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Y así, trepando, trepando siempre, de dos en dos, estuvieron un tiempo que a Mayta

le pareció horas, pero no debía serlo porque la luz no cedía lo más mínimo. Por parejas

que eran Vallejos y el letrado y Mayta y Perico Temoche, o Vallejos y el josefino y Mayta

y el letrado, dos corrían y dos los cubrían, estaban juntos lo suficiente para darse ánimos

y recobrar el aliento y continuaban. Veían las caras de los guardias a cada momento y

cambiaban tiros que nunca parecían dar en el blanco. No eran tres o cuatro, como

suponía Vallejos, sino bastantes más, de otro modo hubieran tenido que ser ubicuos para

aparecer en sitios tan diferentes. Asomaban en las partes altas, ahora por los dos lados,

aunque el peligroso era la derecha, donde la balaustrada de rocas se hallaba muy

próxima del terreno por el que corrían. Los estaban siguiendo por el filo de la cumbre y,

aunque a ratos Mayta creía que los había dejado atrás, siempre reaparecían. Había

cambiado un par de veces la cacerina. No se sentía mal; con frío, sí, pero su cuerpo

estaba respondiendo al tremendo esfuerzo, a esas carreras a semejante altura. ¿Cómo

no hay nadie herido?, pensaba. Porque les habían disparado ya muchas balas. Es que los

guardias se cuidaban, asomaban apenas la cabeza y tiraban a la loca, por cumplir, sin

demorarse en apuntar, temerosos de resultar un blanco fácil para los rebeldes. Tenía la

impresión de un juego, de una ceremonia ruidosa pero inofensiva. ¿Iba a durar hasta que

oscureciera? ¿Podrían escabullirse de los guardias? Parecía imposible que la noche fuera

a caer alguna vez, a oscurecerse este cielo tan lúcido. No se sentía abatido. Sin

arrogancia, sin patetismo, pensó: «Mal que mal estás siendo lo que querías, Mayta».

—Listo, Don Eugenio. Corramos. Nos están cubriendo.

—Váyase usted, nomás, a mí no me dan las piernas —le repuso el Juez de Paz, muy despacio—. Yo me quedo. Llévese esto, también.

En lugar de entregárselo, le arrojó el revólver, que Mayta tuvo que agacharse a recoger. Don Eugenio se había sentado, con las piernas abiertas. Sudaba copiosamente y tenía la boca torcida en una mueca ansiosa, como si se hubiera quedado sin aire. Su postura y su expresión eran las de un hombre que ha llegado al límite de la resistencia y al que el agotamiento ha vuelto indiferente. Comprendió que no tenía objeto discutir con él.

—Buena suerte, Don Eugenio —dijo, echando a correr. Cruzó muy rápido los treinta o cuarenta metros que lo separaban de Vallejos y de Perico Temoche, sin oír tiros; cuando llegó donde ellos, ambos, rodilla en tierra, disparaban. Trató de explicarles lo del Juez de Paz, pero jadeaba en tal forma que no le salió la voz. Desde el suelo, intentó disparar y no pudo; su metralleta estaba encasquillada. Disparó con el revólver, los tres últimos tiros, con la sensación de que lo hacía por gusto. El parapeto estaba muy cerca y había una ringlera de fusiles apuntándoles: los quepis aparecían y desaparecían. Oía gritar amenazas que el viento traía hacia ellos muy claras: «Ríndanse, carajo», «Ríndanse, conchas de su madre». «Sus cómplices ya se rindieron», «Recen, perros». Se le ocurrió: «Tienen orden de capturarnos vivos». Por eso no había nadie herido. Disparaban sólo para asustarlos. ¿Sería cierto que la vanguardia se había entregado? Estaba más tranquilo e intentó hablar a Vallejos de Don Eugenio, pero el Alférez lo cortó con un ademán enérgico.

—Corran, yo los cubro —Mayta advirtió, por su voz y por su cara, que esta vez sí estaba muy alarmado—. Rápido, éste es mal sitio, nos están cerrando. Corran, corran.

Y le dio una palmada en el brazo. Perico Temoche echó a correr. Se incorporó y corrió

también, oyendo que, al instante, silbaban las balas a su alrededor. Pero no se detuvo, y,

ahogándose, sintiendo que el hielo traspasaba sus músculos, sus huesos, su sangre,

siguió corriendo, y, aunque se tropezó y cayó dos veces y en una de ellas perdió el

revólver que llevaba en la mano izquierda, en ambas se levantó y siguió, haciendo un

esfuerzo sobrehumano. Hasta que se le doblaron las piernas y cayó de rodillas. Se

encogió en el suelo.

—Les hemos sacado ventaja —oyó decir a Perico Temoche. Y, un instante después—: ¿Dónde está Vallejos? ¿Tú lo ves? —Hubo una pausa larga, con jadeos—. Mayta, Mayta, creo que estos conchas de su madre le han dado.

Entre el sudor que le nublaba la vista advirtió que, allá abajo, donde se había quedado el Alférez cubriéndolos —habían corrido unos doscientos metros— se movían unas siluetas verdosas.

—Corramos, corramos —acezó, tratando de incorporarse. Pero no le respondieron los brazos ni las piernas y entonces rugió—: Corre, Perico. Yo te cubro. Corre, corre.

—A Vallejos lo trajeron de noche, yo mismo lo vi, ¿ustedes no lo vieron? —dice el Juez de Paz. Los dos viejos de la glorieta lo confirman, moviendo sus cabezas. Don Eugenio señala de nuevo la casita con el escudo, sede de la Gobernación—. Lo vi desde ahí. En ese cuarto del balcón nos tenían a los prisioneros. Lo trajeron en un caballo, tapado con una manta que les costó desprender porque se había pegado con la sangre de los balazos. Él sí estaba requetemuerto al entrar a Quero.

Lo escuchó divagar sobre cómo y quién mató a Vallejos. Es un tema que he oído referir tanto y por tantos, en Jauja y en Lima, que sé de sobra que nadie me dará ya ningún dato que no sepa. El ex–Juez de Paz de Quero no me ayudará a aclarar cuál es la cierta entre todas las hipótesis. Que si murió en el tiroteo entre insurrectos y guardias civiles. Que si sólo fue herido y lo remató el Teniente Dongo, en venganza por la humillación que le hizo pasar al capturar su Comisaría y encerrarlo en su propio calabozo. Que si lo capturaron ileso y lo fusilaron, por orden superior, allá, en la puna de Huayjaco, para escarmiento de oficiales con veleidades revoltosas. El Juez de Paz las menciona todas, en su monólogo reminiscente, y, aunque con cierta prudencia, me da a entender que se inclina por la tesis de que el joven Alférez fue ejecutado por el Teniente Dongo. La venganza personal, el enfrentamiento del idealista y el conformista, el rebelde y la autoridad: son imágenes que corresponden a las apetencias románticas de nuestro pueblo. Lo cual no quiere decir, claro está, que no puedan ser ciertas. Lo seguro es que este punto de la historia —en qué circunstancias murió Vallejos— tampoco se aclarará. Ni cuántas balas recibió: no se hizo autopsia y el parte de defunción no lo menciona. Los testigos dan sobre esto las versiones más antojadizas: desde una bala en la nuca hasta un cuerpo como un colador. Lo único definitivo es que lo trajeron a Quero ya cadáver, en un caballo, y que de aquí lo trasladaron a Jauja, donde la familia retiró el cuerpo al día siguiente, para llevárselo a Lima. Fue enterrado en el viejo camposanto de Surco. Es un cementerio que está ahora en desuso, con viejas lápidas en ruinas y caminillos invadidos por la maleza. En torno a la tumba del Alférez, en la que sólo hay un nombre y la fecha de su muerte, ha crecido un matorral de hierba salvaje.

—¿Y también vio a Mayta cuando lo trajeron, Don Eugenio?

A Mayta, que no quitaba los ojos de los guardias aglomerados allá abajo, donde se había quedado Vallejos, le iba volviendo la respiración, la vida. Seguía en el suelo, apuntando al vacío con su metralleta atascada. Procuraba no pensar en Vallejos, en lo que podía haberle ocurrido, sino en recobrar las fuerzas, incorporarse y alcanzar a Perico Temoche. Tomando aire, se enderezó, y casi doblado en dos corrió, sin saber si le disparaban, sin saber dónde pisaba, hasta que tuvo que detenerse. Se tiró al suelo, con los ojos cerrados, esperando que las balas se incrustaran en su cuerpo. Vas a morir, Mayta, esto es estar muerto.

—¿Qué hacemos, qué hacemos? —balbuceó a su lado el josefino.