—Yo les enseño la letra —dijo, incorporándose en la sacudida camioneta—. Cantemos, canten conmigo. Arriba los pobres del mundo…
Así, chillones, desafinados, exaltados, muertos de risa por las equivocaciones y los gallos, saludando con el puño izquierdo en alto, vitoreando a la Revolución, al Socialismo y al Perú, los vieron pasar los arrieros y labradores de la periferia jaujina, y los escasos viajeros que descendían hacia la ciudad entre cascadas y frondosos chaguales, por esa garganta rocosa y húmeda que baja de Quero hacia la capital de la provincia. Intentaron cantar la Internacional un buen rato, pero, debido al mal oído de Mayta, no podían pescar la música. Por fin, desistieron. Terminaron entonando el Himno Nacional y el Himno del Colegio Nacional San José de Jauja. Así llegaron al puente de Molinos. La camioneta no frenó. Mayta la hizo detenerse, golpeando el techo de la caseta.
—¿Qué hay? —dijo Vallejos, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿No íbamos a volar ese puente? El Alférez hizo un gesto cómico:
—¿Con las manos? La dinamita se quedó donde Ubilluz.
Mayta recordaba que, en todas las conversaciones, Vallejos había insistido en la voladura del puente; cortado éste, los policías tendrían que subir a Quero a pie o a caballo, lo que les daría a ellos una ventaja más.
—No te preocupes —lo tranquilizó Vallejos—. Vamos sobrados. Sigan cantando, eso alegra el viaje.
La camioneta volvió a arrancar y los siete josefinos retomaron sus himnos y chistes. Pero Mayta ya no intervino. Se sentó en el techo de la caseta, y, mientras veía desfilar el paisaje de grandes árboles, oía el rumor de las cascadas y el trino de los jilgueros y sentía el aire puro oxigenándole los pulmones. La altura no lo incomodaba. Arrullado por la alegría de esos adolescentes, empezó a fantasear. ¿Cómo sería el Perú dentro de algunos años? Una laboriosa colmena, cuya atmósfera relajaría, a escala nacional, la de esta camioneta conmocionada por el idealismo de estos muchachos. Así, igual que ellos, se sentirían los campesinos, dueños ya de sus tierras, y los obreros, dueños ya de sus fábricas, y los funcionarios, conscientes de que ahora servían a toda la comunidad y no al imperialismo ni a millonarios ni a caciques o partidos locales. Abolidas las discriminaciones y la explotación, echadas las bases de la igualdad con la abolición de la herencia, el reemplazo del Ejército clasista por las milicias populares, la nacionalización de los colegios privados y la expropiación de todas las empresas, Bancos, comercios y predios urbanos, millones de peruanos sentirían que, ahora sí, progresaban, y los más pobres primero. Ejercerían los cargos principales los más esforzados, talentosos y revolucionarios y no los más ricos y mejor relacionados, y cada día se cerrarían un poquito más los abismos que habían separado a proletarios y burgueses, a blancos y a indios y a negros y a asiáticos, a costeños y a serranos y a selváticos, a hispanohablantes y a quechuahablantes, y todos, salvo el ínfimo grupito que habría fugado a Estados Unidos o habría muerto defendiendo sus privilegios, participarían en el gran esfuerzo productivo para desarrollar el país y acabar con el analfabetismo y el centralismo asfixiante. Las brumas de la religión se irían disipando con el auge sistemático de la ciencia. Los concejos obreros y campesinos impedirían, a nivel de las fábricas, de las granjas colectivas y de los ministerios, el crecimiento desmesurado y la consiguiente cristalización de una burocracia que congelara la Revolución y empezara a confiscarla en su provecho. ¿Qué haría él en esa nueva sociedad si aún estaba vivo? No aceptaría ningún puesto importante, ni ministerio, ni jefatura militar, ni cargo diplomático. A lo más una responsabilidad política, en la base, tal vez en el campo, una granja colectiva de los Andes o algún proyecto de colonización en la Amazonia. Los prejuicios sociales, morales, sexuales, poco a poco comenzarían a ceder, y a nadie, en ese crisol de trabajo y de fe en el futuro que sería el Perú, le importaría que él viviera con Anatolio —pues se habrían reconciliado— y que fuera más o menos evidente que, a solas, libres de miradas, con la discreción debida, se amaran y gozaran uno del otro. Disimuladamente, se tocó la bragueta con el puño del arma. ¿Hermoso, no, Mayta? Mucho. Pero qué lejos parecía…
IX
La comunidad de Quero es una de las más antiguas de Junín y, como hace veinticinco años, como hace siglos, siembra papas, ollucos, habas y coca y pastorea sus ganados en unas cumbres a las que trepa desde Jauja por una trocha abrupta. Si las lluvias no empantanan el camino, el viaje dura un par de horas. Los baches vuelven a la camioneta una mula chúcara, pero están compensados por el paisaje: una angosta quebrada, ceñida por montañas mellizas, paralela a un río espumoso y saltarín que se llama primero Molinos y, ya cerca del pueblo, Quero. Quinguales de copas frondosas y hojas que la humedad del día torna aún más verdes pespuntean la ruta hacia el alargado pueblecito al que entramos a media mañana.
En Jauja he escuchado contradictorias versiones sobre lo que encontraría en Quero. Se halla en una zona directamente afectada por la guerra en la que, en estos años, ha habido continuos atentados, ejecuciones y operaciones de envergadura tanto por parte de los rebeldes como de la contrainsurgencia. Según algunos, Quero estaba en poder de los revolucionarios, que habían fortificado la plaza. Según otros, el Ejército tenía instalada aquí una compañía de artilleros, e, incluso, un campo de entrenamiento con asesores norteamericanos. Alguien me aseguró que nunca me permitirían entrar a Quero, pues el lugar sirve al Ejército de campo de concentración y centro de torturas. «Ahí llevan a los prisioneros de todo el valle del Mantaro para hacerlos hablar aplicándoles los métodos más refinados y de allí parten los helicópteros que, luego de haberlos exprimido, los sueltan vivos en la selva, para escarmiento de los rojos que, calculan, están abajo mirando.» Fabulaciones. No hay en Quero rastro de insurgentes o soldados. Tampoco me sorprende este nuevo desmentido de la realidad a los rumores: la información, en el país, ha dejado de ser algo objetivo y se ha vuelto fantasía, tanto en los diarios, la radio y la televisión como en la boca de las personas. «Informar» es ahora, entre nosotros, interpretar la realidad de acuerdo a los deseos, temores o conveniencias, algo que aspira a sustituir un desconocimiento sobre lo que pasa, que, en nuestro fuero íntimo, aceptamos como irremediable y definitivo. Puesto que es imposible saber lo que de veras sucede, los peruanos mienten, inventan, sueñan, se refugian en la ilusión. Por el camino más inesperado, la vida del Perú, en el que tan poca gente lee, se ha vuelto literaria. Él Quero real, este que ahora piso, no coincide con el de las ficciones que he oído. Ni la guerra ni los combatientes de uno u otro bando se divisan por ninguna parte. ¿Por qué está el pueblo desierto? Suponía que todos los hombres en edad de combatir habían sido levados por el Ejército o por la guerrilla, pero ni siquiera ancianos y niños se ven. Deben hallarse en las faenas del campo o en sus casas; sin duda, todo forastero que llega los asusta. Mientras recorro la iglesita construida en 1946, con su torre de piedra y su techo de tejas, y la redonda glorieta de la plaza encuadrada por cipreses y eucaliptos, tengo la sensación de que es un pueblo fantasma. ¿Sería ésa la imagen de Quero la mañana en que llegaron los revolucionarios?