—O sea que terminó mal la pobre —comenta Don Eugenio—. Vivía por esa callecita. Jorobada y un poco bruja, según las bolas. Bueno, ella fue la que aceptó alquilárselas, después de hacerse de rogar. Pero sus animales estaban en el campo y mientras fue a traerlos se pasó más de una hora. Por otra parte, los demoró la comida. Ya se lo dije, estaban hambrientos y se mandaron preparar un almuerzo donde Gertrudis Sapollacu, que tenía su fondita y daba pensión.
—Estaban muy confiados, entonces.
—Faltó poquito para que los policías les cayeran encima mientras despachaban el caldo de gallina —asiente Don Eugenio.
Esa composición de tiempo está muy clara. Todos coinciden: antes de una hora de los sucesos, estaba llegando a Jauja el autobús de Huancayo con una compañía de guardias civiles al mando de un Teniente apellidado Silva y un Cabo de nombre Lituma. Hicieron un alto brevísimo en la ciudad, para conseguir un guía y para que el Teniente Dongo y los guardias a sus órdenes se les agregaran. La persecución comenzó de inmediato.
—¿Y cómo es que usted se fue con ellos, doctorcito? —le pregunto a boca de jarro, a ver si pestañea.
El Alférez intentó que se quedara en Quero. Mayta le dio las razones: necesitaban que alguien hiciera de puente entre el campo y la ciudad, sobre todo después de lo que había pasado; necesitaban montar redes de ayuda, reclutar gente, conseguir información. Él era la persona para dirigir la tarea. Fue inútil. Las órdenes de Vallejos y los argumentos de Mayta se hicieron trizas frente a la decisión del pequeño letrado: no, señores, ni tonto, él no se quedaba aquí a recibir a la policía y pagar los platos rotos. Él se iba con ellos de todas maneras. Lo que comenzó como un intercambio de opiniones se volvió discusión. Las voces de Vallejos y del Juez de Paz se elevaban y, en el sombrío recinto saturado de olor a grasa y ajo, Mayta advirtió que Condori, Zenón Gonzales y los josefinos habían dejado de comer para escuchar. No era bueno que la discusión se envenenara. Ya tenían bastantes problemas y eran demasiado pocos para pelearse entre ellos.
—No vale la pena seguir discutiendo, camaradas. Si el doctorcito se empeña tanto, que venga.
Temió que el Alférez lo contradijera, pero Vallejos optó por concentrarse en su plato. Lo mismo hizo el Juez y al poco rato la atmósfera se distendió. Vallejos había colocado al brigadier Cordero Espinoza sobre una elevación, vigilando la ruta, mientras comían. La pascana de Quero se estaba prolongando, y, mientras mordisqueaba los tiznados pedazos de gallina, Mayta se dijo que era una temeridad demorarse de este modo.
—Tendríamos que partir de una vez.
Vallejos asintió, echando una ojeada a su reloj, pero siguió comiendo, sin apresurarse, íntimamente le dio la razón. Sí, qué pesado ponerse de pie, estirar las piernas, desentumecer los músculos, lanzarse a los cerros, caminar ¿cuántas horas? ¿Y si por el soroche se desmayaba? Lo subirían a una acémila, como un costal. Era ridículo estar aquejado de mal de altura. Sentía como si el soroche fuera un lujo inaceptable en un revolucionario. Sin embargo, el malestar físico era muy reaclass="underline" escalofríos, dolor de cabeza, un desasimiento generalizado. Y, sobre todo, ese corazón tronante en el pecho. Vio, con alivio, que Vallejos y el Juez de Paz conversaban animadamente. ¿Cómo explicar la espantada de la gente de Ricrán? ¿Habían decidido no venir en una reunión celebrada ayer mismo? ¿Habían recibido una contraorden del Chato Ubilluz? Sería extraordinaria una coincidencia, que Ubilluz. los mineros, los de Ricrán, hubieran decidido, cada cual por su lado, sin comunicárselo a los otros, echarse atrás. ¿Tenía importancia eso ahora, Mayta? Ninguna. Más tarde sí, cuando la historia tomara cuentas y estableciera la verdad. (Pero yo, que en este caso soy la historia, sé que no es tan sencillo, pues no siempre el tiempo decanta la verdad; sobre este asunto, las inasistencias de último minuto, no hay manera de saber con total certidumbre si los ausentes desertaron o los protagonistas se adelantaron a lo acordado o si todo se debió a una descoordinación de días y horas. Y no hay manera de saberlo porque ni siquiera los propios actores lo saben.) Tragó el último bocado y se limpió las manos con su pañuelo. La penumbra de la habitación le había ocultado al principio las moscas, pero ahora las veía: constelaban las paredes y el techo y se paseaban con impudicia sobre los platos de comida y los dedos de los comensales. Así serían todas las casitas de Quero: ni luz, ni agua corriente, ni desagües, ni baños. Las moscas y los piojos y mil bichos serían parte del ínfimo mobiliario, amos y señores de porongos y pellejos, de los rústicos camastros arrinconados contra las paredes de adobe y caña, de las descoloridas imágenes de vírgenes y santos clavadas contra las puertas. Si les venían ganas de orinar, en la noche, no tendrían ánimos para levantarse e ir afuera. Orinarían aquí mismo, junto a la cama donde duermen y el fogón en el que cocinan. Total, el piso es de tierra y la tierra se bebe los orines y no queda huella. Y el olor tampoco importa mucho porque desaparece, mezclado, espesando los múltiples olores a basura y suciedad que constituyen la atmósfera de la casa. ¿Y si a medianoche tienen ganas de hacer caca? ¿Tendrían ánimos para salir a la oscuridad y al frío, al viento y a la lluvia? Cagarían aquí también, entre el fogón y la cama. Al entrar ellos, la señora de la casa, una india vieja, con arrugas y legañas, y dos largas trenzas que le batían la espalda al andar, habían arrinconado detrás del baúl a unos cuyes que se pascaban por el cuarto. ¿Dormirían con ella esos animalitos, acurrucados contra su viejo cuerpo en busca de calor? ¿Cuántos meses, cuántos años que esa señora no se mudaba las polleras que llevaba puestas y que sin duda habían envejecido con ella, sobre ella? ¿Cuánto que no había hecho un aseo completo de su cuerpo, con jabón? ¿Meses, años? ¿Lo habría hecho alguna vez en su vida? El malestar del soroche desapareció, desplazado por la tristeza. Sí, Mayta, en esta mugre, en este desamparo, vivían millones de peruanos, entre orines y excrementos, sin luz ni agua, llevando la misma vida vegetativa, la misma rutina embrutecedora, la actividad primaria y casi animal de esta mujer con la que, pese a sus esfuerzos, no había podido cambiar sino unas pocas palabras, pues su castellano era incipiente. ¿No bastaba abrir un poco los ojos para justificar lo que habían hecho, lo que iban a hacer? Cuando los peruanos que vivían como esta mujer comprendieran que tenían la fuerza, que sólo les bastaba tomar conciencia de ella y usarla, toda la pirámide de explotación, servidumbre y horror que era el Perú se desfondaría como un techo apolillado. Cuando comprendieran que rebelándose comenzaría por fin la humanidad para sus vidas inhumanas, la revolución sería arrolladora.
—Listo, nos fuimos —dijo Vallejos, poniéndose de pie—. Carguemos las armas.
Todos se apresuraron a salir a la calle. Mayta se sintió animoso de nuevo, al pasar de la oscuridad a la luz. Fue a ayudar a los josefinos que sacaban los fusiles de la camioneta y los iban sujetando sobre las muías. En la placita de Quero, los indios seguían comerciando, desinteresados de ellos.
—Me convencieron de la manera más sencilla —dice Don Eugenio, con expresión cariacontecida, apiadado de su credulidad—. El Subteniente Vallejos me explicó que, además de ejercitar a los muchachos, iba a hacer entrega de la Hacienda Aína a la comunidad de Uchubamba. De la cual, recuerde, era Presidente Condori y VicePresidente Zenón Gonzales. ¿Por qué no le iba a creer? Hacía meses que había líos en Aína. Los comuneros de Uchubamba habían ocupado tierras de la hacienda y las reclamaban alegando títulos coloniales. ¿No era el Alférez una autoridad militar en la provincia? Tenía que cumplir con mi deber, para algo era Juez, señor. Así que, por más que la caminata no era broma —yo ya raspaba los sesenta—, los acompañé de buena gana. ¿No era lo más normal del mundo?
Se diría, por la naturalidad con que lo cuenta. Ha salido el sol. La cara de Don Eugenio resplandece.