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—¿De qué te ríes?

—Del verbo sensualizarse. De dónde lo sacaste.

—A lo mejor acabo de inventarlo —sonrió Mayta—. Bueno, tal vez hay otro mejor. Ablandarse, claudicar. Pero, te das cuenta a qué me refiero. Pequeñas concesiones que minan la moral. Un viajecito, una beca, cualquier cosa que halague la vanidad. El imperialismo es maestro en esas trampas. Y el estalinismo también. Un obrero o un campesino no caen fácilmente. Los intelectuales se prenden de la mamadera apenas la tienen delante de la boca. Después, inventan teorías para justificar sus chanchullos.

Le dije que estaba poco menos que citando a Arthur Koestler, quien había dicho que «esos diestros imbéciles» eran capaces de predicar la neutralidad ante la peste bubónica, pues habían adquirido el arte diabólico de poder probar todo aquello que creían y de creer todo aquello que podían probar. Esperaba que me contestara que era el colmo citar a un conocido agente de la CÍA como el señor Koestler, pero, ante mi sorpresa, le oí decir:

—¿Koestler? Ah, sí. Nadie ha descrito mejor el terrorismo psicológico del estalinismo.

—Cuidado, por ese camino se llega a Washington y a la libre empresa —lo provoqué.

—Te equivocas —dijo él—. Por ese camino se llega a la revolución permanente y a León Davidovich. Trotski para los amigos.

—¿Y quién es Trotski? —dijo Vallejos.

—Un revolucionario —le aclaró Mayta—. Ya murió. Un gran pensador.

—¿Peruano? —insinuó tímidamente el Alférez.

—Ruso —dijo Mayta—. Murió en México.

—Basta de política o los boto —insistió Zoilita—. Ven, primo, no has bailado ni una. Ven, ven, sácame este valsecito.

—Bailen, bailen —pidió socorro Alci, desde los brazos de Pepote.

—¿Con quién? —dijo Vallejos—. He perdido a mi pareja.

—Conmigo —dijo Alicia, arrastrándolo.

Mayta se vio en el centro de la salita, tratando de seguir los compases de Lucy Smith, cuya letra Zoilita tarareaba con mucha gracia. Trató también de cantar, de sonreír, mientras sentía los músculos acalambrados y mucha vergüenza de que el Alférez viera lo mal que bailaba. La salita no debe haber cambiado gran cosa desde entonces; salvo el deterioro natural, éstos debían ser los muebles de aquella noche. No es difícil imaginarse el cuartito atestado de gente, humo, olor a cerveza, el sudor en los rostros, la música a todo volumen, e, incluso, descubrirlos haciendo un aparte en esa esquina, junto al florero de rosas de cera, sumidos en esa charla sobre el único tema importante para Mayta —la revolución— que los demoró hasta el amanecer. El paisaje exterior —caras, gestos, atuendos, utilería— está ahí, muy visible. No, en cambio, lo que pasó dentro de Mayta y del joven Alférez en el curso de esas horas. ¿Brotó una corriente de simpatía desde el primer momento entre ambos, una afinidad, la recíproca intuición de un denominador común? Hay amistades a primera vista, acaso más que amores. ¿O la relación entre ambos fue, desde el principio, exclusivamente política, una alianza de dos hombres empeñados en una causa común? En todo caso, aquí se conocieron y aquí comenzó para los dos —sin que, en el desorden de la fiesta, pudieran sospecharlo— el hecho más importante de sus vidas.

—Si escribe algo, no me mencione para nada —me ruega Doña Josefa Arrisueño—. O, por lo menos, cámbieme el nombre y, sobre todo, la dirección de la casa. Habrán pasado muchos años pero en este país nunca se sabe. Hasta lueguito.

—Espero que hasta lueguito —dijo Vallejos—. Sigamos conversando alguna otra vez. Tengo que agradecerte porque, la verdad, contigo he aprendido un montón de cosas.

—Hasta lueguito, señora —le doy la mano y le agradezco su paciencia.

Regreso a Barranco andando. Mientras cruzo Miraflores, insensiblemente, la fiesta se desvanece y me descubro evocando aquella huelga de hambre que hizo Mayta, cuando tenía catorce o quince años, para igualarse con los pobres. De toda la conversación con su tía–madrina, ese plato de sopa a mediodía y ese pedazo de pan en las noches que fueron su alimento por tres meses, es la imagen que prevalece: nítida, infantil, profética, borra todas las otras.

—Hasta lueguito —asintió Mayta—. Sí, claro, claro, ya seguiremos conversando.

II

El Centro Acción para el Desarrollo tiene su sede en la Avenida Pardo, en Miraflores, una de las últimas casitas que resiste el avance de los edificios que han ido sustituyendo, una tras otra, a las viviendas de ladrillos y madera, rodeadas de jardines, a las que daban sombra, rumor de hojas y algarabía de gorriones las copas de los ficus, antes señores de la calle y ahora pigmeos disminuidos por los rascacielos. El buen gusto de Moisés —del «Doctor» Moisés Barbi Leyva, me recuerda la secretaria de la entrada— ha llenado la casa de muebles coloniales, que congenian con la construcción, uno de esos remedos de los años cuarenta de arquitectura neo–virreinal —balcones con celosías, patios sevillanos, arcos moriscos, fuentes de azulejos— que no deja de tener encanto. La casa brilla y se nota actividad en los cuartos que dan al jardín, bien podado y regado. Dos guardias con fusiles, que, al entrar, me registran a ver si no llevo armas, se pasean en el vestíbulo de entrada. Mientras espero a Moisés, examino las últimas publicaciones del Centro, expuestas en una vitrina con luz fluorescente. Estudios de economía, estadística, sociología, política, historia, libros bien impresos y con carátulas que tienen como viñeta un pájaro marino prehistórico. Moisés Barbi Leyva es la espina dorsal del Centro Acción para el Desarrollo, el que gracias a su habilidad combinatoria, simpatía personal y prodigiosa capacidad de trabajo es una de las instituciones culturales más activas del país. Lo extraordinario de Moisés, más aún que su voluntad ciclónica y su optimismo a prueba de balas, es su habilidad combinatoria, ciencia antihegeliana que consiste en conciliar los contrarios, y, como hizo el santo limeño San Martín de Porres, hacer comer en el mismo plato a perro, pericote y gato. Gracias al genio ecléctico de Moisés, el centro recibe subvenciones, becas, préstamos, del capitalismo y del comunismo, de los gobiernos y fundaciones más conservadores y de los más revolucionarios y tanto Washington como Moscú, Bonn como La Habana, París como Pekín, la consideran una institución suya. Están equivocados, por supuesto. El Centro Acción para el Desarrollo es de Moisés Barbi Leyva y no será de nadie más hasta que él desaparezca y es seguro que desaparecerá con él, pues no hay nadie en este país capaz de reemplazarlo en lo que hace.

Moisés, en tiempos de Mayta, era un revolucionario de catacumbas; ahora es un intelectual progresista. Rasgo central de su sabiduría es haber conservado intacta una imagen de hombre de izquierda y haberla incluso robustecido, a medida que el Centro iba prosperando y él con el Centro. Así como ha sido capaz de mantener excelentes relaciones con los más enconados adversarios ideológicos, ha podido llevarse bien con todos los gobiernos que ha tenido este país en los últimos veinte años sin entregarse a ninguno. Con un olfato magistral de las dosis, las proporciones, las distancias, él sabe contrarrestar cualquier concesión excesiva en una dirección con compensatorios alardes retóricos hacia la opuesta. Cuando en un cóctel lo oigo hablar demasiado intensamente contra el saqueo de nuestros recursos por las transnacionales o contra la penetración cultural del imperialismo que pervierte nuestra cultura tercermundista, ya sé que, este año, los aportes norteamericanos a los programas del Centro han sido más considerables que los del adversario, y si en una exposición o concierto lo noto, de pronto, alarmado por la intervención soviética en Afganistán o dolido por la represión de Solidaridad en Polonia, es que, esta vez, sí ha conseguido alguna ayuda de los países del Este. Con estas fintas y argucias él puede probar siempre su independencia ideológica y la de la institución que dirige. Todos los políticos peruanos capaces de leer un libro —no son muchos— lo creen su asesor intelectual y están seguros que el Centro trabaja directamente para ellos, lo que, en un vago sentido, no deja de ser cierto. Moisés ha tenido la sabiduría de hacerles sentir a todos que llevarse bien con la institución que dirige les conviene, y esta sensación, por lo demás, corresponde a la verdad, pues a los derechistas la vinculación con el Centro los hace sentirse reformistas, social–demócratas, casi socialistas; a los izquierdistas los adecenta y los modera, imprimiéndoles cierto empaque técnico, un barniz intelectual; a los militares los hace sentirse civiles, a los curas laicos y a los burgueses proletarios y telúricos.