—Qué sorpresa se llevaría usted, entonces, cuando empezaron los tiros.
—De padre y señor mío —responde sin vacilar—. Comenzaron no mucho después de nuestra partida, al entrar a la quebradita de Huayjaco.
Frunce un poco los ojos —sus párpados se arrugan, se le encrespan las cejas— y su mirada se vuelve líquida. Debe ser el efecto de la resolana; no puedo creer que al exJuez de Paz de Quero se le salgan las lágrimas de nostalgia por lo sucedido aquella tarde. Aunque, acaso, a su edad, todo lo anterior, aun lo más doloroso, despierte añoranza.
—Estaban tan apurados que ni siquiera hice una maletita con lo indispensable — murmura—. Salí tal como me ve ahora, con corbata, chaleco y sombrero. Echamos a andar y a la hora u horita y media empezó la fiesta.
Suelta una risita y, de inmediato, las personas que nos rodean ríen también. Son seis, cuatro hombres y dos mujeres, todos entrados en años. Hay, además, en la baranda mohosa de la glorieta, varios niños. Pregunto a los adultos si estaban aquí cuando llegaron los policías. Ellos, luego de miraditas de soslayo al Juez, como pidiéndole permiso, asienten. Insisto, encarando al más viejo de los campesinos: cómo fue, qué pasó luego de que partieron los revolucionarios. Él señala la esquina de la plaza donde muere el camino: se apareció ahí, roncando, humeando, el ómnibus con los policías. ¿Cuántos eran? Muchos. ¿Cuántos, muchos? Unos cincuenta, tal vez. Animados por su ejemplo, los otros comienzan también a hablar, y al rato todos confrontan sus recuerdos a la vez. Me cuesta seguir el hilo, en ese laberinto en el que el quechua se mezcla con el español y en el que el episodio de hace veinticinco años se confunde de pronto con el bombardeo de hace días o semanas —tampoco está claro— y con los «ajusticiamientos» de la guerrilla. En las mentes de estos campesinos se produce, naturalmente, una asociación que a mí me ha costado trabajo establecer y que muy pocos de mis compatriotas ven. Lo que saco por fin en claro es que los cincuenta o sesenta policías los creían en Quero, escondidos, pues se pasaron cerca de media hora rebuscando el pueblo, entrando y saliendo de las casitas, preguntando a unos y a otros dónde se habían metido. ¿Preguntaban por los revolucionarios? ¿Por los comunistas? No, no empleaban esas expresiones. Decían: los rateros, los abigeos, los bandidos. ¿Están seguros?
—Claro que están seguros —los personifica Don Eugenio—. Usted tiene que darse cuenta, eran otros tiempos, a quién se le iba a ocurrir que eso era una revolución. Acuérdese, además, que asaltaron dos Bancos antes de salir de Jauja…
Se ríe y todos vuelven a reírse. ¿Hubo, en esa media hora que permanecieron aquí, algún incidente entre policías y comuneros? No, ninguno, los guardias se convencieron ahí mismo que los «abigeos» se habían ido y que la gente de Quero no tenía nada que ver con ellos ni sabía lo ocurrido en Jauja. Otros tiempos, no hay duda: los policías no consideraban todavía que cualquier hombre con poncho y ojotas era —mientras no demostrara lo contrario— un cómplice de los subversivos. El mundo andino no se había polarizado al extremo actual en que sus habitantes sólo pueden ser cómplices de los rebeldes o cómplices de sus represores.
—Y, mientras —dice el Juez de Paz, la mirada de nuevo acuosa—, nosotros nos estábamos empapando de lo lindo.
La lluvia se desató al cuarto de hora de partir de Quero. Una lluvia fuerte, de gotas gruesas, que por momentos parecía granizada. Pensaron buscar refugio hasta que amainara, pero no había dónde guarecerse. «Cómo ha cambiado el paisaje», se decía Mayta. Era tal vez el único al que el aguacero no mortificaba. El agua corría por su piel, impregnaba sus pelos, se le escurría entre los labios y resultaba un bálsamo. A partir de los sembríos de Quero, el terreno era una continua pendiente. Como si hubieran cambiado una vez más de región, de país, este paisaje no tenía nada que ver con el que separaba de Jauja a Quero. Habían desaparecido los tupidos quinguales, las matas de hierbas, los pájaros, el rumor de la cascada, las florecillas silvestres y las cañas balanceándose junto al camino. En esta ladera pelada, sin rastro de trocha, la única vegetación eran, de cuando en cuando, unos cactos gigantes, de gruesos brazos erizados de espinos, en forma de candelabros. La tierra se había ennegrecido y gibado con pedrones y rocas de aire siniestro. Avanzaban divididos en tres grupos. Las acémilas y las armas adelante, con Condori y tres josefinos. Luego, el resto de los muchachos, a un centenar de metros, con Zenón Gonzales como jefe de grupo. Y, cerrando la marcha, cubriendo a los demás, el Alférez, Mayta y el Juez de Paz, quien también conocía el camino hacia Aína, por si perdían contacto con los otros. Pero hasta ahora Mayta había estado viendo a los dos grupos, allí adelante, más arriba, en las faldas de los cerros, dos manchitas que aparecían y desaparecían según los altibajos del terreno y la densidad de la lluvia. Debía ser media tarde, aunque el cielo grisáceo sugería el anochecer. «¿Qué hora es?», le preguntó a Vallejos. «Las dos y media.» Al oírlo, recordó un chiste que hacían los alumnos del Salesiano cuando les preguntaban la hora. «Lo tengo parado, míralo», y se señalaban la bragueta. Se sonrió y, por esa distracción, casi se cae. «El arma boca abajo, que no le entre tanta agua», le dijo Vallejos. La lluvia había puesto el suelo fangoso y Mayta procuraba pisar las piedras, pero éstas, sueltas por el aguacero, cedían y constantemente resbalaba. En cambio, a su derecha, el letrado de Quero — chiquito, reconcentrado, su sombrero hecho una sopa, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo de colores, sus centenarios botines que parecían enfangados— caminaba por la serranía como por un lisa vereda. También Vallejos progresaba con desenvoltura, algo adelantado, la metralleta en el hombro y la cabeza inclinada para ver dónde pisaba. Todo el tiempo les sacaba ventaja y Mayta y Don Eugenio tenían que dar pequeñas carreritas para alcanzarlo. Desde que salieron de Quero, casi no habían cambiado palabra. El propósito era llegar a la quebrada llamada Viena, ya en la vertiente oriental, de clima más benigno. Condori y Zenón Gonzales creían que era posible llegar allí antes de anochecer, si se apuraban. No era aconsejable pernoctar en plena puna, con peligro de nevada y tempestad. Aunque cansado y, a ratos, agitado por la altura, Mayta se sentía bien. ¿Lo aceptaban los Andes, por fin, después de tanto hostilizarlo? ¿Había pasado el bautizo? Sin embargo, un rato después, cuando Vallejos indicó que podían hacer un alto, se dejó caer en la tierra barrosa, exhausto. Había dejado de llover, el cielo estaba aclarando y ya no veía a los otros dos grupos. Se hallaban en una honda depresión, flanqueados por paredes de roca en las que brotaban penachos húmedos de ichu. Vallejos vino a sentarse a su lado y le pidió la metralleta, a la que examinó con cuidado, abriendo y cerrando el seguro. Se la devolvió sin decir nada y prendió un cigarrillo. La cara del joven estaba llena de gotitas y, detrás de la bocanada de humo, Mayta la vio tensa por la preocupación.
—Tú eras el que nunca perdía el optimismo —le dijo.
—No lo he perdido —repuso Vallejos, chupando el cigarrillo y arrojando el humo por la nariz y por la boca—. Sólo que…
—Sólo que no te cabe en la cabeza lo de esta mañana —dijo Mayta—. Has perdido la virginidad política, ahora sí. La revolución es más enredada que los cuentos de hadas, mi hermano.
—No quiero hablar de lo de esta mañana —lo cortó Vallejos—. Hay cosas más importantes, ahora.
Oyeron un ronquido. El Juez de Paz se había tumbado de espaldas en el suelo, con el sombrero sobre la cara, y, por lo visto, dormía.
Vallejos consultó su reloj.
—Si mis cálculos son buenos, deberían estar llegando recién a Jauja. Les llevamos unas cuatro horas. Y, en este páramo, somos una aguja en el pajar. Estamos fuera de peligro, creo. Bueno, despertemos al doctorcito y sigamos.