—¿A qué hora empezaron a llegar aquí los prisioneros? —repite mi pregunta Don Eugenio, como si lo hubiera interrogado a él. En realidad se lo he preguntado a los ancianos de Quero, pero es bueno que sea el Juez de Paz, hombre de confianza de los vecinos, quien se muestre, interesado en saberlo—. Sería ya de noche ¿no es cierto?
Hay una onda de noes, cabezas que niegan, voces que se disputan la palabra. No había anochecido, era la tardecita. Los guardias volvieron en dos grupos; el primero, traía tendido, en una de las acémilas de Doña Teofrasia, al Presidente de la Comunidad de Uchubamba. ¿Venía muerto ya Condori? Agonizando. Le habían caído dos balazos, en la espalda y en el cuello, y estaba manchado de sangre. También traían a varios josefinos, con las manos amarradas. En ese tiempo se tomaban prisioneros. Ahora, mejor morir peleando porque al que agarran, después de sacarle lo que sabe, de todas maneras lo matan, ¿no, señor? En fin, a los muchachos les habían quitado los cordones de los zapatos para que no intentaran escaparse. Caminaban como pisando huevos, y, pese a arrastrar los pies, algunos perdían los chuzos. Llevaron a Condori a casa del teniente–gobernador y le hicieron una curación, pero por gusto, pues se les murió al ratito. A eso de la media hora llegaron los otros. Vallejos les hacía señas de que se apuraran.
—Más rápido, más rápido —lo oyó gritar.
Mayta trató pero no pudo. Ahora también Perico Temoche le había sacado varios metros. Se oían tiros aislados y no podía localizar de dónde provenían ni si estaban más cerca o más lejos que antes. Temblaba, pero no de soroche sino de frío. Y en eso vio a Vallejos alzar su metralleta: el disparo estalló en sus tímpanos. Miró la cumbre a la que el Alférez había disparado y sólo vio rocas, tierra, matas de ichu, picos quebrados, cielo azul, nubecillas blancas. Él también apuntaba hacia allá, el dedo en el gatillo.
—Por qué se paran, carajo —los urgió Vallejos, de nuevo—. Sigan, sigan.
Mayta le obedeció y, durante un buen rato, caminó muy de prisa, con el cuerpo inclinado, saltando sobre los pedruscos, corriendo a veces, tropezando, sintiendo que el frío calaba sus huesos y que su corazón enloquecía. Oyó nuevos disparos y en un momento estuvo seguro que un tiro había despotrillado unas piedras, a poca distancia. Pero, por más que miraba las cimas, no divisaba a un atacante. Era por fin una máquina que no piensa, que no duda, que no recuerda, un cuerpo concentrado en la tarea de seguir corriendo para no quedarse atrás. De pronto se le doblaron las rodillas y se detuvo, jadeante. Tambaleándose, dio unos pasos y se encogió detrás de unas piedras musgosas. El Juez de Paz, Vallejos y Perico Temoche seguían avanzando, muy rápido. Ya no podrás alcanzarlos, Mayta. El Alférez se volvió y Mayta le hizo señas de que siguiera. Y, mientras hacía esos gestos, percibió, esta vez sin sombra de duda, que un tiro se estrellaba a pocos pasos: había abierto un pequeño orificio en el suelo y levantado un humito. Se encogió lo más que pudo, miró, buscó, y, colgada del parapeto de rocas a su derecha, vio clarito la cabeza de un guardia y un fusil que le apuntaba. Se estaba cubriendo por el lado equivocado. Circundó las piedras a gatas, se tumbó en el suelo y sintió tiros sobre su cabeza. Cuando, por fin, pudo apuntar y disparó, tratando de aplicar las instrucciones de Vallejos —el blanco debe coincidir con el alza—, el guardia ya no estaba en el parapeto. La ráfaga lo hizo remecerse y lo aturdió. Vio que sus tiros descascaraban la roca, un metro por debajo de donde había asomado el guardia.
—Corre, corre, yo te cubro —oyó gritar a Vallejos. El Alférez apuntaba hacia el parapeto.
Mayta se reincorporo y corrió. El frío lo entumecía, sus huesos parecían crujir bajo su piel. Era un frío helado y ardiente que lo hacía sudar, igualito que la fiebre. Cuando llegó junto a Vallejos se arrodilló y apuntó también hacia las rocas.
—Hay unos tres o cuatro ahí —dijo el Alférez, señalando—. Vamos a progresar por saltos, en escalón. No quedarse quietos porque nos rodearían. Que no nos corten de los otros. Cúbreme.
Y, sin esperar su respuesta, se incorporó y echó a correr. Mayta siguió vigilando los riscos de la derecha, el dedo en el gatillo de la metralleta, pero no asomó ninguna figura. Por fin, buscó a Vallejos y lo divisó, lejísimos, haciéndole señas de que avanzara, él lo cubriría. Echó a correr y a los pocos pasos volvió a oír tiros, pero no se detuvo y siguió corriendo y al poco rato descubrió que era el Subteniente quien disparaba. Cuando lo alcanzó estaban junto a él Perico Temoche y el Juez de Paz. El chiquillo cargaba su Máuser con una cacerina de cinco balas que sacó de un bolsón colgado en la cintura. Había estado disparando, pues.
—¿Y los otros grupos? —preguntó Mayta. Tenían delante un roquedal que les cortaba la visión.
—Los hemos perdido, pero saben que no pueden pararse —dijo Vallejos, con vehemencia, sin apartar la mirada del contorno. Y, luego de una pausa—: Si nos cercan, nos jodimos. Hay que avanzar hasta que oscurezca.
—De noche no habrá peligro. De noche no hay persecución que valga.
«Hasta que anochezca», pensó Mayta. ¿Cuánto faltaba? ¿Tres, cinco, seis horas? No le preguntó a Vallejos la hora. Más bien, metió la mano en su sacón y una vez más —lo había hecho docenas de veces en el día— comprobó que tenía muchas cacerinas de repuesto.
—Progresión de dos en dos —ordenó Vallejos—. Yo y el doctor, tú y Perico. Cubriéndonos. Atención, no se descuiden, correr agachados. Vamos, doctorcito.
Salió corriendo y Mayta vio que ahora el Juez de Paz tenía un revólver en la mano. ¿De dónde lo había sacado? Debía ser el del Alférez, por eso llevaba la cartuchería abierta. Y en eso vio surgir dos siluetas humanas encima de su cabeza, entre los cañones de los fusiles. Una gritó: «Ríndanse, carajo». Él y Perico dispararon al mismo tiempo.
—No los pescaron a todos ese mismo día —dice Don Eugenio—. Dos josefinos se les escaparon: Teófilo Puertas y Felicio Tapia.
Conozco la historia por boca de los protagonistas, pero no lo interrumpo, para ver las coincidencias y discrepancias. Detalles más, detalles menos, la versión del antiguo Juez de Paz de Quero es muy semejante a la que he oído. Puertas y Felicio estaban en la vanguardia, bajo el mando de Condori, el primer grupo en ser detectado por una de las patrullas en que se habían dividido los guardias para batir la zona. De acuerdo a las instrucciones de Vallejos, Condori trató de seguir avanzando, a la vez que repelía el ataque, pero al poco rato fue herido. Esto provocó la espantada. Los muchachos echaron a correr, dejando abandonadas las acémilas con las armas. Puertas y Tapia se ocultaron en una cueva de vizcachas. Permanecieron allí toda la noche, medio helados de frío. Al día siguiente, hambrientos, confusos, resfriados, deshicieron el camino y llegaron a Jauja sin ser descubiertos. Ambos se presentaron a la Comisaría acompañados de sus padres.
—Felicio estaba hinchado —asegura el Juez de Paz—. De la tremenda tunda que recibió en su casa por dárselas de revolucionario.
Del grupo de vecinos de Quero que nos acompañaban sólo quedan ahora, bajo la glorieta, una pareja de viejos. Los dos recuerdan la entrada de Zenón Gonzales, amarrado de un caballo, descalzo, con la camisa rota, como si hubiera forcejeado con los guardias, y, detrás de él, el resto de los josefinos, también amarrados y con los zapatos sin pasadores. Uno de ellos —nadie sabe cuál— lloraba. Uno morochito, dicen, uno de los menorcitos. ¿Lloraba porque le habían pegado? ¿Porque estaba herido, asustado? Quién sabe. Tal vez por la mala suerte del pobre Alférez.