—Yo te cubro —jadeó, tratando de empuñar la metralleta y de apuntar.
—Estamos rodeados —gimió el muchacho—. Nos van a matar.
A través del sudor que le chorreaba de la frente, vio guardias en todo el derredor, algunos echados, otros acuclillados. Sus fusiles los encañonaban. Movían las bocas y alcanzaba a oír unos ruidos ininteligibles. Pero no necesitaba entender para saber que les gritaban: «¡Ríndanse! ¡Tiren las armas!». ¿Rendirse? De todas maneras los matarían; o los someterían a torturas. Con todas sus fuerzas apretó el gatillo, pero la metralleta seguía encasquillada. Forcejeó en vano unos segundos, oyendo a Perico Temoche gimotear.
—¡Tiren las armas! ¡Manos a la cabeza! —rugió una voz, muy cerca—. O están muertos.
—No llores, no les des ese gusto —dijo Mayta al josefino—. Anda, Perico, tira el fusil.
Lanzó lejos la metralleta e, imitado por Perico Temoche, se puso de pie con las manos en la cabeza.
—¡Cabo Lituma! —La voz parecía salir de un parlante—. Regístrelos. Al primer movimiento, me los quema.
—Sí, mi Teniente.
Figuras uniformadas y con fusiles se aproximaban corriendo de todos lados. Esperó, inmóvil —el cansancio y el frío crecían por segundos—, que llegaran hasta él, convencido de que lo golpearían. Pero sólo sintió empujones mientras lo registraban de pies a cabeza. Le arrancaron el bolsón de la cintura, y, llamándolo «abigeo» y «ratero», le ordenaron que se quitara los cordones de las zapatillas. Con una soga le amarraron las manos a la espalda. Hacían lo mismo con Perico Temoche y oyó que el Cabo Lituma sermoneaba al muchacho, preguntándole si no le daba vergüenza convertirse en «abigeo» siendo apenas «un churre». ¿Abigeos? ¿Los creían ladrones de ganado? Le vinieron ganas de reírse de la estupidez de sus captores. En eso le dieron un culatazo en la espalda a la vez que le ordenaban moverse. Lo hizo, arrastrando los pies que bailoteaban dentro de sus zapatillas flojas. Estaba dejando de ser la máquina que había sido; volvía a pensar, a dudar, a recordar, a interrogarse. Sintió que temblaba. ¿No era preferible estar muerto que pasar los tragos amargos que tenía por delante? No, Mayta, no.
—La demora en regresar a Jauja no fue por los dos muertos —dice el Juez de Paz—. Fue por la plata. ¿Dónde estaba? Se volvían locos buscándola y no aparecía. Mayta, Zenón Gonzales y los josefinos juraban que iba en las acémilas, salvo los solcitos que le dieron a la señora Teofrasia Soto viuda de Almaraz por los animales y a Gertrudis Sapollacu por el almuerzo. Los guardias que capturaron al grupo de Condori juraban que en las acémilas no encontraron un cobre, sólo Máuseres, balas y unas ollas de comida. Se pasó mucho rato en los interrogatorios, tratando de averiguar qué era de la plata. Por eso llegamos a Jauja al amanecer.
Nosotros vamos a llegar también más tarde de lo previsto. Se nos han escurrido las horas en la glorieta de Quero y anochece rápidamente. La camioneta enciende los faros: del frondoso paisaje sólo diviso troncos pardos fugitivos y las piedras y piedrecillas brillosas por las que zangoloteamos. Vagamente pienso en el riesgo de una emboscada en una revuelta de la trocha, en el estallido de una mina, en llegar a Jauja después del toque de queda y ser apresados.
—¿Qué pasaría, pues, con el dinero del asalto? —se pregunta Don Eugenio, imparable ya en su evocación de aquellos hechos—. ¿Se lo repartirían los guardias?
Es otro de los enigmas que ha quedado flotando. En este caso, al menos, tengo una pista sólida. La abundancia de mentiras enturbia el asunto. ¿A cuánto ascendía lo que los insurrectos se llevaron de Jauja? Mi impresión es que los empleados de los Bancos abultaron las cifras y que los revolucionarios no supieron cuánto se estaban llevando, pues ni tuvieron tiempo de contar el botín. El dinero iba en unas bolsas, en las muías. ¿Sabía alguien cuánto había en ellas? Probablemente, nadie. Probablemente, también, algunos de los captores vaciaron parte del dinero en sus bolsillos, por lo que la suma devuelta a los Bancos fue apenas de quince mil soles, mucho menos de lo que los rebeldes «expropiaron» y menos aún de lo que los Bancos dijeron que les habían sustraído.
—Quizá es lo más triste del asunto —pienso en voz alta—. Que lo que había comenzado como una revolución, todo lo descabellada que se quiera, pero revolución al fin y al cabo, terminara en una disputa sobre cuánto se robaron y quién se quedó con lo robado.
—Cosas que tiene la vida —filosofa Don Eugenio.
Imaginó lo que dirían los periódicos de Lima, mañana, pasado y traspasado, lo que dirían los camaradas del POR y los del POR(T) y los adversarios del PC cuando leyeran las versiones exageradas, fantasiosas, sensacionalistas, amarillas, que darían los periódicos de lo ocurrido. Imaginó la sesión que el POR(T) dedicaría a sacar las enseñanzas revolucionarias del episodio y casi pudo oír, con las inflexiones y tonos de cada uno, a sus antiguos camaradas afirmando que la realidad había confirmado el análisis científico, marxista, trotskista, hecho por el Partido y justificado plenamente su desconfianza y su rechazo a participar en una aventura pequeño–burguesa abocada al fracaso. ¿Insinuaría alguno que esa desconfianza y ese rechazo habían contribuido al desastre? Ni se les pasaría por la cabeza. ¿Habría tenido otro resultado la rebelión si todos los cuadros del POR(T) participaban en ella de manera resuelta? Sí, pensó. Ellos habrían arrastrado a los mineros, al Profesor Ubilluz, a la gente de Ricrán, todo hubiera estado mejor planeado y ejecutado y ahora mismo estarían rumbo a Aína, seguros. ¿Estabas siendo honesto, Mayta? ¿Tratabas de pensar con lucidez? No. Era muy pronto, todo estaba demasiado cerca. Con calma, cuando esto hubiera pasado, habría que analizar lo sucedido desde el principio, determinar con la cabeza fría si, concebida de otra manera, con la participación de los comprometidos y del POR(T), la rebelión habría tenido más suerte o si ello sólo hubiera servido para demorar la derrota y hacerla más sangrienta. Sintió tristeza y deseos de tener apoyada la cabeza de Anatolio contra su pecho, oír esa respiración pausada, armoniosa, casi musical, cuando, agotado, se dormía sobre su cuerpo. Se le escapó un suspiro y se dio cuenta que le castañeteaban los dientes. Sintió un culatazo en la espalda: «Apúrate». Cada vez que la imagen de Vallejos surgía en su conciencia, el frío se hacía irresistible y se esforzaba por expulsarla. No quería pensar en él, preguntarse si estaba prisionero, herido, muerto, si estarían golpeándolo o rematándolo, porque sabía que el abatimiento lo dejaría sin fuerzas para lo que se venía. Iba a necesitar valor, más del que era preciso para sobreponerse al viento crujiente que le azotaba la cara. ¿Dónde se habían llevado a Perico Temoche? ¿Dónde estaban los otros? ¿Habrían conseguido escapar algunos? Iba solo, en medio de una doble columna de guardias civiles. Lo miraban a veces de reojo, como a un bicho raro, y, olvidados de lo que acababa de ocurrir, se entretenían conversando, fumando, con las manos en los bolsillos, como quien regresa de un paseo. «Ya nunca más tendré soroche», pensó. Trató de reconocer el lugar, por el que habían tenido que venir de subida, pero ahora no llovía y el paisaje parecía otro: colores más contrastados, aristas menos filudas. El suelo estaba enfangado y perdía continuamente las zapatillas. Tenía que detenerse a calzárselas y, cada vez, el guardia que iba detrás lo empujaba. ¿Te arrepentías, Mayta? ¿Habías actuado con precipitación? ¿Habías sido un irresponsable? No, no, no. Al contrario. A pesar del fracaso, los errores, las imprudencias, se enorgullecía. Por primera vez tenía la sensación de haber hecho algo que valía la pena, de haber empujado, aunque de manera infinitesimal, la revolución. No lo aplastaba, como otras veces al caer preso, la sensación del desperdicio. Habían fracasado, pero estaba hecha la prueba: cuatro hombres decididos y un puñado de escolares habían ocupado una ciudad, desarmado a las fuerzas del orden, expropiado dos Bancos, huido a las montañas. Era posible, lo habían demostrado. En adelante, la izquierda tendría que tener en cuenta el precedente: alguien, en el país, no se contentó con predicar la revolución sino intentó hacerla. «Ya sabes lo que es», pensó, a la vez que perdía una zapatilla. Mientras se la calzaba recibió un nuevo culatazo.