Despierto a Don Eugenio, que se ha quedado dormido a media ruta, y lo dejo en su casita de las afueras de Jauja, agradeciéndole su compañía y sus recuerdos. Voy luego al Albergue de Paca. Todavía está abierta la cocina y podría comer algo, pero me basta una cerveza. Salgo a tomarla a la pequeña terraza sobre la laguna. Se ven las aguas tersas y los matorrales de las orillas iluminados por la luna, que luce redonda y blanca en un cielo atestado de estrellas. En la noche se oyen en Paca toda clase de ruidos, el silbido del viento, el croar de las ranas, cantos de pájaros nocturnos. No hoy. Esta noche los animales callan. Los únicos clientes en el Albergue son dos agentes viajeros, vendedores de cerveza, a los que oigo conversar al otro lado de los cristales, en el comedor.
Éste es el fin del episodio central de aquella historia, su nudo dramático. No duró doce horas. Empezó al amanecer, con la toma de la cárcel, y terminó antes del crepúsculo, con la muerte de Vallejos y Condori y la captura del resto. Los trajeron a la Comisaría de Jauja, donde los tuvieron una semana y luego los trasladaron a la cárcel de Huancayo, donde permanecieron un mes. Allí comenzaron a soltar discretamente a los josefinos, por disposición del Juez de Menores, quien los confiaba al cuidado de las familias, en una especie de residencia vigilada. El Juez de Paz de Quero retornó a su cargo, «limpio de polvo y paja», en efecto, a las tres semanas. Mayta y Zenón Gonzales fueron llevados a Lima, encerrados en el Sexto, luego en el Frontón y luego regresados al Sexto. Ambos fueron amnistiados —nunca llegó a realizarse el juicio—, años más tarde, al tomar posesión un nuevo Presidente del Perú. Zenón Gonzales dirige todavía la cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona.
Los primeros días, los periódicos se ocuparon mucho de los sucesos y dedicaron primeras planas, grandes titulares, editoriales y artículos, a lo que fue considerado un intento de insurrección comunista, debido al historial de Mayta. En La Prensa apareció una foto de él, irreconocible, detrás de los barrotes de un calabozo. Pero prácticamente a la semana dejó de hablarse del tema. Más tarde, cuando, inspirados por la Revolución Cubana, hubo en 1963, 1964, 1965 y 1966, brotes guerrilleros en la sierra y en la selva, ningún periódico recordó que el primer antecedente de esos intentos de levantar en armas al pueblo para establecer el socialismo en el Perú había sido ese episodio ínfimo, afantasmado por los años, en la provincia de Jauja, y nadie recuerda hoy a sus protagonistas.
Cuando me voy a dormir oigo, por fin, un ruido cadencioso. No, no son los pájaros nocturnos; es el viento, que hace chapalear contra la terraza del Albergue las aguas de la laguna de Paca. Esa suave música y el hermoso cielo estrellado de la noche jaujina sugieren un país apacible, de gentes reconciliadas y dichosas. Mienten, igual que una ficción.
X
La primera vez que vine a Lurigancho fue hace cinco años. Los presos del pabellón número dos me invitaron a la inauguración de una biblioteca, a la que alguno tuvo la idea de poner mi nombre, y acepté, movido por la curiosidad de comprobar si era cierto lo que había oído sobre la cárcel de Lima.
Para llegar hasta allí hay que pasar frente a la Plaza de Toros, atravesar el barrio de Zárate, y, después, pobres barriadas, y, por fin, muladares en los que se alimentan los chanchos de las llamadas «chancherías clandestinas». La pista pierde el asfalto y se llena de agujeros. En la húmeda mañana, entonces, medio borrados por la neblina, aparecen los pabellones de cemento, incoloros como los arenales del contorno. Incluso a gran distancia se advierte que las innumerables ventanas han perdido todos los vidrios, si alguna vez los tuvieron, y que la animación en los cuadraditos simétricos son caras, ojos, atisbando el exterior.
De esa primera visita recuerdo el hacinamiento, esos seis mil reclusos asfixiados en unos locales construidos para mil quinientos, la suciedad indescriptible y la atmósfera de violencia empozada, a punto para estallar con cualquier pretexto en refriegas y crímenes. En esa masa desindividualizada, que tenía más de horda o jauría que de colectividad humana, se encontraba entonces Mayta, ahora lo sé con seguridad. Pudiera ser que lo hubiera mirado y hasta cambiado una venia con él. ¿Estaría entonces en el pabellón número dos? ¿Asistiría a la inauguración de la biblioteca?
Los pabellones se alinean en dos hileras, los impares adelante y los pares atrás. Rompe la simetría un pabellón excéntrico, recostado contra las alambradas y muros occidentales, donde tienen aislados a los maricas. Los pabellones pares son de presos reincidentes o de delitos mayores, en tanto que ocupan los impares los primerizos, aún no condenados o que cumplen condenas leves. Lo que quiere decir que Mayta, en los últimos años, ha sido inquilino de un pabellón par. Los presos están barajados en los pabellones por los barrios de donde proceden: el Agustino, Villa el Salvador, La Victoria, El Porvenir. ¿En cuál catalogarían a Mayta?
El auto avanza despacio y me doy cuenta que desacelero a cada momento, de manera inconsciente, tratando de retardar lo más posible esta segunda visita a Lurigancho. ¿Me asusta la idea de enfrentarme por fin con el personaje sobre el que he estado investigando, interrogando a la gente, fantaseando y escribiendo hace un año? ¿O mi repugnancia a ese lugar es más fuerte aun que mi curiosidad por conocer a Mayta? Al terminar aquella primera visita pensé: «No es verdad que los reclusos vivan como animales: éstos tienen más espacio para moverse; las perreras, pollerías, establos, son más higiénicos que Lurigancho».
Entre los pabellones corre el llamado, sarcásticamente, Jirón de la Unión, un pasadizo estrecho y atestado, casi a oscuras de día y en tinieblas de noche, donde se producen los choques más sangrientos entre las bandas y los matones del penal y donde los canches subastan a sus pupilos. Tengo muy presente lo que fue cruzar el pasadizo de pesadilla, entre esa fauna calamitosa y como sonámbula, de negros semidesnudos y cholos con tatuajes, mulatos de pelos intrincados, verdaderas selvas que les llovían hasta la cintura, y blancos alelados y barbudos, extranjeros de ojos azules y cicatrices, chinos escuálidos e indios en ovillos contra las paredes y locos que hablaban solos. Sé que Mayta regenta desde hace años un quiosco de alimentos y bebidas en el Jirón de la Unión. Por más que busco, en mi memoria no se delinea, en el bochornoso corredor, ningún puesto de venta. ¿Estaba tan turbado que no me di cuenta? ¿O el quiosco era una manta en el suelo donde Mayta, en cuclillas, ofrecía jugos, frutas, cigarrillos y gaseosas?
Para llegar al pabellón número dos tuve que circundar los pabellones impares y franquear dos alambradas. El director del penal, despidiéndome en la primera, me dijo que de allí en adelante seguía por mi cuenta y riesgo, pues los guardias republicanos no entran a ese sector ni nadie que tenga un arma de fuego. Apenas crucé la reja, una multitud se me vino encima, gesticulando, hablando todos a la vez. La delegación que me había invitado me rodeó y así avanzamos, yo en medio de la argolla, y, afuera, una muchedumbre de reos que, confundiéndome con alguna autoridad, exponían su caso, desvariaban, protestaban por abusos, vociferaban y exigían diligencias. Algunos se expresaban con coherencia pero la mayoría lo hacía de manera caótica. Noté a todos desasosegados, violentos, aturdidos. Mientras caminábamos, tenía, a la izquierda, la explicación de la sólida hediondez y las nubes de moscas: un basural de un metro de altura en el que debían haberse acumulado los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo desnudo dormía a pierna suelta entre las inmundicias. Era uno de los locos a los que se acostumbra distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, es decir en los impares. Recuerdo haberme dicho, luego de aquella primera visita, que lo extraordinario no era que hubiera locos en Lurigancho, sino que hubiera tan pocos, que los seis mil reclusos no se hubieran vuelto, todos, dementes, en esa ignominia abyecta. ¿Y si, en estos años, Mayta se hubiera vuelto loco?