí lo vi. La verdad, fue un mitin para mí sólito.
¿Era el primer indicio de que los cálculos no sólo habían errado respecto a los propios conjurados sino, también, sobre el pueblo jaujino? La función del mitin, en su cabeza, era clarísima: aleccionar al hombre de la calle sobre las acciones de la mañana, explicarle su sentido histórico y social de lucha clasista, mostrarle la decisión con que se alzaban, acaso repartir parte del dinero entre los más pobres. Pero allí, frente a la glorieta donde Mayta se había trepado, no había sino un fotógrafo ambulante, el grupito de indios petrificados en una banca que evitaban mirarlos y los cinco josefinos. En vano llamaban con las manos y a gritos a los grupos de curiosos de las esquinas de la Catedral y del Colegio del Carmen. Si los josefinos hacían la tentativa de ir hacia ellos, corrían. ¿Los habían asustado los disparos? ¿Ya se habría extendido la noticia y temerían verse comprometidos o que, en cualquier momento, apareciera la policía? ¿Tenía sentido seguir esperando? Haciendo bocina con sus manos, Mayta gritó:
—¡Nos hemos alzado contra el orden burgués, para que el pueblo rompa sus cadenas! ¡Para acabar con la explotación de las masas! ¡Para repartir la tierra a quien la trabaja! ¡Para poner fin al saqueo imperialista de nuestro país!
—No te rajes la garganta, están muy lejos y no te oyen —dijo Vallejos, saltando del muro de la glorieta—. Estamos perdiendo el tiempo.
Mayta obedeció y echó a andar a su lado, hacia la esquina de Bolognesi, donde esperaban los taxis vigilados por Gualberto Bravo y Perico Temoche. Bueno, no hubo mitin, pero, por lo menos, se le había quitado el soroche. ¿Llegarían a Quero? ¿Estarían allá los que debían esperarlos con caballos y mulas? Como si hubiera habido telepatía entre ambos, oyó decir a Vallejos:
—Si los de Ricrán no aparecen por Quero, tampoco hay problema. Allá hay animales de sobra. Es comunidad ganadera.
—Se los compraremos, entonces —dijo Mayta, tocando la bolsa que cargaba en la mano derecha. Se volvió a Condori, que iba detrás de él—. ¿Cómo es el camino hasta Uchubamba?
—Cuando no hay lluvias, fácil —repuso Condori—. Lo he hecho mil veces. Es bravo sólo en la noche, por el frío. Pero, desde que se llega a la selva, pan comido.
Gualberto Bravo y Perico Temoche, que estaban sentados junto a los chóferes de los taxis, se bajaron a recibirlos. Envidiosos de no haberlos acompañado a los Bancos, decían: «Cuenten, cuenten». Pero Vallejos ordenó partir de inmediato.
—No separarse por ningún motivo —dijo el Subteniente, acercándose a Mayta, quien con Condori y los tres josefinos ya estaba en el taxi del señor Onaka—. No hay necesidad de correr mucho. Hasta Molinos, pues.
Se alejó hacia el otro taxi y Mayta pensó: «Llegaremos a Quero, cargaremos los Máuseres en acémilas, cruzaremos la Cordillera, bajaremos a la selva y en Uchubamba los comuneros nos recibirán con los brazos abiertos. Los armaremos y será nuestra primera base». Tenía que ser optimista. Aunque hubiera habido deserciones, aunque tampoco aparecieran los de Ricrán en Quero, no podía dudar. ¿No había salido todo tan bien esta mañana?
—Eso creíamos —dice el Coronel Felicio Tapia, médico asimilado al Ejército, casado y con cuatro hijos, uno minusválido y otro, militar, herido en acto de servicio en la región de Azángaro; está en Jauja de paso, pues visita continuamente las postas sanitarias de todo Junín—. Que los guardias y el Teniente que dejamos encerrados se demorarían en salir y que, como las comunicaciones estaban cortadas, tendrían que ir a Huancayo a buscar refuerzos. Cinco o seis horas, lo menos. Para entonces, ya estaríamos bajando hacia la selva. ¿Quién nos iba a encontrar? La zona estuvo muy bien escogida por Vallejitos. Es la región donde nos ha sido más difícil operar. Ideal para emboscadas. Los rojos están ahí, en sus guaridas, y la única manera es bombardear a ciegas, arrasar, o ir a sacarlos a la bayoneta, sacrificando mucho personal. Si supiera cuántos hombres hemos perdido sólo en esa zona, la gente se quedaría boquiabierta. Bueno, supongo que ya nadie se queda boquiabierto en el Perú por nada. ¿Dónde estábamos? Sí, eso creíamos. Pero el Teniente Dongo salió de su calabozo ahí mismo. Fue a Telégrafos y vio todo destrozado. Corrió a la estación y, ahí, el telégrafo estaba sanito y salvo. Telegrafió y el ómnibus con los policías partió de Huancayo cuando apenas salíamos de Jauja. En lugar de cinco, les sacamos a lo más un par de horitas. ¡Qué estupidez! Porque inutilizar el telégrafo del ferrocarril era cuestión de un segundo.