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Volvió un par de veces más a la cárcel, después de pasar cuatro años preso por los sucesos de Jauja, la primera a los siete meses de haber sido amnistiado. Es sumamente difícil reconstruir su historia desde entonces —una historia policial y penal—, porque, a diferencia de aquel episodio, no hay casi documentación sobre los hechos en los que fue acusado de intervenir, ni testigos que quieran abrir la boca. Los sueltos periodísticos que he podido encontrar, en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, son tan escasos que es prácticamente imposible saber qué papel jugó en esos asaltos de los que, al parecer, fue protagonista. Es también imposible deslindar si esas acciones fueron políticas o simples delitos comunes. Conociendo a Mayta, puede pensarse que es improbable que no fueran operaciones políticas, pero ¿qué quiere decir «conociendo a Mayta»? El Mayta sobre el que he investigado tenía unos cuarenta años. El de ahora más de sesenta. ¿Es el mismo?

¿En qué pabellón de Lurigancho habrá pasado estos últimos diez años? ¿El cuatro, el seis, el ocho? Todos ellos deben ser, más o menos, como el que conocí: recintos de techo bajo, de luz mortecina (cuando la electricidad no está cortada), fríos y húmedos, con unos ventanales de rejas herrumbradas y un socavón parecido a una cloaca, sin rastro de servicios higiénicos, donde la posesión de un espacio para tenderse a dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una guerra cotidiana. Durante la ceremonia de inauguración de la biblioteca —un cajón pintado, con un puñadito de libros de segunda mano— vi varios borrachos, tambaleándose. Cuando sirvieron, en unas latitas, una bebida para brindar, supe que se emborrachaban con chicha de yuca fermentada, fuertísima, fabricada en los propios pabellones. ¿Se emborracharía también con esa chicha, en momentos de depresión o de euforia, mi supuesto condiscípulo?

El episodio que regresó a Mayta a la cárcel, después de lo de Jauja, hace veintiún años, ocurrió en La Victoria, cerca de la calle que era la vergüenza del barrio, un hormiguero de prostitutas: el Jirón Huatica. Tres hampones, dice La Crónica, único diario que informó al respecto, capturaron un garaje donde funcionaba el taller de mecánica de Teodoro Ruiz Candi. Cuando éste llegó al lugar, a las ocho de la mañana, encontró que adentro lo esperaban tres sujetos con revólveres. Así cayó también prisionero el aprendiz Eliseno Carabías López. El objetivo de los asaltantes era el Banco Popular. Al fondo del garaje, una ventana se abría sobre un descampado al que daba la puerta falsa de esa agencia bancaria. A mediodía, una camioneta entraba al descampado y por la puerta falsa sacaban el dinero depositado en el Banco para llevarlo a la oficina central, o metían a la sucursal el dinero que les enviaba la matriz para sus transacciones. Hasta esa hora, permanecieron en el taller con sus dos prisioneros. Espiaban por la ventanita y fumaban. Se cubrían las caras pero tanto el dueño como el aprendiz aseguraron que uno de ellos era Mayta. Más: que él daba las órdenes.

Cuando se oyó un motor, saltaron por la ventana al descampado. En verdad, no hubo tiroteo. Los asaltantes tomaron de sorpresa al chófer y al guardia y los desarmaron, cuando los empleados del Banco ya habían colocado en la camioneta una bolsa sellada con una recaudación de tres millones de soles. Luego de obligarlos a tenderse en el suelo, uno de los hampones abrió la puerta del descampado a la Avenida 28 de Julio y se trepó a la carrera a la camioneta del Banco en la que habían subido sus dos compañeros con el botín. Salieron acelerados. Por nerviosismo o torpeza del conductor, la camioneta embistió a un afilador de cuchillos y fue a estrellarse contra un taxi. Dio, según La Crónica, dos vueltas de campana antes de quedar patas arriba. Pero los ladrones consiguieron salir del vehículo y darse a la fuga. Mayta fue capturado horas después. La información no dice si el dinero fue recobrado ni he logrado averiguar si, más tarde, cayeron los otros dos cómplices.

No he conseguido saber tampoco si Mayta llegó a ser juzgado por el atraco. Un parte policial que rescaté de los archivos de la Comisaría de La Victoria repite, detalles más detalles menos, la información de La Crónica (la humedad ha deteriorado de tal modo el papel que es arduo descifrarlo). No hay rastro de instructiva judicial. En los expedientes del Ministerio de Justicia, donde se lleva la estadística de los reos y sus prontuarios, en el de Mayta el asunto figura confusamente. Hay una fecha —16 de abril de 1963— que debe ser el día en que fue pasado de la Comisaría a la cárcel, luego la indicación «Tentativa de asalto a entidad bancada, con heridos y contusos, más secuestro, accidente de tránsito y embestida a peatón», y, finalmente, la mención del Juzgado a cargo del asunto. No hay más datos. Es posible que la instructiva se dilatara, el Juez se muriera o perdiera su puesto y todas las causas quedaran estancadas, o, simplemente, que el legajo se perdiera. ¿Cuántos años estuvo Mayta en Lurigancho por este suceso? Tampoco he podido saberlo. Está registrado su ingreso pero no su salida. Es una de las cosas que me gustaría preguntarle. Su rastro, en todo caso, se me pierde hasta hace diez años, cuando volvió a la cárcel. Esta vez sí fue debidamente juzgado y sentenciado a quince años por «extorsión, secuestro y atraco criminal resultante en pérdida de vida». Si las fechas del expediente son exactas, lleva poco menos de once años en Lurigancho.

He llegado, por fin. Me someto al trámite: registro de pies a cabeza por la guardia republicana y entrega de mis documentos que se quedarán en la Prevención hasta el fin de la visita. El Director ha indicado que me hagan pasar a su oficina. Un auxiliar de civil me lleva hasta aquí, luego de cruzar un patio, fuera de las alambradas, desde el que se domina el penal. Este sector es el más aseado y el menos promiscuo de la cárcel.

El despacho del Director está en el segundo piso de una construcción de cemento, fría y descascarada. Un cuartito donde hay, apenas, una mesa de metal y un par de sillas. Paredes totalmente desnudas; en el escritorio no se ve siquiera un lápiz o un papel. El Director no es el de hace cinco años sino un hombre más joven. Está informado sobre el motivo de mi visita y ordena que traigan aquí al reo con el que quiero conversar. Me prestará su oficina para la entrevista, pues éste es el único sitio donde estaré tranquilo. «Ya habrá visto que aquí en Lurigancho no hay donde moverse con la cantidad de gente.» Mientras esperamos, añade que las cosas nunca marchan bien, por más esfuerzos que se hagan. Ahora, los reclusos, alborotados, amenazan con una huelga de hambre porque, según ellos, se les quiere limitar las visitas. No hay nada de eso, me asegura. Simplemente, para controlar mejor a esas visitas que son las que introducen la droga, el alcohol y las armas, se ha dispuesto un día para las visitas mujeres y otro para los hombres. Así habrá menos gente cada vez y se podrá registrar con más cuidado a cada visitante. Si por lo menos se pudiera frenar el contrabando de cocaína, se ahorrarían muchas muertes. Porque es sobre todo por la pasta, por los pitos, que se agarran a chavetazos. Más que por el alcohol, la plata o los maricas: por la droga. Pero, hasta ahora, ha sido imposible impedir que la metan. ¿Los guardianes y celadores no hacen también negocios con las drogas? Me mira, como diciéndome: «Para qué pregunta lo que sabe».